El 15-d y el porvenir de Chávez
El panorama sociopolítico venezolano luce sombrío e incierto, luego de los trágicos eventos recientemente acaecidos en el país. La pregunta que innumerables venezolanos se hacen ahora es: qué implicaciones tendrá la más terrible catástrofe natural que hemos experimentado en el rumbo de nuestra sociedad hacia el futuro? En gran medida, la respuesta a esa interrogante dependerá de lo que decida hacer Hugo Chávez, el caudillo que asomó por primera vez su rostro en la historia de Venezuela en febrero de 1992, y que desde entonces ocupa lugar protagónico en su convulsionado desarrollo.
A mi modo de ver, el día 15 de diciembre de 1999 ha marcado un punto de inflexión en el curso de nuestro proceso sociopolítico. Lo creo así fundamentalmente porque el impacto de la catástrofe exige al gobierno de Hugo Chávez, como mínimo, reconsiderar su agenda hacia adelante y asumir definitivamente un camino. Hasta ese momento, cuando «la ira de los dioses» se desató sobre el país, la agenda chavista era primordialmente política, y se orientaba a establecer una nueva y consolidada hegemonía, cualesquiera fuesen los costos socioeconómicos de tal propósito. De hecho, ese día 15 de diciembre había sido destacado en el calendario del gobierno como una fecha muy especial, ya que significaba la concreción jurídica del plan hegemónico, a través de la sanción electoral a una nueva Constitución. Sin embargo, el zigzagueante sendero de la historia hizo que una fecha programada para celebrar, se convirtiese en episodio de inmenso dolor para una sociedad conmocionada por la magnitud de un inconcebible desastre.
Hasta ese momento, repito, Hugo Chávez venía avanzando con base en el empleo deliberado de un discurso agresivo y divisionista, que buscaba sin ambiguedades la exacerbación del odio de los sectores populares y marginalizados hacia otros grupos, instituciones y sectores sociales. Mediante su estrategia de confrontación, Chávez lograba ganar las batallas políticas, pero a la vez profundizaba la crisis económica del país, acentuando —paradójicamente— el empobrecimiento ya muy extendido de las mayorías.
Las cifras en tal sentido no dejan lugar a dudas: Durante los diez meses de gobierno chavista, el proceso de hundimiento de la economía venezolana no ha hecho otra cosa que agravarse. La inversión doméstica privada prácticamente ha desaparecido; tan sólo la inversión norteamericana —para hablar ahora de la inversión extranjera— cayó en 75% en 1999 en comparación con el año anterior; se habían perdido (antes del 15-D) 600.000 empleos, a los que hay que sumar posiblemente otros 200.000 (directos e indirectos) a raíz de la tragedia en los Estados Vargas, Miranda, y otras zonas; el PIB descendió 8%, y todo ello a pesar del importante aumento de los precios petroleros que ha tenido lugar los pasados meses.
Es evidente que, de prolongarse mucho más este camino de erosión socioeconómica, y aún sin tomar en cuenta las presiones adicionales sumadas por la catástrofe natural reciente, el año 2.000 se perfilaba con las más oscuras perspectivas para Venezuela, y era razonable esperar que semejante degradación también afectaría severamente la popularidad y estabilidad del gobierno chavista. Lo que llama la atención del asunto es que a Hugo Chávez no parecía interesarle esto. De hecho, la Constitución que hizo aprobar el 15-D es un recetario para la decadencia en materia económica y social. Se trata de un texto anti-capitalista, estatista, y claramente regresivo en materia económica, destinado a ahuyentar la inversión privada nacional y extranjera, acentuar los controles, atemorizar a los empresarios, hacer más rígido el mercado laboral, destruír más puestos de trabajo, y agrietar aun más severamente las arcas del Estado populista.
La tragedia del 15-D, no obstante, ha suministrado al gobierno la oportunidad de replantear prioridades y redefinir rumbos. Se trata de una debacle tan gigantesca, que inevitablemente obliga a repensar objetivos. Lo hará Chávez? Antes de abordar de frente esta interrogante, conviene considerar algunos efectos político-sicológicos de la tragedia, que sin duda ejercerán influencia en los tiempos por venir, y que introducen nuevos elementos en nuestra compleja ecuación política. Me refiero, por una parte, al hecho de que han sido precisamente aquellos adversarios a los que Hugo Chávez ha atacado y ofendido más duramente, los que se han crecido ante el país por su generosidad, solidaridad, y espíritu de unidad y colaboración con los sectores necesitados: La Iglesia, los medios de comunicación, el empresariado privado, la clase media en Caracas y otras regiones. Ello impone, en adelante, nuevos límites al ya casi absolutamente desbordado discurso divisionista del Presidente. Por otra parte, la catástrofe en Vargas y Miranda (entre otros sitios), su palpable horror, los centenares de miles de desplazados y damnificados, exigen del gobierno respuestas concretas e inmediatas, y colocan en el epicentro del escenario nacional, de manera palpable y evidente, las prioridades socioeconómicas que Chávez había abandonado en su búsqueda incansable de dominio político. Estos venezolanos, y muchos otros, van a demandar respuestas específicas del gobierno, y con rapidez dejarán de admitir el discurso sobre la culpabilidad de las cuatro décadas de puntofijismo en todos los males que les aquejan. En síntesis, la prédica divisionista y el perenne recurso a las «cúpulas podridas» han sufrido una merma significativa después del 15-D.
