Opinión Nacional

El discurso chavista: una autodefinición

Los análisis morfológicos, semánticos o pragmáticos del discurso chavista —minas poco explotadas para una mejor hermenéutica de la intención y la acción del autócrata— no son lo que se dice una tarea fácil, comenzando por el “dónde meter la mano”, esto es, por lo que los técnicos llaman la “selección de una muestra significativa”.

Los dictadores y tiranos de nuestra época o no sabían expresarse o lo hicieron con discursos grandilocuentes e incisivos pero breves y por secuencias de slogans y consignas, como mejor conviene a quienes abusan del poder (pues vehiculan, cual mensaje subliminal, un “pocas palabras, mucha acción” ), guardando además su coherencia hasta con la gramática universal, que en todos los idiomas conocidos ha hecho del imperativo el modo más breve del verbo.

Luego, vino la verborrea castrista:
un inédito y extemporáneo intento de aplicar al discurso político las viejas retóricas de la persuasión, el adoctrinamiento, la seducción y hasta el encantamiento; un modelo —se pensó equivocadamente— irrepetible en esta apresurada época de mensajes verbales siempre más breves. No contaron los vaticinadores con la astucia de los cuarteles venezolanos que lograron secretar su 26º presidente en la persona de un teniente coronel muy autócrata y tan, pero tan hablador, que hasta su inspirador modelo fidelista luce, comparativamente, de trapense austeridad. Nuestros cálculos —basados en precisas cuentas llevadas por otros— arrojan una verborrea chavista de 38 minutos diarios como promedio, lo que da unas 3.705 palabras por día, o sea 10.818.000 en ocho años, las cuales necesitan no menos de 110.960 minutos, el equivalente de 1.849 horas, para ser pronunciadas; todo lo cual arroja un gran total de 231 días hablando de a 8 horas diarias, o 294 días hábiles, que son nueve meses y medio. (¿Qué escribiría y haría un Ignacio Ramonet —mínima reflexión marginal— si a Jacques Chirac le diera un ataque agudo de esa misma logorrea?). ¿De cuál matriz cultural haya podido salir tan patológica verbosidad?
De algún dejo jesuítico-castrense o borbónico-barroco, del más pedante y exhibicionista paternalismo latino, o de la radio-telenovela (el caso nacional suena a veces como un cruzado de “Papá lo sabe todo” con estilo Julián Pacheco)… Dejemos eso a los historiadores de las ideas y a los antropólogos culturales.

Subsiste pues, ante semejante océano de palabras, canciones, digresiones, citas, anuncios, auto-elogios, improperios, cartillas, refranes, silvas a la agricultura de la zona tórrida, groserías, consejos de vida, amenazas, explicaciones técnicas, expresiones de odio, folklore, comadreos y fuertes raciones de ideología, subsiste, decíamos, el problema de dar con la muestra significativa, con la afirmación relevante; un escollo contra el que se estrellan a menudo (pero se les comprende y perdona) los periodistas enviados por los medios a calarse sus cuatro o seis horas de Aló Presidente. Hay filones interesantes de exégesis: por ejemplo ciertas maniobras de distracción aprendidas en los manuales castrenses (caballito blanco, octava estrella) cuando las encuestas apuntan a que sus propios seguidores rechazan la cubanización del país, o la caza a sus premeditadas y facciosas omisiones (en diciembre pasó probablemente a ser el único presidente de la tierra que no deseó el feliz año a sus compatriotas; se lo harían notar y “reparó” el 8 de enero de 2006 con un saludo de… 28 palabras en las que sobraban siete), o el rastreo de sus actos fallidos, como el abominable raptus antisemita del 24 de diciembre pasado que enlodó decenios de enaltecedora tolerancia criolla. Y queda, por supuesto, el azar, el dar con una perla que ni siquiera se buscaba.

Este último es el caso de un pronunciamiento presidencial del 10 de noviembre 2005, el cual pasó casi desapercibido pese a contener la mejor aclaratoria a la fecha del credo político del autócrata. Fue en Miraflores, con ocasión de la firma de un convenio con Rusia, en presencia de Alexander Zhukov, viceprimer ministro de la Federación Rusa (pronunció 813 palabras) y de Hugo Chávez (pronunció 3.903, en el rango de su ración diaria). La variopinta búsqueda de adjetivos calificativos para definir la ideología del autócrata pudiera hasta darse por concluida una vez analizadas las transcripciones de aquel impromptu. Nuestro presidente y revolucionario del fin del mundo es, en lo hondo de su conciencia política, un bolchevique nostálgico de leninismo y estalinismo, sigue adoptando la revolución comunista como modelo universal de progreso, se cree llamado por el destino a tomar el relevo en Latinoamérica de los héroes de Odesa y Stalingrado, y su socialismo del siglo XXI pudiera ser alguna vaga palingenesia “buena” del soviet, teñido de cristiano/guevarismo.

Ante los asombrados miembros de la comitiva rusa que no sabían cómo esconder sus embarazosas sonrisitas frente a tan patética extemporaneidad, Chávez rindió un muy sentido y nada retórico homenaje a “todo el bien que le hizo al mundo la Unión Soviética sólo por existir” (¡sic!) , a “los motores que se encendieron en 1917 en la patria de los Soviets”, y al “inmenso aporte de la Revolución Rusa al mundo…”, expresando en dos oportunidades su dolor “por haber terminado lamentablemente la experiencia socialista soviética como terminó”. Tras recordar que “sólo las revoluciones, ningún movimiento evolutivo, permiten saltos cualitativos” informó a los boquiabiertos rusos que, por estar en Caracas “estaban en el epicentro de un torbellino” ya que “la Stalingrado de las ideas de hoy es América Latina, la cual será lo que Rusia no pudo ser”, puesto que algún día “todo esto explotará”. Para que no les quedara a sus interlocutores la menor duda acerca de quien era ahora el líder máximo de la revolución soviética, capítulo latino, nuestro presidente entonó un “delirio del Chimborazo” final sobre un “equilibrio del Universo” que se perfeccionaría estrechando al máximo las relaciones entre Moscú y Caracas.

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Nuestros cálculos —basados en precisas cuentas llevadas por otros— arrojan una verborrea chavista de 38 minutos diarios como promedio, lo que da unas 3.705 palabras por día, o sea 10.818.000 en ocho años, las cuales necesitan no menos de 110.960 minutos, el equivalente de 1.849 horas, para ser pronunciadas; todo lo cual arroja un gran total de 231 días hablando de a 8 horas diarias, o 294 días hábiles, que son nueve meses y medio  

(*): Publicado en El Nacional. Reproducido con autorización del autor.

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