Opinión Nacional

Destruir a los opositores

Una de las numerosas diferencias entre un gobernante democrático y uno que no lo es sea comunista, fascista, autocrático-militarista o simplemente sátrapa, es que el primero valora y respeta el papel de la oposición política, y el segundo se afana y ufana en acabarla.

En la historia moderna de Venezuela, por ejemplo, tenemos el caso de Rómulo Betancourt quien entendió con claridad la importancia de que su partido, AD, tuviera contrapesos políticos de significación. Ahora, muchas décadas después, el que manda en Miraflores piensa y actúa en sentido exactamente contrario: todo lo que implique oposición política relevante debe ser demolido.

Sin embargo, el proceder de la neo-dictadura que usurpa el nombre de Bolívar, es menos craso o más habilidoso que el una dictadura convencional. El general Gómez o el general Pérez Jiménez no permitían la existencia legal de partidos o grupos de oposición, punto final. Ni hablar de Fidel o Raúl Castro, o el Pinochet de la primera década. La llamada «revolución bolivarista», en cambio, se cuida de no ilegalizar a las fuerzas políticas críticas, pero le cae encima a cualquier dirigente que se destaque más allá de lo «tolerable».

A Manuel Rosales lo colocan en un paredón judicial, a Leopoldo López o Enrique Mendoza los «inhabilitan» con pretextos impresentables, a Antonio Ledezma o Henrique Capriles les desconocen el derecho a gobernar que se ganaron voto a voto, a César Pérez Vivas o Henrique Salas Feo los amenazan con juicios e impugnaciones. Y así prosigue el patrón a diestra y siniestra.

La razón de la embestida es claramente política pero se la disfraza con el ropaje de la leguyería incluyendo, no faltaba más, una supuesta lucha contra la corrupción. A fin de darle crédito a la especie, el régimen selecciona a algún figurón de los suyos –caso Barreto– y lo mete en el saco. De esa manera, la propaganda oficialista tendría material para invocar la «imparcialidad de la justicia revolucionaria».

En verdad, el afán de destruir a la oposición política no es una novedad en el reino de la neo-dictadura imperante. El propio señor Chávez ha sido enfático en declarar que desde su llegada al poder ha aplicado la «estrategia militar de arrase al enemigo», en referencia, claro está, a quienes adversen sus pretensiones hegemónicas.

Pero ahora, ese mismo afán se ha convertido en una razzia de marca mayor. ¿Por qué? Muy sencillo: buscan cerrar la jaula en la que tienen metida a la nación venezolana, antes de que la crisis económica y social se vuelva política y ponga en peligro el a-b-c de su proyecto continuista.

Por eso no sólo atacan a los liderazgos políticos en sentido estricto, sino que redoblan las baterías en contra de los medios independientes y las instituciones autónomas de la sociedad civil, como sindicatos, gremios profesionales y entidades eclesiales.

Destruir a los opositores es la reforzada consigna de la neo-dictadura. Acaso la prueba más fehaciente de que esta denominada «revolución» es un fenómeno ajeno y contrario a los valores democráticos del conjunto de los venezolanos.

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