Opinión Nacional

El cambio imprescindible

Para un observador situado en Asia central, el sol se levanta en Japón, Taiwán, Corea del Sur, Singapur, Hong Kong y Shangai. En más que en el sentido literal. El primero en desarrollarse, en dejar atrás la sociedad feudal y agrícola y empinarse como un modelo industrial fue Japón a fines del siglo XIX. Los otros siguieron este modelo desde mediados del siglo XX.

El gigante del sol naciente

Para 1865, año en que el imperio nipón se abre a la cultura y el comercio occidentales, la sociedad japonesa era similar a la medieval europea. Una aristocracia terrateniente y guerrera –los samurai- gobernaba al resto de la población, siervos de sus latifundios. Aquéllos dedicábanse a pelear unos con otros y vivían de acuerdo con un código similar al de la caballería andante. Teóricamente, la soberanía residía en el Mikado considerado una deidad, pero el verdadero poder lo ejercía el Chogún, el jefe del clan más poderoso. Aunque muy relacionado racial y culturalmente con los chinos, el japonés es distinto. Su jovialidad, viveza y gran adaptación le permitirán realizar, en medio siglo, la más grande revolución nacional que conozca la Historia. En el espacio de una generación, el Japón se transformará de un Estado medieval en uno occidental industrializado, sin abandonar sus tradiciones culturales.

La experiencia guerrera del samurai le hizo comprender la inutilidad de enfrentar el valor, la lanza y la espada al moderno armamento europeo y norteamericano. Un grupo de reformadores jóvenes, ardientemente nacionalistas, se dedicó a estudiar la manera en que Japón podría responder a la nueva amenaza. Pronto comprendieron que el primer paso debería ser el establecimiento de un poderoso gobierno central, que solidificara a la nación. Reconociendo las ventajas que en tal sentido emanaban de la institución real, se dedicaron a obtener la renuncia del Chogún y la restauración de los plenos poderes de la monarquía.

El nuevo soberano, Mutsujito, llamado ahora Emperador, declararía días más tarde: “Nos proponemos extraer todo lo mejor del mundo entero, con el fin de incrementar la prosperidad del imperio”. A través de decretos imperiales, comenzando en 1868, se efectuó una serie inmensa de reformas, en clara imitación de las introducidas en Prusia. En 1871, se abolió el feudalismo. La mayor parte de los nobles devolvió sus privilegios a la Corona, a cambio de pensiones y títulos a la manera europea; los que se rebelaron fueron aplastados sin misericordia (Quizás recuerden la película “El último samurai”). Se suprimió la servidumbre y se transformó al campesinado en propietarios de las tierras que cultivaban.

Más que los decretos imperiales, fue la transformación industrial la que cambiaría radicalmente la faz de la sociedad japonesa. Cientos de jóvenes fueron enviados a Europa y Estados Unidos, especialmente becados, con el propósito de obtener los conocimientos de la civilización occidental. Asimismo, distintas comisiones visitaron los diferentes países desarrollados, a fin de estudiar sus instituciones y recomendar su adopción, en caso de considerarlas convenientes. Como resultado de todo ello, tuvo lugar un rápido crecimiento industrial, aunque el país no contara con suficientes recursos naturales. El progreso de la marina mercante y de los ferrocarriles contribuiría notablemente a que en el período entre 1877 y 1913, el comercio exterior aumentara veintisiete veces. Los triunfos militares sobre China y Rusia, a principios del siglo XX, dieron testimonio del “milagro”.

El cambio imprescindible

Comparto la preocupación de numerosos venezolanos en torno al futuro del país. No creo en las cifras adulcoradas del INE (¿De Estadística o de Engaño?) Si al desempleo, 17 por ciento de la población laboral y el subempleo, rayano en el 50 por ciento, se añaden los empleados públicos, otro 17 por ciento, debemos concluir que sólo un 16 por ciento de la fuerza laboral se encuentra inmersa en el proceso de formación de riqueza. De este 16 por ciento, quizás 11 por ciento son empleados y obreros, quedando solamente 5 por ciento en el proceso verdadero de invertir.

