Opinión Nacional

Dios y el diablo en la tierra del sol

A Aníbal Romero

Yahvé dijo al Satán: “¿no te has fijado en mi siervo Job?
¡No hay nadie como él en la tierra, es un hombre cabal, recto,
que teme a Dios y se aparta del mal!”
Respondió el Satán a Yahvé: “¿Es que Job teme a Dios de balde?
¿No has levantado tú una valla en torno a él, a su casa y a todas sus posesiones?
Has bendecido la obra de sus manos y sus rebaños hormiguean por el país
Pero extiende tu mano y toca sus bienes: ¡verás si no te maldice a la cara!
Dijo Yahvé al Satán:
“Ahí tienes todos sus bienes en tus manos.

Cuida sólo de no poner tus manos en él.”
JOB, 1,8

1

Harold Bloom acaba de publicar una pequeña obra de reflexión moral, si cabe el término del pensador alemán Theodor Adorno: una mínima moralia, acerca de la literatura sapiencial: aquella que se hunde en los profundos abismos de la conciencia y deja al desnudo la terrible lucha entre el bien y el mal que ha caracterizado nuestro atribulado tránsito por la vida. Comienza, como no podía ser menos, por la Biblia, la matriz primigenia de nuestra cultura sapiencial, que fundiera todas las preguntas esenciales que nos atormentan desde que nos irguiéramos sobre el pantano de la creación. Y de la maravillosa obra de J, el editor de la obra testamentaria, selecciona las que mayor impacto han causado en la reflexión moral del occidente judeo-cristiano: el Libro de Job y el Eclesiastés. Aquella, entregándole Dios a Satán al mejor de sus hijos para ponerlo ante la mortal prueba de la fe. Éste, recordando en boca de Cohélet, el hijo de David, el rey de Jerusalén, con el estremecedor desencanto ante la fragilidad de nuestros valores que todo es “vanidad, nada más que vanidad”. Y aquellas sentencias inconmovibles, según las cuales “lo torcido no puede enderezarse” y “nada nuevo hay bajo el sol”.

Me ha inquietado desde mi primera lectura del Libro de Job esa extraña fraternidad entre Yahvé y Satán, esa insólita colaboración cercana a la camaradería. Dueños y señores de nuestra aterida soledad. Por encima del orden jerárquico, que dispone a Satán como contralor de la autenticidad de nuestras creencias en el Dios padre, monarca indiscutido sobre todo lo que es y no es, parecieran compartir en buenos términos la administración de los asuntos del mundo. Una prueba de la falsedad originaria del maniqueísmo. Satán y Yahvé no se disputan el reino del espíritu desde universos estancos. La tentación es tan profunda e inconmovible, forma de tal manera parte de nuestra cotidianidad que la prueba a que somete Dios a su siervo dilecto por mano satánica se convertiría en tema en los clásicos de la literatura universal, incluidos Shakespeare, Cervantes y Goethe. Pero también me sorprendió el extraño maridaje entre sabiduría, fe y posesión: Satán considera que es fácil amar a Dios y serle fiel y obediente mientras se disfruta de las gratificaciones materiales de Yahvé. Un extraño maridaje entre religiosidad y prosperidad, desmentido por cierto por la más que milenaria tradición judeo-cristiana, basada en el arraigo de la fe entre los más pobres y desposeídos. Pero que sigue siendo eficaz en tanto valor de cambio de nuestra frágil conciencia. Que se lo pregunten si no a nuestro cheque viajero y su desarrapada tropa de electores becarios.

2

A Dios se le ama, pues, por encima y a pesar de nuestras desgracias. La fe no requiere de una tarjeta de débito ni de un seguro a todo riesgo. Ni puede ser negociada en el mercado de las ofertas. La materia resulta así ser un negocio de lo cotidiano. Digamos: del reino de lo político, no de lo religioso. El espíritu, un asunto de la fe. La lógica satánica es demoledora: amar a Dios luego de ser suficientemente recompensado no supone gracia alguna. Ama a Dios en la desgracia. Aunque no deja de ser injusto imaginarse que sólo da prueba fehaciente de fe inconmovible quien es sometido a la terrible prueba de la muerte de sus hijos, la pérdida de sus bienes, el desamor de los más próximos. Llevando al paroxismo de exigirle a los elegidos el sacrificio ritual de su más preciado bien, el hijo dilecto.

Es el Dios terrible, soberano, implacable del Antiguo Testamento. Un Dios que castiga y bendice, escoge y aniquila, gratifica y condena sin apelación imaginable. Incluso arbitrario y despótico. Convertido en magnitud inalcanzable desde las miserias de un pueblo harapiento que se hizo a la historia universal con la terca voluntad de convertirlo en norma moral, arquetipo cultural, instancia ética irrenunciable. Pastor y guía de su propia historia. Pueda que Yahvé sea la creación cultural más sublime del hombre. Olvidar a Israel, el pueblo que lo cobijara en medio de sus peores tribulaciones, un pecado de lesa humanidad.

