Opinión Nacional

El chavismo y el subdesarrollo

-¿Qué busca, qué quiere esa parte del electorado que en Colombia votó masivamente por Álvaro Uribe? Pues buscan orden, seguridad personal, seguridad jurídica y empleo. La gente decente del país. La gente hastiada con este sistema eleccionario que no resuelve nada.

Eso dijo Tomás Ibarra al no más reunirse la Tertulia este sábado 1 de junio de 2002. Al no recibir respuesta, continuó:

-La democracia venezolana nació, como quien dice, con plomo en el ala. Primero, porque el candidato se escoge igual que un producto de consumo masivo. Visceralmente. Pues gran parte del electorado no cuenta con el grado de instrucción suficiente como para comprender las implicaciones de los distintos programas de gobierno. Para una campaña electoral de ese tipo se requieren muchos miles de millones en gastos de propaganda, movilizaciones, actos, lo cual, a su vez, necesita de inversionistas con el dinero suficiente para asumir tal gasto. Esto implica corrupción, pues no va a haber ningún altruista dispuesto a arriesgar esas sumas. Quien invierte lo hace pensando recibir cuantiosas ganancias.

-Pero hay otra forma de invertir en una campaña masiva. -replicó Beatriz Morrison-. Usando los resortes del poder, el ventajismo de quienes se encuentran en un momento dado en el gobierno. Eso también está tipificado como corrupción, pero no hay quien le ponga el cascabel al gato. Por lo tanto, en una sociedad pobre como la nuestra resulta imposible pensar, desde este punto de vista, en una democracia pulcra.

-Así es, querida Beatriz. -apuntó el catedrático de Derecho-. En los países desarrollados verdaderamente democráticos se limita la cantidad de dinero que puede contribuir una persona o una empresa a cada candidato. Se hace así, de manera que por esa cantidad no pueda venderse ningún candidato. Pero eso requiere de una sociedad rica, donde todos ganen lo suficiente y puedan ahorrar sumas importantes. Por otra parte, el uso del poder se ha reglamentado de tal forma que a los candidatos a reelegirse les resulte difícil obtener ventaja. Pero ello supone un poder judicial y policial realmente independiente que vigile al extremo.

El capitalismo de Estado

Ibarra hizo una pausa. Sorbió un trago de su marroncito y nos miró de uno en uno. Los contertulianos permanecimos callados. Finalmente, dijo:

-Los últimos tres años nos han mostrado claramente el modelo que al presidente Hugo Chávez le gusta. No es, como nos querían hacer creer algunos opositores, un modelo fascista ni tampoco comunista. Alguien lo convenció de que el modelo económico aplicado por el puntofijismo durante su permanencia de 40 años era el “neoliberalismo salvaje” tan en boga en Occidente desde que Margaret Thatcher y Ronald Reagan llegaran al poder en Gran Bretaña y Estados Unidos. La intención era clara. El modelo puntofijista de gobernar sería el culpable de la crisis, del desempleo, de la miseria. Chávez debía, por tanto, distanciarse de él, si quería obtener la preferencia mayoritaria del electorado. Ahora bien, si ese modelo puntofijista era, a su vez, neoliberal, Chávez no podía aplicar las políticas de libertad de mercado. Tampoco podía inclinarse al socialismo, pues la fractura de la Unión Soviética y la caída del muro de Berlín hacían patente el fracaso económico y político de ese sistema. ¿Cuál sería entonces esa Tercera Vía? Pues el capitalismo del Estado. Un Estado fuerte, centralizador, planificador, en estrecha colaboración con determinados sectores empresariales diz que nacionalistas. Un burdo engaño. Pues esas fueron precisamente las políticas económicas del puntofijismo que nos condujeron a la crisis actual. Pero Hugo Chávez lo aceptó, porque lo alejaba de los sacrificios que una revolución neoliberal implicaba, especialmente en lo que a popularidad se refiere. Pues su intención primaria era desarticular el entramado político de los partidos y, para ello, requería de una altísima credibilidad en los llamados sectores populares.

