Opinión Nacional

¡Disculpe señor, disculpe!

El humor es cosa seria, ya se ha dicho. Sin embargo tendemos a confundirlo con lo cómico; así como confundimos la simpatía con la militancia, la gimnasia con la magnesia, lo pornográfico con lo erótico, la lealtad con la obediencia, la participación con la pertenencia. El humor nos hace reír, ¿qué duda cabe? Lo cómico también, pero su efecto se logra más por la morisqueta que por la reflexión; que es, no lo olvidemos, el ejercicio del pensamiento, indispensable a la hora de cultivar el humor.

Para cualquier desprevenido o confundido -como gustan llamar algunos a los que no piensan como ellos-, Pedro León Zapata, por citar un ejemplo, sería algo así como un intelectual de payasa nariz roja, y sus ya celebres Zapatazos el producto de maromas gráficas donde el azar pesa más que la razón.

Afortunadamente no es así, el Zapata que conocemos a través de las caricaturas que publica diariamente en El Nacional, y el que se muestra en galerías, museos, y murales públicos, es el resumen de una inteligencia corrosiva en la que se mezcla una personalidad dueña de una puntería estética que a su vez es: “Mordaz, descreída, hiriente, y envidiosa”. Estas cualidades -que señala certeramente Carlos Yusti, en un artículo que le dedica al humorista e intelectual. ¿Podrá existir un divorcio entre estas dos condiciones?-, quizá solo sean comunes en un creador latinoamericano, por aquello de nuestro afecto por los encantamientos de serpientes, los retruécanos discursivos a lo Cantinflas, y las diluvianas lluvias de Macondo.

Pero no es así, el “mal” del humor es ecuménico porque la buena fortuna o los genes quisieron que la minúscula particula que es el mundo íntimo de un hombre sea el infinito universo de todos los hombres, como lo formulará Jorge Luis Borges en su homérica ceguera. El hombre es pues, previsible en sus actos de vida, recurrente en sus pasiones, dado a la traición, al crimen, a la caridad, y a la acumulación de poder, dinero, y conocimiento. Lo único que le salva de esta dictadura ontológica es el humor. Por eso las fronteras políticas que se le han impuesto no impiden que en los momentos críticos salga a relucir la chispa zaheríente del chascarrillo irónico, la burla, y la sátira; especialmente si a quien se le dirige es al poder; sádicamente si a quien se la destina es al él mismo, porque nadie mejor para burlarse de sus circunstancias que el hombre.

Ahora, donde mejor se comprueba el aserto descrito arriba es cuando en lugar de humor lo que se cultiva es la perdida del sentido del ridículo. Aquí, entonces, lo dramático -que se expresa a través del dolor y el miedo o, peor aún, a través de la lástima- ocupa el lugar de la risa, y las lágrimas -así sean de cocodrilo- desplazan la reflexión. Por ejemplo, hay quienes, en estos días, les da por repartir laureles a la derrota, medallas a la pobreza, títulos heráldicos a vicios de matorral, y diminutivos a lo que debería estar guarnecido por la majestad. De allí que, burla burlando, lo humorístico pasa a ser cómico, y lo cómico deja de serlo y se convierte en gesto patético y relumbrón.

Cuando así sucede, y por desgracia pareciera que en el país se ha desatado una epidemia de este tipo, lo que recomienda el sentido común es curarse en salud y desconfiar del gesto grandilocuente. Si tomamos la medicina prescrita, del sombrero de chistera no saltará aburridamente un conejo, como bendice la tradición, sino que en su lugar se nos presentará un sapo inflamado de gracia que nos hará reír por un buen rato.

La medicina, que en este caso no es amarga, nos permitirá escurrir el bulto de sufrir la pena ajena a la que tan aficionados se muestran algunos de nuestros maromeros, que hacen de políticos. Tómese pues la prescripción en serio y sométase “obedientemente” a sus dictámenes. Luego, espere que la cuerda floja reviente, que el mago fracase en su intento de escapar al nudo de las cuerdas, que el león desdeñe al látigo, y que el payaso abandone la máscara y se descubra en su estatura humana. Si no lo hace puede que le suceda como al personaje del cuento Es peligroso exagerar, del ruso Antón Chéjoc, que tuvo la desgracia de, en una función teatral, estornudarle en la calva a su jefe y enjabonarle de saliva parte del impoluto traje que llevaba para ese momento. El hecho, que pudo pasar al olvido con un sonrojo y una disculpa, se eternizó por la desmesura mostrada por el funcionario a la hora de presentar su pena ante el jefe. Le faltó humor, exageró. No le suceda a usted lo mismo, no exagere.

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