Opinión Nacional

Diario de Tailandia (parte I)

El mosaico abigarrado

(%=Image(7127689 ,»L»)%) Esta grande y caótica ciudad, dividida en cinco distritos y donde distancias que en el mapa se ven manejables no lo son en la vida real, al principio me abruma. Donde nos quedamos, en un hotel en la avenida Petchaburi, cerca del Palacio Suan Pakkad y la casa de Jim Thompson, ciertas calles y avenidas se parecen a las del centro de Caracas en el tráfico, el ruido, el tumulto y el calor. Leo en la mañana en el periódico que Bangkok podría convertirse en un lugar “inhabitable” si no se implementan rápidamente planes para controlar el crecimiento urbano. Pienso en ese reportaje cuando veo más tarde fiscales de tránsito y motorizados con máscaras como las de los médicos para protegerse de las bocanadas tóxicas de los automóviles y los autobuses.

El calor es brutal. Después de un cuarto de hora caminando, tengo la camisa empapada en sudor y noto que la piel de mi esposa, demasiado blanca para este clima, muda a un rosado que resalta aún más su condición de turista. Me cruzo con varios hombres descalzos y desnudos de la cintura para arriba haciendo la siesta en los lugares más inverosímiles: aceras, paradas de autobús, capos de automóviles. Me da la impresión de que el acto no es voluntario: el calor los derrotó. O quizá ya aprendieron que es inútil luchar contra el clima de esta ciudad y es mejor adaptarse a él, como un perro se adapta a los hábitos de su amo.

Pero el calor nunca me ha molestado tanto como el frío y después de un rato me olvido de él. Además, aquí sobran las distracciones. A cada rato se me acercan vendedores para ofrecerme sus productos –amuletos, estatuillas, ropa, frutas, relojes– con una tenacidad que no he visto en ningún otro lugar. A pesar del calor uno me ofrece tomarme medidas para un esmoquin, y otro, cuando me ve caminando con los brazos cruzados, aprovecha para colocar en mis brazos una bolsa de semillas. Como no acepta devolución, pero al mismo tiempo me pide dinero, no me queda más remedio que echar la bolsa al piso y tratar de aligerar la rudeza con un torpe gesto de hombros.

Aparte de los vendedores, observo en esa primer caminata otras particularidades, o motifs, que luego, en los próximos días, vería a cada rato y que ahora forman parte de mi imagen de la ciudad: los monjes envueltos con mantos azafrán (vi a un par con iPods), las camisas Polo amarillas, los coloridos tuk-tuk (motos-taxi de tres ruedas con un vagón atrás) y el énfasis en la monarquía y la religión que se manifiesta en las imágenes por doquier del adorado rey Bhumibol y esas figuras ubicuas de Buda que, con su expresión enigmática, pareciera vigilar desde arriba (siempre me vigila desde arriba) cada paso que doy. En una calle estrecha me detengo en un puesto de frutas para probar el durian, el lychee, el mangosteen y el rambutan (frutas que no tienen nombre en español). La que más me gusta es el mangosteen, que se parece al mamón caribeño, pero es por fuera más elegante y por dentro más dulce. Compruebo que, como me dijo una vez un amigo en Venezuela, el mamón es la hermanita fea del mangosteen.

Llego al Chao Phraya (“río de los reyes”) después de un viaje en el moderno “skytrain.” Los libros que leí las semanas antes de venir dicen que el río es la mejor manera de moverse en la ciudad y que allí la temperatura baja un poco. Uno asegura que, gracias al tráfico infernal, el Chao Phraya ha vuelto a ser lo que fue hace cien años: la autopista más ancha y conveniente de Bangkok.

No sé si estos libros exageran, pero me gusta el concepto del Chao Phraya Express, un metro-barco a través del cual es fácil, barato y sobretodo agradable transportarse entre los cinco distritos. Durante este primer viaje que hago en el Express, observando esta “autopista” que en vez de carros tiene pintorescos sampanes, barcazas y transbordadores, me pregunto porque esto no ha sido implementado en otras ciudades atravesadas por ríos. En el Chao Phraya uno no sólo descansa del calor y disfruta de la brisa y la cercanía con el agua, también uno se deleita con la hermosa vista de los lujosos hoteles (entre ellos el famoso Oriental), los mercados, las villas de la realeza, los templos (el Wat Arun) y algunos edificios de arquitectura colonial (aunque Tailandia nunca fue colonia) que bordean el río.

