Opinión Nacional

Diario de Tailandia (parte IV)

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Apenas llego a Patpong, el distrito rojo de Bangkok, se me acercan varios hombres para hacerme toda clase de ofertas, cada una más obscena que la otra. Aunque les digo que no vengo en busca de sexo, sino sólo a pasear, a tomar notas para un ensayo, no me dejan tranquilo y me atosigan con sus propuestas hasta el final de la cuadra. Pienso en sacudirme a uno de ellos con un brusco empujón para hacerme entender, pero luego no lo hago porque me doy cuenta de que, hasta cierto punto, tiene razón en acosarme. Después de todo, ¿qué hace un turista, caminando solo, en Patpong? ¿Qué hace aquí un extranjero o un “farang” joven como yo? Naturalmente, anda en busca de diversión.

Imposible escribir un diario de mi viaje sin tocar el tema de la prostitución. En los tediosos ensayos académicos que he leído sobre el tema me aseguran que Tailandia es uno de los más grandes burdeles del planeta, el “playground” de los hombres frustrados del mundo. Se estima que en el país hay al menos 250 mil trabajadores sexuales, pero cálculos más pesimistas estiman que este número podría ascender a los dos millones. Los “sex holidays” para turistas son famosos. ¿La pederastia y el SIDA? Rampantes. Durante mi estadía aquí he recibido al menos una docena de ofertas de prostitutas o “pimps,” eso sin contar las mujeres con maquillaje excesivo y faldas demasiado cortas que, a cada rato, me ofrecen un masaje (“massaaaaage”), lo cual aquí, como en muchos otros lugares del mundo, es un vulgar eufemismo. ¿Cómo, entonces, no acercarme a conocer el famoso distrito rojo de Bangkok? ¿Cómo no ver con mis propios ojos uno de los más reputados centros mundiales de prostitución?

En cierto sentido Patpong me decepciona. No me refiero al hecho de que, en el fondo, siempre suele haber algo triste y sórdido en este tipo de lugares. Tampoco me refiero a los personajes que me paran en las calles para hacerme ofertas desesperadas que entiendo perfectamente a pesar de no hablar el idioma. El lugar me decepciona porque es demasiado común. Aquí no hay nada original. En comparación al pintoresco distrito rojo de Ámsterdam, donde uno ve mujeres que se exhiben en vidrieras como maniquís y donde, en cada esquina, uno se topa con cosas que lo dejan a uno boquiabierto, Patpong me parece un lugar aburrido. Pocas cosas en estas calles llaman mi atención.

Entro en un bar (¿burdel?) a tomarme una cerveza antes de irme. Casi automáticamente se sienta al lado mío una joven sensual, que es obviamente una prostituta.

Es morena, flaca, bonita, con un cabello liso oscuro que le cae elegantemente sobre la espalda. Lleva un vestido verde navidad que deja sus tersos hombros y buena parte de sus muslos al descubierto y que resalta su esbelta figura. Tiene los dientes torcidos, lo cual afea un poco su rostro y al mismo tiempo, sobretodo cuando sonríe, le da un tierno aire infantil. Su tono de voz es suave y agradable, aunque su acento es casi tan incomprensible como el mío. Me doy cuenta de que, a pesar de que quiere, le cuesta acercarse a mí, como si temiera una reacción adversa. Quizá no lleva mucho tiempo en este negocio, pienso.

Después de un comienzo difícil, la conversación comienza a fluir. Le hago muchas preguntas que ella responde con alegría, como contenta de que yo guíe la conversación y la destrabe cada vez que se atasca. ¿Qué edad tiene? “Veinticinco años,” miente. ¿De dónde es? Como la mayoría de sus colegas, “de fuera de Bangkok, del campo.” ¿Cuánto tiempo lleva en la capital? ¿Le gusta? ¿Dónde aprendió inglés? ¿Qué hace con su tiempo libre? ¿Admira al rey Bhumibol? Una por una, responde a todas mis preguntas, siempre punteando las frases con su sonrisa pueril. ¿Qué opina de Thaksin? “Tiene algunas buenas ideas,” me dice. ¿Apoya a los militares que lo tumbaron? Sonríe y encoge los hombros, como diciéndome que hasta ahí no llega su interés por la política. Tratando sutilmente de asomarme a su pasado, le hago algunas preguntas sobre su familia. Pero enseguida me retracto. No quiero que piense que la estoy psicoanalizando.

