Opinión Nacional

El ejercicio del poder y la dignificación del quehacer político

¿Concentrar el poder político en las manos de un solo hombre… y utilizarlo para beneficio de un determinado grupo es digno del quehacer político..? Este es uno de los interrogantes que se plantean en el debate en torno al real papel que debe caracterizar la conducción social en función del progreso integral de los pueblos.

No han sido pocos los casos en los que el afán para lograr y detentar el poder ha sido considerado como el más patético modelo de la conducta política asumida por un individuo que –de modo enfermizo- no concibe la libertad ni la justicia (y mucho menos la tolerancia y el pluralismo) como valores básicos de la sociedad democrática. El ejercicio del poder bajo estos parámetros sirve para sostener la ambición desmedida que, por su naturaleza, niega toda posibilidad de avance social bajo la égida de la libertad. Para esta actitud el quehacer político se cobija bajo el culto a la personalidad autocrática, escudo de la opresión y fomento del servilismo, a la par que soporte de un sistema que atenta contra la dignidad de la persona humana. Para este modo de ejercer el poder, la política no está al servicio del hombre, esto es, de la sociedad, luego es concebida como un instrumento de dominación en la que la justicia está ausente y sólo priva la voluntad y decisión del déspota; como secuela del sistema así establecido aparece la corte de adulantes, aprovechadores y serviles, únicos puntales de esa desviación en el quehacer político.

Desde otra modalidad, valga subrayar, en lo que atañe a nuestra accidentada historia, no han sido raros los casos de actitudes asumidas por algunos hombres que “han visto” en la detentación del poder político el medio más expedito para hacer fortuna y lucrarse en desmedro de los supremos intereses nacionales. En ese empeño, han proliferado los “caudillos”, tiranuelos, gamonales y politicastros (de viejo y nuevo cuño), que han hecho del poder el centro de sus afanes exclusivistas y excluyentes orientando su actuar en función de la riqueza fácil sin parar mientes en el propósito de la Ley, la majestad de la justicia ni en los patrones de la moral. Prácticamente, haciendo un repaso en torno a los avatares del acontecer hispanoamericano, tal actitud se ha convertido si no en una “triste tradición”, por lo menos en la constante de lo que algunos “han entendido” por la política. En efecto, a la ciencia y arte de gobernar la han utilizado para satisfacer sus fines inconfesables caracterizados por el tránsito sobre un camino de corruptelas hasta llegar a límites insospechados en los piélagos de la podredumbre. Han entendido que el poder es el “único” objetivo de la acción política; su lucha ha sido sólo para hacerse del poder y darle primacía a los recursos que de él emanan en detrimento de las necesidades más sentidas del pueblo. Han colocado las ansias relacionadas con el ejercicio del poder como las “más importantes” actividades para desconocer la persona humana en su integridad y, consiguientemente, atentar contra la dignidad que le es inmanente.

El pueblo siempre ha sido el objeto de engaño y fraude por parte de esta ralea de usufructuarios del poder. No han sido pocas las oportunidades en las que los “líderes” de esta estirpe exponen mensaje de “redención”, en medio de un lenguaje edulcorado y caracterizado por innumerables promesas; por ello, en lamentables circunstancias se alzan con una buena parte del apoyo popular. El pueblo les cree, los sigue y se queda extasiado como los espectadores ante el brillo de los fuegos artificiales y, por ello, no advierte que ese fulgor es –de por sí- efímero, dada su naturaleza y consistencia.

Los estudiosos de los fenómenos socio-políticos, al analizar tanto el talante asumido por ciertos “dirigentes” en el aspecto comentado como al observar el sentido de las actitudes del pueblo al respecto, tratan de ubicar en la esencia y condiciones que tales circunstancias describen, la razón de ser del grado de progreso social que pueden exhibir los países. Algunos estiman que esas realidades sólo son propias de los pueblos subdesarrollados en los que el atraso, la miseria y la incultura descuellan como elementos “normales” de su acontecer. Al respecto, hay quienes dudan de tal afirmación y se preguntan –por ejemplo- ¿Cómo fue posible que surgiera la locura de Hitler precisamente en Alemania, siendo que este país –para la época de la aparición del führer- era uno de los ejemplos de avance y desarrollo…? Por ello, se afirma que la especie de bribones y pseudoredentores en el ejercicio del poder no es específica de los pueblos subdesarrollados, si bien en éstos el caldo de cultivo para su “proceso” y surgimiento pueda ser estimado como el más adecuado. En este sentido, se señala que los desafueros, atropellos, errores e inconsecuencias debidas a la desviada actuación política de las llamadas “clases de la dirigencia tradicional”, así como los vicios estimados como producto de la demagogia y la corrupción en el manejo de los asuntos públicos, también ocasionados por los pseudos-líderes, son las causas más notorias de la presencia del justo descontento popular, motivo –a su vez- de la irrupción del populismo salvaje, fenómeno que da pie a circunstancias favorables para la concentración del poder y proclives para acciones conculcadoras de los Derechos Humanos, el desconocimiento de las libertades públicas y la ausencia gradual y progresiva del Estado de Derecho, pilares de la democracia.