Para que un país pueda considerarse desarrollado ha de tener un PIB per cápita de unos 20.000 dólares anuales, de acuerdo con la paridad de poder de compra. El de Venezuela en la actualidad ronda los 6.500 dólares. Debemos por lo tanto triplicarlo, manteniendo la población estática. Como eso sabemos que no es posible, debemos entonces cuadruplicarlo en el tiempo en que deberíamos triplicarlo. A un ritmo de crecimiento de 7 por ciento anual, tardaríamos 11 años en duplicar el PIB venezolano. Los precios petroleros actuales permiten este aumento. Para triplicarlo se requeriría un crecimiento del 10 por ciento anual.

El problema reside en la forma en que se hacen aquí las cosas. Basten unos ejemplos. Canadá cuenta con el mejor sistema del mundo en cuanto a seguridad social se refiere. El subsistema de salud le cuesta a Canadá 9,5 por ciento del PIB. Lo administra una fundación pública sin fines de lucro, pero los hospitales se manejan privadamente. La atención médica a los asegurados los paga la administradora a los hospitales de acuerdo con una tabla de gastos prenegociada. Aquí en Venezuela se va a proceder al revés. La administración del seguro, lo más fácil, es decir, recoger el dinero y pagar, se va a dejar en manos de administradoras privadas, que cobrarán un porcentaje de acuerdo con la cantidad que recolecten. Los hospitales, cuya administración es la más complicada y donde mayor desperdicio puede haber, continuarán públicos, con la complicación de que ahora serán estatales o municipales. Lo que se quiere es, pues, enriquecer a unos cuantos.

El Estado noruego es propietario del 51 por ciento de una empresa, Norsk Hydro, que se ocupa de la producción petrolera, la generación de electricidad, la fabricación de aluminio y la cría de salmón. ¿Por qué no podemos hacer lo mismo en nuestro país? ¡Ah, no! Aquí es imposible desnacionalizar ni siquiera una pequeña parte de PDVSA. Todo lo contrario. Ahora se procede a renacionalizar las petroleras de la faja del Orinoco.

En Austria, las empresas industriales públicas forman un “holding”. Lo componen la petrolera (refinación para uso doméstico), las fábricas de acero y aluminio, las empresas de agua y las eléctricas, incluyendo producción hidroeléctrica y transmisión y distribución. Aquí procedemos también al revés. Lo fácil, la distribución de la electricidad se le vende al sector privado, dejando lo costoso, la construcción de las grandes centrales en manos del Poder Público. Igual ocurre con el transporte urbano de personas. En todas partes es un monopolio municipal que incluye metro, tranvía y autobuses. Porque al igual que el agua y la electricidad son servicios públicos, y no grandes negociados. Aquí lo caro, el Metro, es público. Los buses urbanos son privados y subsidiados.

Sin libertad no se puede vivir y sin libertad económica resulta imposible desarrollarse. Pero, como dice otro amigo, Carlos Ball, libertad económica implica invención e innovación. Un sector privado que no inventa ni innova se transforma en parásito. Para que un Estado se desarrolle se requiere, además, un concierto en la planificación de las actividades de los sectores público y privado. Tal concierto necesita de continuidad administrativa. De ahí que sea tan importante la carrera para quienes se desempeñan en la administración pública, pues son esos funcionarios los que pueden asegurar aquella continuidad de objetivos y trabajo. Los políticos pasan, los funcionarios permanecen.

Santiago Ochoa Antich es diplomático de carrera, politólogo, periodista y miembro de Debate Ciudadano. Fue Embajador de Venezuela en Austria, Canadá, Jamaica, Paraguay, San Vicente y las Granadinas, El Salvador y Barbados.

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