Qué hará, entonces, Chávez? Tiene en sus manos, básicamente, dos opciones: La primera consiste en «pisar el acelerador» y «huír hacia adelante», por el mismo camino de siempre, lo cual exige, de un lado, apresurar la toma de control político-hegemónico y de ese modo, adicionalmente, imponer una especie de «economía de guerra» sobre el país, reduciendo los riesgos que el desastroso impacto social de la misma puede tener sobre la estabilidad de su gobierno y la firmeza de su mando. La otra opción consiste en dar un viraje democrático-capitalista; abrirse al país y al mundo, implementar una política de reconciliación nacional, estimular activamente la inversión nacional y extranjera, formular grandes proyectos de reconstrucción con base a la iniciativa privada, y abandonar el dogmatismo izquierdizante que hasta el presente ha caracterizado su retórica (en política, las palabras son acciones), así como su práctica gubernamental.
Estoy plenamente convencido, muy a mi pesar, de que Chávez no concederá siquiera unos minutos de reflexión a la segunda opción, sino que se aferrará, cada día con mayor fuerza y compromiso, a su estrategia autoritaria en lo político y estatista-socializante en lo económico. A ello lo empujan sus instintos políticos, obviamente militaristas y autoritarios, sus convicciones ideológicas anti-capitalistas y anti-yankis, enmarcadas dentro del tradicional contexto de la izquierda latinoamericana, y sus resentimientos, de los que hace gala de manera perenne y sistemática. Se equivocan los que sostienen que Chávez es un líder «pragmático», si por tal cosa entienden la disposición a transformarse en una especie de Menem o Cardozo en vista de las circunstancias del orden internacional globalizador. Por el contrario, Chávez es un dirigente comprometido con un proyecto de izquierda, con visos marxistoides, aunque es lo suficientemente hábil para adelantarlo con fachada democrática y con base a constantes ajustes tácticos. Chávez es «pragmático» en lo que concierne al fortalecimiento de su poder político a largo plazo, sin para ello sacrificar, a corto y mediano plazo, lo fundamental de sus instintos, convicciones, y resentimientos.
Los síntomas que hemos observado en los días inmediatamente posteriores a la catástrofe del 15-D, empiezan a dibujar con trazos firmes el porvenir de Chávez: Ya algunos de sus más influyentes seguidores han comenzado a hablar acerca de la presunta necesidad de establecer en el país una «economía de guerra». Por otra parte, la Asamblea Nacional Constituyente, aprovechando el estado de «shock» que todavía impera en nuestra sociedad, y violentando la propia Constitución aprobada el 15-D (de acuerdo con la bien sustentada opinión de los constituyentistas de oposición Brewer-Carías, Francheschi, y Fermín), designó «a dedo» y en estrecha consulta con Hugo Chávez a un nuevo Tribunal Supremo de Justicia, a un nuevo Consejo Nacional Electoral, y a nuevos Procurador, Contralor, y Fiscal General de la República. Todos estos funcionarios pertenecen a la órbita política de Chávez y su Movimiento Quinta República, y si algo no les distingue es precisamente su «independencia». Last but not least, cabe añadir a lo ya mencionado la renuncia de Teodoro Petkoff —distinguido político y emblema del periodismo de oposición al gobierno chavista— a la dirección del vespertino «El Mundo», renuncia acaecida el día 21 de diciembre, y originada en las presiones y chantajes gubernamentales sobre la familia propietaria del periódico.
Todo esto conforma un patrón claro e inequívoco que perfila el camino a seguir por parte de Chávez: radicalizar su proyecto autoritario y socializante, con sus significativas implicaciones en materia internacional (que acá no hemos discutido), todo lo cual presagia para Venezuela un comienzo de milenio caracterizado por la intensificación de las pugnas políticas y las confrontaciones sociales, así como de la crisis económica. A su vez, todo ello se traducirá inexorablemente en el aún más acelerado empobrecimiento de una sociedad que, como bien apuntó hace unos meses Mario Vargas Llosa en un brillante artículo de prensa, pareciera haber decidido suicidarse.