Opinión Nacional

Economía para sacerdores 2

Ahora que hemos visto el tema de la escasez, estamos en condiciones de ver la famosa cuestión de la división del trabajo.

Hay un interesante texto de Santo Tomás al respecto, al cual vamos a citar precisamente porque no era economista y nos puede dar una perspectiva más universal de la cuestión[1][1]. Cuando está justificando la naturaleza social del hombre, dice: “…El hombre es por naturaleza un animal político o social; cosa que ciertamente se pone de manifiesto en que un sólo hombre no se bastaría a sí mismo, si viviese solo…”. Como vemos, hay allí una noción básica de que la autarquía (la no relación con el otro) incrementa el problema de la escasez, que es tenida en cuenta por Santo Tomás en el párrafo siguiente: “… en razón de que la naturaleza en muy pocas cosas ha provisto al hombre suficientemente…”. Como decíamos la vez pasada, “la naturaleza” alude seguramente a la naturaleza física creada por Dios, y que como tal es buena, pero que, en relación al ser humano y después del pecado original, “…en muy pocas cosas ha provisto al hombre suficientemente…”. Y concluye: “…dándole una razón por la cual pueda procurarse las cosas necesarias para la vida, como ser el alimento, el vestido y otras semejantes, para obrar todas las cuales no basta un solo hombre; por lo cual ha sido naturalmente dispuesto que el hombre viva en sociedad”. Observemos: “…para obrar todas las cuales no basta un solo hombre”, esto es, hace falta una división del trabajo. “Por lo cual ha sido naturalmente dispuesto…”… ¿Por quién? Por Dios, obviamente… “…que el hombre viva en sociedad”. Esto es, la sociabilidad del hombre está en estrecha relación (aunque no solamente) con su indigencia, con la situación de escasez a la que queda expuesto después del pecado original, donde entonces la cooperación de unos con otros, “para conseguir las cosas indispensables para la vida” se hace indispensable.

Por supuesto, en muchas sociedades animales hay también división del trabajo. Por supuesto, en una sociedad animal cada individuo se reduce a su rol en el grupo, mientras que en una sociedad humana cada ser humano tiene dignidad natural y derechos y deberes anteriores y superiores a la arbitrariedad del grupo, pero cuando son respetados forman parte esencial del bien común. Pero además, el ser humano, al tener una inteligencia y voluntad libre, heridas pero no destruidas después del pecado, es capaz de advertir las ventajas de esa cooperación social y actuar en consecuencia, aunque, precisamente por el pecado original, su intelecto se nubla y su voluntad se deja arrastrar por el odio y sobreviene la guerra, donde las posibilidades de la división del trabajo disminuyen. Cabe aclarar, desde luego, que la guerra puede venir no necesariamente por el odio, sino por no haber advertido suficientemente las ventajas de la división del trabajo como medio para minimizar la escasez, y por ende, como decíamos la vez pasada, dos santos pueden morir santamente ante la escasez, pero no será el caso general, donde si no se ha pre-visto y pro-visto lo suficiente (más adelante vamos a ver la relación entre pre-ver y pro-veer) las personas medianamente tranquilas se convierten en sumamente bélicas. Y cabe agregar, también, que en culturas donde se exaltan las virtudes de los guerreros, es hora que el cristianismo resalte las virtudes del trabajo y la división del trabajo, para cuyo mantenimiento en paz se necesita mucha valentía.

Por supuesto, cuando las personas advierten las ventajas de la división del trabajo, no lo hacen necesariamente por la Gracia de Dios o por su santidad. Su inteligencia y su voluntad, heridas pero no destruidas, pueden advertir las ventajas de la división del trabajo y no de la guerra, no por un altruismo total, sino por sencillas relaciones de vecindad donde la división del trabajo y la cooperación con el otro tienen conveniencia mutua. Ello es totalmente compatible con la santidad, pero también con la NO santidad, lo cual también es tenido en cuenta por Santo Tomás: “…la ley humana se establece para una multitud de hombres, la mayor parte de los cuales no son perfectos en la virtud…” (I-II, Q. 96 a. 2c). O sea que si un feligrés se lleva bien con el almacenero no solamente por buen corazón sino porque también sabe que el almacenero lo puede sacar del paso en algún momento, y viceversa, ello, después del pecado original, no sacará el premio a la mejor intención, pero no está nada mal, ¿no? Evita la guerra y permite la convivencia…

Por supuesto, estamos planteando las cosas de modo muy general. Por formación de hermenéutica de las sagradas escrituras sabemos que las culturas implican cuestiones siempre diferentes, pero no por ello es imposible cierta generalidad que tiene que ver con lo que santo Tomás llamaría el conocimiento de las esencias de las cosas, que ahora aplicamos al plano social.

