Opinión Nacional

Desde arriba: PDV, FEI, PSUV

Hay unas cuantas cosas, muy pocas, que son más románticas que un partido político. El partido saca a los ciudadanos de su ensimismamiento y los lleva a la calle, a enamorarse de las conmilitantes, a discutir sobre su vida futura y a compartir con desconocidos una veintena de fantasías sobre lo que el mundo debe ser. Los partidos son para los soñadores. Por eso nadie ha discutido tanto como los socialistas, desde el siglo XIX, sobre como ha de ser un buen partido.

Los socialistas discutieron las mil y una forma de agruparse para combatir a su más grande y poderoso adversario: el Estado. De una y mil formas su violencia, respaldada por las leyes de policía, embistió contra los sindicatos, las ligas, las filarmónicas, las causas, las fraternidades y especialmente contra los partidos que representaban a los insatisfechos. Frente a un Estado que lo regula todo para consolidar un orden desequilibrado, la sociedad de base, formada por trabajadores, capas medias y desheredados, se agrupa en partidos con el sueño de hacer valer sus demandas y de, algún día , ponerle la mano encima para destruirlo, como anhelaban utopistas, comuneros y Bakunin, y como pronosticaba Carlos Marx.

Las versiones pragmáticas del partido revolucionario que se anidaron en Lenin, en Stalin y en Mao, y también en las corrientes socialdemócratas que siguieron a la II Internacional, tuvieron que conformarse con la simbiosis entre el Estado y el Partido, con la que se solidificaron tres conceptos inconfesables: la incompetencia de las masas para auto conducirse, la necesidad de la vanguardia profesional (el aparato) y la ley de hierro de la oligarquía partidista. En sus versiones más perversas se consolidó la idea de que un partido podía ser fraguado, ya no desde el clamor de la calle, sino desde el Estado mismo, con empleados públicos, militares y , sobre todo, vanguardias.

Esta idea prendió en Venezuela varias veces en el siglo XX. Gómez no necesitó partido oficialista alguno, para eso tenía el ejército . Pero Isaías Medina formó en 1943 un partido desde la cúspide: el PDV – nominado inicialmente como Partidarios de la Política del Gobierno ( PPG) — , que contaba en sus filas con un “ala luminosa” , como la bautizó Andrés Eloy Blanco, que estaba poblada por intelectuales ilustres y un montón de comunistas . Era un partido de empleados públicos que, como dice Manuel Vicente Magallanes, estaba formado mayoritariamente por “carreristas y aventureros de la política , y bastantes de inconfundible filiación gomecista”.

El PDV intentó imponer un candidato oficialista a la Presidencia, pero Medina Angarita y su partido fueron expulsados del poder el 18 de octubre de 1945 por un aluvión que combinaba golpistas de viejo cuño con formaciones políticas que se habían ido articulando desde las organizaciones sindicales y campesinas, desde las agitaciones urbanas, los periódicos y las arengas universitarias.

El otro partido fraguado desde el Estado fue el FEI , Frente Electoral Independiente, urdido con bombos , platillos y millonarios recursos públicos, por Marcos Pérez Jiménez en 1951. Pretendía competir contra las mismas energías políticas que se habían formado en las luchas políticas de base. Fracasó como el de Medina Angarita en su afán de empujar a las masas. El General tuvo que recurrir al escandaloso fraude electoral de 1952 para consolidar una espuria Asamblea Constituyente que liquidó la separación de poderes, que legitimó la dictadura e intentó eternizarlo como presidente “constitucional” , hasta que el glorioso 23 de enero de 1958 le acabó la fiesta.

Mientras esto ocurría allá arriba, en los cenáculos de las oligarquías de los partidos oficialistas, la sociedad venezolana del siglo XX vio formarse varios centenares de partidos diversos , nacidos para articular intereses legítimos de toda clase de gente, muchas veces desde el exilio o la clandestinidad. La sociedad se dio a si misma un sistema pluralista de partidos, en la que todos se sentían con derecho a comunicar y expresar sus demandas. Estas demandas, como dirían los estudiosos –desde Michels hasta Sartori – se orientaban especialmente hacia y contra el Estado.

La historia de países con regímenes unipartidistas o con partidos hegemónicos demuestra, por otro lado, lo prácticamente imposible que resulta para los ciudadanos comunicar, demandar o exigir cuando el Partido y el Estado se trenzan, especialmente cuando se impone la ley de hierro de la oligarquía oficialista. La organización pierde su sentido esencial y la voz de la calle sigue sin ganar nada. El siglo XXI merece una experiencia diferente.

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