Aún así: Benedicto acaba de volver a situarlo en nuestra cercanía, obra tal vez la más trascendente iniciada por el cristianismo: bajar a Dios desde las alturas seráficas, desde el asombroso imaginario de carros deslumbrantes y destellos abisales, desde la terrible claridad celestial al humus oscuro y aterido de nuestras angustias cotidianas, al establo, al rancho, a la callejuela. Recordando el horror que la sangre causa en el Dios benévolo, ecuánime, ecuménico hecho carne en la figura de Jesús. Un Dios que perdona, no un Dios que castiga.

La guerra no sirve a Dios. Es obra del demonio. No importa su vestidura. Así proclame la paja y el azufre en el otro, mientras ventila la viga y su maldad como valores supremos del espíritu. La hipocresía hecha monumento viviente. El venezolano feo.

3

Sería pecaminoso inmiscuir a Job en nuestras disputas terrenales y comparar las pruebas a que lo somete Yahvé con estos siete años de innumerables e innombrables desastres que asolan a nuestra pobre Venezuela rica. Siete años que comienzan a adquirir contornos bíblicos, aunque tremendamente contradictorios: siete años de vacas gordas aunque de males infinitos. Siete años de abundancia aunque de sangre, sudor y lágrimas. Viviendo la más insólita de las paradojas: el país se enriquece por arriba y se empobrece por abajo. El caudal atronador del oro negro fluye como por un tonel sin fondo, no dejando más que una borrachera de amarguras y frustraciones. Pareciéramos disfrutar de bienes infinitos mientras se nos mezquina el único bien tras el que fuimos echados al mundo: la libertad. Y la riqueza, marchita flor de un día.

Sería espantoso imaginarse una súbita suspensión de nuestros ingresos y despertar a la cruda realidad: ¿qué sería de estos siete años de vacas gordas? ¿Dónde han quedado depositados, en qué caja de caudales reposan? ¿Qué traducción material encontraron los millardos de dólares que fluyeron enloquecidos por las arcas fiscales, los presupuestos ministeriales y la irresponsable chequera presidencial? ¿Qué enriquecimiento de nuestra cultura, de nuestra educación, de nuestra formación profesional, de nuestra capacitación técnica es perceptible y mensurable tras siete años de esta satánica danza de los millones? ¿Vivimos hoy mejor que ayer?

Despertemos por un mágico instante en la encrucijada que nos espera y volvamos nuestra mirada a carreteras, calles y avenidas, a hospitales y escuelas, a fábricas, industrias y empresas, a nuestros pueblos, barrios y ciudades abandonados a su suerte por un chavismo que hace mutis. ¿Qué señal de identidad dejará el chavismo tras suyo luego de su atronador paso por nuestras vidas?

Las Torres del Silencio, las grandes autopistas, la ciudad universitaria y tantas otras grandes obras testimonian del paso del general Marcos Pérez Jiménez por la presidencia de la república. Cientos de universidades, las grandes represas, usinas, refinerías e industrias petroquímicas, miles de kilómetros de autopistas, carreteras y avenidas, el Metro de Caracas, el Complejo Cultural Teresa Carreño y un gigantesco salto desde la Venezuela analfabeta y desierta a la Venezuela de la modernidad nos recuerdan a diario nuestros últimos cuarenta años de convivencia pacífica y democrática. Cuya magna obra es precisamente el espíritu de tolerancia que anima a una inmensa mayoría de venezolanos, educados en la libertad, el respeto a si mismos y el respeto a su prójimo hechos carne después del 23 de enero de 1958.

¿Qué nos recordará el devastador paso de este cataclismo llanero por los pueblos y ciudades del país? ¿Qué deberemos agradecerle al teniente coronel y a sus tropas civiles y uniformadas que han reinado a su absoluta discreción y sin una mínima gota de oposición por sobre bienes y poderes de nuestra Venezuela de comienzos de siglo? ¿Qué autopistas, qué calles y avenidas, qué hospitales, qué monumentos, universidades y escuelas, qué enriquecimiento espiritual serán el vivo tributo a su obra?

Asombra que ante tanta catástrofe y luego de haber recibido la tan ansiada visita de Satán los venezolanos no se vuelvan al creador y lo increpen como se lo pidiera a Job su desesperada mujer: “¿Todavía perseveras en tu entereza? ¡Maldice a Dios y muérete!”

¿Estaremos solos? Job no lo estuvo. “Tres amigos de Job se enteraron de todos estos males. Y juntos decidieron ir a condolerse y consolarse. Desde lejos alzaron sus ojos y no le reconocieron. Entonces rompieron a llorar a gritos.”

Provoca hacerlo, pero no es la hora del llanto. Es la hora de la fe. Es la hora de la unión. Es la hora del combate.

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