Si en la parroquia el sacerdote prepara la homilía y un laico se la pasa en computadora y la imprime, eso se llama ventaja comparativa absoluta por parte de cada uno. Seguramente el sacerdote tiene muy poca productividad con la informática (por motivos diversos) y seguramente el laico no está tan preparado en preparar y predicar la homilía (puede ser exactamente al revés, J, pero sería raro). En ese caso la división del trabajo entre uno y otro, para lograr un mejor resultado conjunto (mayor productividad), es obvia.

Pero puede ser que el sacerdote sea igualmente capaz de preparar la homilía como de preparar la guía para la Misa del Domingo, pero deja esto último a un laico experimentado. Eso se llama ventaja comparativa relativa: aún en el caso de que uno sea capaz de realizar varias tareas, la productividad conjunta será mayor si aún en ese caso se dividen las tareas. Esto, tan sencillo para la vida cotidiana, es verdad para todo tipo de intercambios entre personas y entre naciones, pero veremos las dificultades adicionales de ello más adelante.

Hasta ahora, sin embargo, ha estado implícito un tema central: el comercio. La división del trabajo implica que nos sobra aquello que somos naturalmente aptos para producir, mientras nos falta aquello donde tenemos menor productividad. Valoramos entonces más aquello que nos falta, aumenta nuestra demanda de ello y viceversa, y el consiguiente intercambio es la forma racional de minimizar la escasez. Sin embargo, todo esto implica introducirnos en los temas de oferta, demanda, precio, valor de los bienes, etc., que iremos viendo en entregas posteriores. Por ahora observemos que el comercio, el intercambio de bienes y servicios, que da como origen al mercado, es una actividad humana esencial después del pecado original. Los animales no necesitan al mercado, ni Dios tampoco. Y es algo esencialmente bueno, porque todo lo esencialmente humano es bueno, dado que la naturaleza humana y su dimensión social han sido así creadas por Dios. Claro, y lo decimos una vez más, lo malo fue el pecado original, pero no la esencial división del trabajo y mercado como salida pacífica, y no guerrera, al problema de la escasez. Claro que el mercado puede tener problemas morales, pero también el matrimonio o la política, actividades que igualmente, consideramos buenas en sí mismas aunque afectadas por el corazón del hombre después de la caída. Claro, sólo una de ellas fue elevada a sacramento, el matrimonio.

Pero con esto queremos decir que, por más que las formas históricas cambien, el mercado como tal no es fruto de la codicia, o un pecaminoso capitalismo, o “los mercados” de los que tanto se hablan, sino una actividad humana natural y esencial para minimizar el problema de la escasez. Así hay que verla para poder luego dimensionar sus problemas morales y pastorales. Pero si partimos de una visión negativa a priori del mercado, haremos lo mismo que los cátaros en el s. XII, con una visión maniquea del matrimonio, ahora superada. No hagamos lo mismo ahora con el mercado.

Finalmente, por hoy, la división del trabajo implica división del conocimiento. Después del pecado original, no se trata simplemente de enfrentarnos con una naturaleza física que es insuficiente para lo humano: lo que es fundamentalmente insuficiente es nuestro conocimiento. Pero ello no sólo por defecto, sino por naturaleza: ya no estamos en situación de naturaleza elevada, sino caída y expuestos también a los límites de una “naturaleza pura” que como modelo de análisis nos puede servir: la inteligencia humana no sólo es defectuosa por el pecado sino que además en sí misma es limitada, su modo de conocer es por pasos. Por lo tanto, cuando dos personas se encuentran en una situación potencial de intercambio, lo que cada una sabe o supone o espera respecto de la otra es limitado, y se mueve además en un contexto de error e incertidumbre. Cómo reducir esa incertidumbre, cómo acercar expectativas diferentes, es fundamental para minimizar la escasez, y es clave para la economía como ciencia. ´


[1][1] En la Contra Gentiles, libro III, cap. 85.

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