Al rato comienzo a sentirla impaciente. Time is money, debe estar pensando. Me pregunta cuánto tiempo me quedo en Bangkok y se ofrece para hacerme un tour por la ciudad. Cuando le respondo que me voy el día siguiente, una nube le atraviesa el rostro –una decepción que ella no hace el más mínimo esfuerzo por disimular. Quizá es verdad lo que he escuchado muchas veces desde que llegué: que aquí las prostitutas no venden sólo sexo, también una relación de varios días, sino meses. Esto se hace aún más evidente cuando, después de contarle que voy a pasar unos días en Phuket, ella se reanima, quizá pensando que busco a alguien que me acompañe. Me sorprende su aparente disposición a tomar un avión con un total desconocido. ¿No le da miedo que la deje allá varada? Más aún, ¿no le da miedo que me la viole o la secuestre?

Preparándome para esta excursión, leí dos excelentes ensayos de viaje sobre Tailandia –uno de Pico Iyer y otro de Ian Buruma– en los que encontré algunas ideas sumamente interesantes sobre la prostitución en este país. En los dos ensayos asoma la posibilidad de que aquí, a diferencia de muchos países de Occidente, la prostitución no entrañe una sensación de culpa, de erosión del respeto personal o de corrupción moral en quienes la practican. Citando a un antropólogo, Buruma habla de un mundo dividido en una esfera privada moral, con principios y valores, ejemplificada en el amor de una madre por sus hijos o en el Buda mismo; y una esfera pública amoral, en la que los tailandeses se mueven como en los negocios, velando sus propios intereses y echando a un lado los valores si las circunstancias lo exigen. Desde este punto de vista, la prostitución, parte de esa esfera pública, es una simple transacción, en la que una mujer u hombre utiliza su cuerpo para ganar dinero, de la misma manera que lo hace un obrero o un deportista. Iyer, que se hizo amigo de varias prostitutas tailandesas, dice que algunas le dijeron que el Budismo no prohíbe el placer. ¿Qué hay de malo en la prostitución? ¿Qué hay de malo en el sexo? ¿Por qué no ver el sexo como un acto de comunión? ¿Una caricia? ¿Una caricia que se ofrece, por poco dinero, a quienes más la necesitan? ¿Una caricia que quizá incluso podemos disfrutar como a veces disfrutamos consolando a un niño o un viejo moribundo?

Ideas radicales, lo sé, pero que lo ponen a uno a pensar. Escuchando y observando con atención a esta bonita flaca de Patpong, estas ideas se apelotonan en mi cabeza. ¿Se tomará su oficio tan a la ligera? ¿Sentirá vergüenza con lo que hace? ¿Le pesará en su conciencia ejercer esta profesión? Quizá no, como lo sugieren su sonrisa fácil y su mirada inocente. Pero al mismo tiempo no puedo dejar de pensar en los hombres que quizá han abusado de ella o los pervertidos que quizá la han golpeado, vejado o maltratado para desahogar sus frustraciones o satisfacer sus más sucias fantasías. No puedo dejar de pensar en los pederastas que llegan a este país desde todas partes del mundo y que quizá han pasado por su dormitorio, o los babosos “pimps” que seguramente la han robado y explotado. No puedo evitar imaginar a uno de esos gordos cincuentones, sudorientos, hediondos, con ojos enfermizos y con pelos ralos y grasientos, abalanceándose sobre el delicado y esbelto cuerpecillo de esta jovencita que quizá no supera los veinte años.

Estoy seguro que su vida no es tan fácil.

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