Opinión Nacional

El coleccionista de momentos

Tuve un gato llamado Sancho que era la mar de receloso. Si por ejemplo una persona llegaba a casa y se estaba más de la cuenta hablando y compartiendo, sus leves ronroneos se transformaban en crecientes alaridos.

Sancho, que era un espécimen muy dado a escuchar lo que decían los demás, buscaba la mejor ubicación sobre un sofá desde el que contemplar el panorama. Cuando alguien se instalaba en la sala o en el comedor, corría al mullido mueble y se estaba pendiente de dimes y diretes.

Aquel gato sabía vivir la vida. No sé si tenía una, tres o siete, pero de lo que estoy seguro es de su afán por arrebatarles hasta la última gota de savia, es decir, era un maestro en el arte de agigantar todo lo disfrutable y al mismo tiempo muy hábil a la hora de minimizar efectos de lo inevitable.

En fin, que mi buen gato era horaciano por donde lo mirásemos. Echar una siesta, liarse a trompadas en plena madrugada por una minina, pensar encima del tejado, bostezar, huir de ciertos pantuflazos, disfrutar de una sardina, caminar a paso de pantera, afilarse las uñas con el forro de los muebles, lamerse el cuerpo como si en ello lo apostara todo o sencillamente espiar conversaciones, la verdad es que en eso, y en más, Sancho era el vivo retrato de lo que Horacio esgrimió como su afanosa búsqueda: Carpe diem (aprovecha el día).

Ni el valium, ni el lexotanil, mucho menos el prozac, ni siquiera una humilde valeriana llegó a probar ese animal tan sabio. Como para él vivir la vida significa exactamente eso, vivir la vida, entonces vivir la vida tenía que ver con aplicarle a los días una especie de camisa de fuerza: cada experiencia es algo así como la última, de modo que no valen distracciones. Había que entregarse y nada más.

Un gato dado a la filosofía no es que sea fácil de hallar, pero Sancho había escuchado hablar de los antiguos, o los había leído incluso, vaya usted a saber cómo y por qué, asunto que además no me hubiese sorprendido en lo absoluto. Supongo que de ahí aprendió sus cosas raras, de esas charlas en la sala de mi casa, que en ocasiones tocaban a griegos, a latinos y a modernos. Mi gato fue el único que trascendió teorías, constructos filosóficos que llenan cuartillas y cuartillas o reflexiones de salón al calor de una cena o de unos tragos. Mi gato bebió de las fuentes horacianas y todo ello fue a parar a su vida cotidiana. Nada menos.

Así como la gente se dedica a guardar monedas, cajas de fósforos o sellos de correo, Sancho llegó a coleccionar momentos. Y cada uno con la dosis justa de bostezos, ronroneos, maullidos o arañazos. Qué gato tan extraño, no se lo voy a negar, pero gato al fin (dicen que son completamente libres, cuestión que yo suscribo en todas sus palabras). Un día cualquiera se marchó. Entonces regresa cuando quiere, escudriña por ahí, bebe algo de leche, se echa en el sofá y otra vez se pierde por semanas. Vivirá sus experiencias, eso lo tengo por seguro. Quizás se fue a buscar otros momentos.

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