Opinión Nacional

El cerebro político

En esta oportunidad no continuaré hablándoles de realidades numéricas, ni tendencias que concatenadas deberían servir, por sí solas, para visualizar la gigantesca granada económica sobre la que estamos montados. Una interrogante que reiteradamente me plantean lectores de mi blog cuando me los encuentro en distintos eventos sociales o políticos, es la siguiente: ¿Cómo es que, a pesar de la nefasta realidad que ya todo el mundo puede percibir, este gobierno sigue teniendo una base de apoyo tan relativamente alta? Al parecer, todos tenemos algún amigo o pariente cercano que se identifica con el chavismo y no logramos salir de nuestro asombro cuando, al retomar con ellos el tema del país, pensando a priori: ahora sí, seguro que ya habrá abierto los ojos ante esta apabullante caída por el precipicio; ya no me puede endilgar el epíteto de “nube negra” por lo que desdeñaba como oscuros pronósticos; ya dejaron de serlo para concretarse en cruda realidad, ¡pues no! Seguimos topándonos con una obstinada muralla de excusas, justificaciones y señalamiento de otros culpables que les permita evadir el reconocimiento del estruendoso fracaso de este régimen. Esto ocurre, aun cuando esos interlocutores nuestros sean tan víctimas como nosotros de todo el empeoramiento de nuestra calidad de vida. ¿Por qué?

Para intentar dar una explicación, no exhaustiva por supuesto, comenzaré por compartir con ustedes lo que dijo el gran filósofo Francis Bacon, por allá tan lejos como el año 1620. La traducción es mía: “La comprensión humana, una vez que se ha adoptado una opinión, busca con preponderancia los argumentos que la respalden. Y aun cuando existan en mayor número y peso evidencias y argumentos que puedan hallarse en el otro lado, aun así éstos se rechazan o menosprecian, de manera tal que en razón de la perniciosa predeterminación, la autoridad de su primera conclusión pueda permanecer inviolada”. Resulta que el cerebro no es tan racional después de todo, las emociones inciden fundamentalmente en la forma como percibimos realidades, tomamos decisiones y asumimos posiciones, incluyendo las políticas. Buena parte de nuestros procesos de razonamiento son inconscientes y controlados por las emociones, aunque luzca contradictorio el hecho que nos estemos refiriendo a procesos de “razonamiento”.

Hoy por hoy en Venezuela, opositores y oficialistas somos como dos especies viviendo en universos paralelos e incapaces de hablar el mismo lenguaje. Vemos y escuchamos las mismas evidencias y arribamos a conclusiones diametralmente opuestas. La tendencia a ver lo que queremos ver es un subproducto de la evolución de nuestros cerebros desde el surgimiento del hombre. Aceptamos o rechazamos ideas en función de las emociones que ellas invocan al interior de nuestros cerebros, mediante la activación o inhibición de redes asociativas que hemos venido construyendo a partir de las experiencias desde el mismo hecho de nacer (algunas, más elementales o instintivas, las heredamos de nuestros ancestros). Activamos las redes que nos generan emociones placenteras, inhibimos aquellas de las que se podrían derivar emociones que amenacen nuestro bienestar. Y esto ocurre al margen de nuestra conciencia.

Contrario a lo que presupone el frío modelo racional para la toma de decisiones, en política así como en la vida diaria, dos conjuntos de restricciones compiten por darle forma a nuestros juicios. Las cognitivas, relacionadas con la información que tenemos disponible, y las emocionales, asociadas a los sentimientos que se pueden generar de una u otra conclusión. La mayoría del tiempo, esta batalla por el control de nuestra mente se da en el inconsciente. La mayoría de las veces, las “razones emocionales” tienen un mayor poder predictor de nuestras decisiones. Los seres humanos tenemos la tendencia a evaluar aquellas evidencias que contradicen las creencias a las que estamos apegados, mucho más críticamente que las evidencias que están en sintonía con ellas.

Dice Drew Westen, en su interesante best seller “The Political Brain” (con un sugerente antetítulo “El rol de las emociones en decidir el destino de una nación”), que en ningún campo se confirma más esto que en el de los asuntos políticos. Dice además, muy importante apuntarlo, que las decisiones políticas motivadas por las emociones no son sólo características de los electores menos sofisticados o menos conocedores de la realidad, sino que en la medida que son políticamente más sofisticados: más capaces son de desarrollar complejas racionalizaciones para desechar la información en la cual ellos no quieren creer. El sentimiento de “Identificación Partidista” (partisanship) es un poderoso predictor de las decisiones de los electores. Pueden conseguir gran cantidad de estudios que confirman esto en el libro de Westen. Pero no tengo que ir tan lejos. En un estudio de opinión realizado en el estado Carabobo a finales del año pasado por mi estimado amigo Yvan Serra, se arriba exactamente a la misma conclusión. Recuerdo que al concluir una presentación privada de los resultados que él le hacía a varios miembros del “Tren”, yo me levanté y dije, coloquialmente: O sea, dime con quien te identificas y te diré cómo evalúas la situación del país. Los culpables de la grave crisis económica: los empresarios, los acaparadores, los bachaqueros, etc. ¿Y las desacertadísimas políticas económicas y la corrupción de este gobierno? ¡Muy bien, gracias!

El tema es bien complejo, como para pretender que se pueda despachar en las constreñidas líneas de un artículo. El hecho que las políticas incidan sobre los electores a través de las emociones que ellas engendran, es la razón por la cual sus valores y creencias puedan prevalecer por encima del interés propio al momento de votar. Pero, una buena noticia al final, esto tiene un límite: en tiempos extraordinarios, como por ejemplo la Gran Depresión en los Estados Unidos -cuando la gente no podía poner un bocado de comida sobre la mesa para sus hijos-, no toma mucho tiempo para que la gente transforme sus golpeados intereses básicos en las emociones que impongan un cambio, drástico de ser necesario.

 

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