(%=Image(7335311,»L»)%) Desde aquí, además, se pueden apreciar mejor los contrastes de la ciudad, en donde se entremezcla lo ordenado y lo caótico, la pobreza y el lujo, lo tradicional y lo moderno. La modernidad, esa que los detractores de la globalización ven como una amenaza por su tendencia a homogeneizar, se ha infiltrado en la ciudad, sobretodo en el centro, donde se ven imponentes edificios de oficina, rascacielos, hoteles y centros comerciales iguales o mejores a los de Washington DC, París o Londres. Pero Bangkok no pareciera temerle a esta influencia. La ciudad más bien incorpora lo nuevo sin complejo, como Nueva York ha incorporado a los chinos y a los italianos, haciéndolos parte de la ciudad y aceptando con los brazos abiertos su contribución. Después de todo, es ridículo pensar que esta modernidad va a acabar de la noche a la mañana con la firme personalidad de este lugar.

¿Me atrae todo esto? ¿Me mudaría aquí a vivir? Sí, totalmente. El viaje en el río fue el zarpazo final, pero incluso antes de llegar aquí la ciudad ya me había seducido con su gente, su religiosidad, su ruido, su comida, sus tuk-tuk y su clima. Bangkok es como un mosaico abigarrado que al inicio no disgusta por su insolencia, pero que luego, con el transcurso de las horas, comenzamos a apreciar por su riqueza. Pronto descubrimos que, como ocurre con esas mujeres que nos seducen con sus dientes torcidos o facciones asimétricas, esas incomodidades –la contaminación, el tumulto, el tráfico, el calor– son parte del encanto. Sin ellas la ciudad sería otra, quizá más conveniente, pero también más común y aburrida.

Esto, en particular, es lo que ocurre con el clima. Estoy convencido de que este calor denso que adormece y aboba es inseparable de la magia de esta ciudad. Estoy convencido de que sin este calor que, apenas salgo de la nevera del hotel, penetra todos los poros de mi cuerpo secándome la boca y empapándome de sudor, Bangkok no fuese Bangkok. Este calor es desasociable del tempo aletargado que se siente en el río, en los templos y en el parque Lumphini, así como del maravilloso olor, ese olor en el que se entremezclan el sudor humano, la comida callejera, el aroma de las frutas, el humo de autobús y el agua sucia de los canales. Como el misterio y el erotismo, el calor y la sensualidad son cercanos aliados. Por eso, en este mélange sensual que es Bangkok el calor es un elemento indispensable.

El elefante en el cuarto

(%=Image(7579404,»L»)%) A pesar de que fue derrocado en un golpe de Estado el pasado septiembre y desde entonces reside en Londres (desde donde anuncia, durante mi estadía en Bangkok, su intención de comprar el equipo de fútbol Manchester City), todavía se siente en Tailandia la presencia de Thaksin Shinawatra. Todas las mañanas, leyendo la sección política de los dos principales diarios en inglés de Bangkok mientras espero que mi esposa se despierte, constato que el popular ex primer ministro sigue en el centro del discurso público, como si aún presidiese el país o como si el golpe hubiese ocurrido ayer. El día de mi llegada se lleva a cabo una manifestación pro-Thaksin cerca del Gran Palacio, a la que asisten miles de sus seguidores.

¿Quién es Thaksin? ¿Quién es esta persona al que la mayoría de los tailandeses llaman por su nombre y que algunos han apodado “Cara Cuadrada”? Como venezolano, varias cosas llaman mi atención sobre este líder. Thaksin es, como Hugo Chávez, una figura divisoria que ha polarizado al electorado de su país. También como Chávez, Thaksin es uno de los líderes más populares de la historia reciente de su país y su base de apoyo reside en los sectores pobres y rurales, los cuales se han visto beneficiados por sus programas sociales –programas tan populares que ahora la junta militar trata de apropiárselos. Y como el teniente coronel venezolano, Thaksin se las ingenió para intimidar a los medios y trufar con sus seguidores el consejo electoral y las cortes, y así aplicar la ley selectivamente o doblegarla para su propio beneficio.

