Opinión Nacional

Detrás de la medalla hay un país

En cruel vecindad –que no hay por qué suponer maliciosa–, la primera página de El Nacional, del pasado martes, dispuso una fotografía de las exultantes candidatas a Miss Venezuela al lado del despacho noticioso alusivo a la derrota sufrida en Pekín por nuestra selección de softbol, incomprensiblemente publicitada como una fija en el medallero.

Mientras la leyenda de la gráfica que mostraba a «la potencia en ascenso» precisaba que el desenlace de su encuentro con los Estados Unidos había sido un nocaut de 11-0, la de las reinas de belleza hacía referencia a la unánime determinación de estas muchachas de emular la marca de Dayana Mendoza, joven venezolana que hace unas semanas se alzó con el título máximo en las competiciones de belleza física.

Desde luego, no hay comparación entre el impacto individual y colectivo del deporte y las ventajas que pudieran derivarse de una corona de oropel en estos certámenes, pero la disparidad de los resultados nos pone delante una realidad: Venezuela integra la élite de las pasarelas y no cuenta en el panorama del deporte de alto nivel. Y eso se debe a que detrás de cada presea hay un país, no sólo atletas, entrenadores, autoridades deportivas, ni siquiera el Estado. Es una nación en pleno lo que se pone en marcha para que el nombre de un país se inscriba en el medallero. En Venezuela los concursos de belleza son una práctica arraigada en todo el territorio y todas las clases. Hay reinas de kinder, primaria, liceo, universidad y organizaciones de todo orden, lo que no puede decirse de los equipos de softbol (con ser un deporte popular).

Una revisión somera de las biografías de los campeones olímpicos evidencia que su singular talento fue detectado a muy temprana edad y que, desde entonces, su desarrollo fue estimulado por entrenadores especializados, en las instalaciones adecuadas y en un contexto que no ponía en contradicción su dedicación al deporte con sus estudios y, en general, su vida. He allí tres factores de los que carecemos en Venezuela: reconocimiento precoz de la promesa excepcional, infraestructura deportiva en número suficiente (y en estado satisfactorio), así como una institucionalidad que favorezca la dedicación del atleta a su entrenamiento y figuración en las competencias sin tener que andar buscando 4,50 para completar un fuerte ni labrándose un futuro de mendicidad una vez sedimentado el papelillo de la gloria.

Pero, además, casi todos esos muchachitos excepcionales tienen unas familias que los han expuesto al deporte, los estimulan, los llevan, los traen, adaptan sus prioridades y agendas a las necesidades del joven atleta. La puja por una medalla es tan brutal que para su conquista debe ponerse en marcha un país en su conjunto. Sí, podría decirse que es como el esfuerzo bélico pero sin bajas. Una presea no cae en el cuello de un deportista por voluntarismo, ni suyo, ni de un gobierno que aspira lucir logros que no se ha labrado en la brega cotidiana (y que pretende procurarse presionando a los atletas). Es el producto de un gran acuerdo en el que participan los sectores público y privado. Y esto se aplica a todas las disciplinas, no sólo a los deportes de equipo, como el béisbol o el fútbol, de clara base popular.

Ya tenemos un ejemplo fantástico de esta irrigación de una actividad en lo más profundo del país con resultados brillantes: el Sistema Nacional de Orquestas tiene esa característica, goza del liderazgo deslumbrante de José Antonio Abreu al tiempo que se sostiene en ese ejército de cariátides que son los familiares de los músicos.

Si Michael Phelps hubiera nacido en Venezuela, lo más probable es que se hubiera pasado años jugando con un palito en un charco y fantaseando con las maravillas que habría logrado en un medio menos frustrante. Para su fortuna, al hecho de que cuenta con unas condiciones físicas asombrosamente favorables para la natación, se suma una familia que hizo del deporte su hábitat desde pequeñito Y, desde luego, que Phelps nació en un país que necesita de las piletas como los caraqueños de la playa. A la vista está que los norteamericanos de las concesionarias levantaban sus campos petroleros en torno a una piscina. Y esto es lo primero que construían, como quien incrusta un zafiro en un erial.

Llevaban un país consigo.

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