Opinión Nacional

El circo debe continuar

¿Alguien se imagina a Luis XIV mostrando sus mechas deshilachadas y dándoselas de Rey Sol? Sólo la reina, si acaso, sabía la verdad de su milanesa. Razón por la cual solía plantarle soberanos cachos. ¿Qué Rey puede ser Rey con el cráneo mondo y lirondo?

 

            Hubo época de pelucas altisonantes, resplandecientes y mayestáticas. El rey podía despreocuparse de los pesares de la alopecia. Si la tiña, la edad o una enfermedad de su real epidermis lo dejaba varado mondo y lirondo, cual desventurada calavera,  poco importaba. Contaba a su haber con sendas pelucas para diversas ocasiones. ¿Alguien se imagina a Luis XIV mostrando sus hilachas y dándoselas de Rey Sol? Sólo la reina, si acaso, sabía la verdad de la milanesa. Razón por la cual solía plantarle soberanos cachos. ¿Qué Rey puede ser Rey con el cráneo al desnudo?

            Los sombreros vinieron a resolverle el problema a los soberanos del siglo XIX que abandonaron pelucas, polvos y pinturas de labios para vestir pantalón y chaqueta. Y la pasión por la verdad terminó por arrasar incluso con el temor a verse con la cabeza como lisa y marmórea bola de billar. Churchill fue un calvo honorabilísimo. Y no era un asunto político. Hitler ciertamente, tenía escasos dos dedos de frente y además se tapaba su abundante pelambre de sargento austriaco de un solo cachetazo. Pero Mussolini, il Duce, se afeitaba la cabeza todas las mañanas, para lucir su cráneo imperial y soberbio, de toro romano.

            Ha habido pelones sabios e ilustrísimos: Sócrates, por ejemplo. Un gordito con cara de cerdo entumecido pero que abrió las compuertas a la filosofía. Julio César era calvísimo. Y además de Mussolini, también lo era Francisco Franco, caudillo por la Gracia de Dios.

            Pero hay una peladez humillante, imperiosa e intrusiva, que avergüenza a quienes la sufren. Es la de los reos, que antaño eran rapados para que pudieran ser fácilmente  reconocidos y evitar que volvieran a sus andanzas. Más humillante es la de los leprosos, a quienes amén de caérseles el pelo, se les cae la piel. Y últimamente ha surgido una pelambrera casi tan ominosa como la de la lepra. Es la que causa la quimioterapia en quienes se enfrentan al grave desafío de derrotar al cáncer.

            Chávez, que todo lo que toca lo convierte en espectáculo, no podía sobrellevar su supuesto cáncer con la discreción de los grandes.  Se ha cuidado de enseñar un récipe, una factura, un sencillo examen que le demostrara al país y a sus seguidores que lo del cáncer no es un invento del Satanás del Caribe. Pero no lo ha hecho: nadie, salvo Fidel Castro, sabe realmente de qué cáncer y en qué órgano lo padece, si es que lo padece. Es infinitamente más secreto que un secreto de Estado: es un secreto personalísimo del Caballo. Sólo él y nadie más que él está facultado a hablar del asunto en detalles, y como no lo ha hecho, pues nadie sabe a ciencia cierta de qué pata cojea el cáncer presidencial. Unos dicen que es de colon, otros de la vejiga, otros de la próstata y si bien todos se circunscriben a la zona pélvico abdominal, nadie osa jorungar el tumor ni adelantar certidumbres.

            No pasa lo mismo con las apariencias del cáncer. Chávez ha aprendido a actuar, a gesticular, a hablar, a suspirar, a añorar, a prometer y a divagar como si efectivamente tuviera cáncer. Y no uno cualquiera, sino un cáncer real. Digo: soberano y magisterial. Para despejar dudas, se rapa al cero, como se decía en nuestra infancia. Y no se quita los anteojos. Él, que aprendió el arte de aterrar, se estrena en el arte de despertar conmiseración. Y hasta cambia de lema, de colores, de exclamaciones. Con cáncer o sin cáncer, el Poder es el Poder. Como dicen los actores, the show goes on. El circo debe continuar.

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