El meollo de la cuestión

-El problema de la América latina y, claro está, de Venezuela es que hemos aceptado un sistema político para el cual no estamos preparados. -continuó Ibarra-. La democracia no es solamente un sistema eleccionario en el cual se respete la voluntad de la mayoría. La democracia es, ante todo, un sistema de respeto a la ley, un Estado de derecho. La democracia no es otra cosa que el sistema político de la grande o pequeña burguesía interesada en terminar con el abuso y la arbitrariedad, y emprender el camino del desarrollo, a través de un sistema de libertad de mercado. La democracia no puede existir en una sociedad en la cual la vasta mayoría carece del conocimiento para entender la ley y de la educación para aplicarla.

-Pero entonces, Tomás, -señaló el almirante Gustavo Tellería-, para que Venezuela pueda tener una verdadera democracia se requiere un cambio sustancial. Ese cambio no puede ser evolutivo, porque todos los resortes del poder se encuentran en manos de quienes desean eternizar un sistema que impide la consecución del desarrollo. Los veinte amos del valle originales se han multiplicado. Sin embargo, su forma de pensar y de hacer continúa siendo la misma. Ni siquiera la Guipuzcoana con el apoyo de la monarquía española pudo derrotarlos. Valiéndose del iluso Juan Francisco de León detuvieron la revolución agrícola que comenzaba a despuntar y la provincia continuó atada a la dependencia del cacao y el café. Hoy pretenden oponerse al neoliberalismo y la globalización. Su egoísmo no les permite ver más allá de sus narices. Al igual que en Colombia parecen preferir la guerra civil a una revolución burguesa, porque ésta significaría el fin de sus privilegios y de su monopolio. ¡No será!

Un amigo en tres tiempos

-Saben, hoy quiero hacer un paréntesis. -les dije a mis amigos-. Porque me parece significativo que, entre tanta diatriba como la actual, nos haya dejado finalmente quien quizás superó el estilo vitriólico de Juan Vicente González.

-Conocí a Alfredo Tarre Murzi -les dije, luego de una pausa-, durante una visita a papá, detenido político en la Cárcel Modelo de Caracas. Un régimen sectario, muy parecido al actual, los había forzado al camino de la conspiración. Había nacido aquel gobiernillo de un cuartelazo producto de intereses antinacionales opuestos a quien, aprovechando la coyuntura de la Guerra Mundial, había puesto en vigor la Ley de Hidrocarburos que permitía al Estado dividir a partes iguales las ganancias de las concesionarias.

Lo volví a ver cuatro años más tarde, cuando consumado el asesinato del coronel Carlos Delgado, ya se nos venía encima la dictadura. Pocos amigos de papá nos visitaban, porque un agente de la temida Seguridad Nacional nos vigilaba y, claro, sólo unos cuantos se arriesgaban. Una tarde recogió una carta de mi padre para al dictador y la llevó a las imprentas de Resistencia, el periódico clandestino de Acción Democrática. La carta le costó a papá dos años de cárcel, primero en la Receptoría de El Obispo y, más tarde, en el calabozo más seguro de la Penitenciaría General de San Juan de los Morros y muchos meses de encierro sin comunicación con la familia. Tarre también daría con sus huesos en la cárcel.

En 1989, cuando sectores mezquinos de la Cancillería pretendieron detener mi nombramiento como embajador en Canadá, luego de veintitantos años en el Servicio Exterior, al cual había ingresado desde el último peldaño y ascendido todo el escalafón, Tarre me defendió en el Senado aduciendo mi capacidad y honradez. Era un amigo consecuente y un enemigo temible.

Santiago Ochoa Antich es diplomático de carrera y periodista. Fue Embajador de Venezuela en Austria, Canadá, Jamaica, Paraguay, San Vicente y las Granadinas, El Salvador y Barbados.
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