Sin embargo, a diferencia de Chávez –y esta diferencia es importante–, Thaksin es capitalista hasta la médula: un exitoso empresario que se hizo millonario antes de volver la vista a la política. Es difícil imaginarse a Thaksin diciendo como Chávez que “ser rico es malo” o instando a sus seguidores a desprenderse de los bienes que no necesitan. Es difícil imaginárselo alabando a Marx, Mao o la antigua Unión Soviética, y hablando de cómo el sistema capitalista vuelve a la gente egoísta y poco solidaria. A la inversa, es difícil imaginarse a un Chávez derrocado viviendo una vida de jetset en Londres y comprando un equipo de fútbol inglés. Es difícil imaginarse a Chávez vendiendo su parte en una empresa a un conglomerado extranjero por $1.9 billones libre-de-impuestos como lo hizo Thaksin –venta que ayudó en parte a precipitar el golpe de Estado que lo tumbó.

La junta militar, que se hace llamar el Consejo de Seguridad Nacional, ha prometido convocar pronto a elecciones libres. Pero esta es la única señal alentadora para quienes deseamos un reestablecimiento de la democracia en Tailandia y nos entristece la involución autoritaria en varios países del Sur y el Este de Asia. El partido Thai Rak Thai de Thaksin, el más popular del país, fue disuelto, y se han restringido libertades de reunión y movimiento, así como censurado medios de comunicación pro-Thaksin. En la nueva Constitución, que la junta ordenó para supuestamente reparar las lagunas que Thaksin aprovechó para abusar de su poder, comienzan a inmiscuirse leyes cuya intención es claramente aumentar el poder de los militares.

Todo esto tiene un tufillo que reconozco. Leyendo todos los días sobre lo que ocurre aquí y esforzándome por entender la posición de ambos lados, comprendo que la situación actual en Tailandia, al igual que la de Venezuela, saca a relucir una imperfección, ineludible, del sistema democrático (esa “paradoja” sobre la cual Popper escribió con tanta elocuencia). ¿Qué pasa cuando un líder popular, que ha ganado numerosas elecciones, aprovecha su popularidad para erosionar las instituciones que limitan su poder y son esenciales para el buen funcionamiento de cualquier democracia? ¿Qué pasa cuando esas instituciones que podrían ser utilizadas para castigar abusos de poder son monopolizadas por los perpetradores de estos abusos?

Esta complicada situación sólo tiene dos salidas. La primera es un golpe de Estado, una acción que sólo es posible si el gobierno todavía no se ha apoderado de las fuerzas armadas. El problema de esta opción, favorecida, para mi sorpresa, por mucha gente en Bangkok, incluyendo el rey y la clase media, es que los perpetradores del golpe muy probablemente van a gozar de un poder con menos limitaciones que el del gobierno derrocado. Es sumamente riesgoso confiar en la buena voluntad de los golpistas, que como se está viendo ahora en Tailandia pueden ser rápidamente seducidos o corrompidos por el poder y nunca van a aceptar unas elecciones libres que puedan entronizar de nuevo al líder cuyos abusos motivaron, en primera instancia, el golpe de Estado. Muchos, incluyéndome, dudan que Pedro Carmona en Venezuela tuviese ínfulas de dictador. Pero ¿qué hubiese pasado si, después de convocar elecciones libres, Hugo Chávez hubiese aparecido otra vez como líder en los sondeos? ¿Qué hubiese hecho Carmona, líder del golpe y en ese momento dueño de todas las instituciones, frente al riesgo de una victoria chavista que pudiese amenazar su futuro y quizá hasta su vida?

Eso nos deja con la segunda alternativa, en mi opinión la más sabia: un esfuerzo de la minoría por convencer a la mayoría que apoya al dictador de que la libertad debe estar por encima de las políticas de cualquier líder, por más acertadas que ellas sean, y de que el progreso y la democracia, como lo demuestran los países más estables y avanzados del mundo, son dos cosas perfectamente compatibles.

También, reconociendo el hecho de que las dictaduras, como las democracias, nunca son perfectas, la oposición debe aprovechar al máximo los reductos todavía disponibles para limitar los abusos de poder y frenar, y si se puede revertir, las tendencias totalitarias del gobierno. Es decir: utilizar los mecanismos democráticos todavía disponibles para socavar el poder y la popularidad del dictador. En la Tailandia de Thaksin aún quedaban muchos de esos reductos, y en Venezuela, aunque cada vez menos, todavía los hay.

Esta segunda salida, la que elude el golpe de Estado, es quizá riesgosa (ningún país quiere parar como Cuba), pero es para mí la mejor de las dos. Es la que yo propongo para Venezuela y es la que, en mi humilde opinión de visitante de este gran país, ha debido tomar la oposición a Thaksin en Tailandia.

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