Desde otra vertiente de la observación analítica sobre el particular, algunos opinan que el surgimiento de este tipo de “conductores políticos”, si se quiere, se debe a que los pueblos, a la hora de sus decisiones (en concreto, las referidas a la escogencia de sus gobernantes) nunca se equivocan; pero esta aseveración no tiene asidero consistente, no refleja con certeza el verdadero sentimiento popular; si se acepta, entonces tendríamos que concluir que siempre –en todas las circunstancias de tiempo y lugar- el pueblo ha decidido correctamente y, por tanto, no hay lugar para quejarse u objetar los signos negativos que han caracterizado y definen muchas experiencias gubernativas de este tipo; o que las rémoras sociales (en especial las causadas por la acción de déspotas o tiranos) son algo “natural y lógico” en el funcionamiento del todo social.

Otros consideran que no ha faltado la manipulación de las conciencias como recurso para “dirigir al pueblo” en la “elección” de tal o cual candidato, precisamente en un “juego” en el que los elementos publicitarios y el “manejo interesado” de los medios de comunicación social, pueden –de uno u otro modo- inclinar la balanza a la hora de la escogencia. A ello se agrega la manipulación y burla de que son objeto la Constitución y las leyes: se las exhibe a cada rato como “soportes” de los desmanes en el ejercicio del poder y son colocadas al servicio del régimen autocrático para asignar un “ropaje de apariencia jurídica” al cúmulo de extravíos y atropellos en los que incurre el régimen. En tales propósitos, en otros casos, no se puede soslayar la injerencia de algunos sectores económicos que “ven la posibilidad” de aumentar sus ganancias y asegurar su lucro e influencia al poner sus recursos e intereses para aupar el ascenso al poder de cualquier nuevo ambicioso que se les presente. Así mismo, en tales circunstancias, no deben dejarse de lado los procesos “definitorios” y amañados en torno a las encuestas previas, así como los consabidos casos de “control maestro” de los órganos de dirección electoral; todo lo cual confluye en la determinación de fraudes y atentados concebidos –aun desde la cúpulas del gobierno- con la sola intención de ahogar el genuino sentido de la voluntad popular; y, de este modo, allanar de mejor manera el camino para usufructuar el poder sin traba alguna.

El poder político es la suprema potestad rectora y coactiva del Estado. Es un elemento del Estado. Evidentemente, no se concibe la existencia del Estado, como superior estructura de la sociedad, sin la presencia del poder; al igual que el territorio (elemento material físico) y la población (elemento humano); a lo cual se agrega el ordenamiento jurídico concebido con base en la Constitución Política como norma básica y fundamental para orientar la acción y funcionamiento del Estado en general, organizarlo y –con ello- establecer las bases firmes para garantizar el respeto de los Derechos y garantías de los ciudadanos. Vale decir, la función del poder político es de especialísima importancia en las tareas inherentes a la ordenación de la vida social. Pero, el poder no constituye de por sí la esencia del quehacer político. Ni el Estado mismo, como suprema organización de la sociedad, es lo fundamental del actuar político. Tanto el poder como el Estado son instrumentos para el logro del Bien Común (y, por consiguiente, de la Justicia Social).

Valga significar: el quehacer político no radica solo en la lucha por el poder político, lograrlo y detentarlo. Actuar únicamente en función del poder por el poder mismo constituye una visión muy estrecha de la acción socio-política. Cuando se obra sólo en función del poder, se corre el riesgo de confundir su esencia y finalidad. En tal circunstancia se le hace mucho más fácil al detentador del poder asumir posiciones, cada vez más acentuadas, tendentes a concentrar mayor poder en su persona: lo quiere controlar todo y, por ello, no concibe que se le oponga otra persona o sector social, aun en ejercicio de las libertades públicas y las garantías democráticas. Otras veces, en ese predicamento, se desvirtúa el quehacer político, se hace indigno esencialmente por el flujo de atropellos, desafueros, persecuciones y atentados contra la disidencia. La facultad de obrar del gobernante, inclusive con base en la Ley, cuando se excede en el ejercicio del poder, llega a confundirse con el ejercicio de la fuerza bruta; y, por ello, deja de ser concebido el poder como efecto del ejercicio de un legítimo Derecho. Incluso, en algunos casos, se opera aquí lo que determinados analistas denominan el paso de un poder legítimo en su origen a la ilegitimidad del mismo por el errado desempeño de las funciones que le son inherentes. En estos casos, se da paso a la concentración del poder en grado de gran riesgo propio de los regímenes autocráticos y totalitarios. Recuérdese los casos de Hitler, Mussolini, Stalin y toda la cohorte de seguidores e imitadores de sus sistemas y estilos. En tales regímenes, el poder político es ejercido en contra de la genuina voluntad mayoritaria del pueblo; y en los mismos o no hay elecciones realmente transparentes y pulcras (carentes de todo asomo de fraude o manipulación), o simplemente no hay lugar para ningún tipo de consulta popular a lo largo de todo el tiempo en el que el tirano ocupe el poder de modo omnímodo y sin la presencia de ningún tipo de control por parte de la opinión pública, ya que se recurre al expediente de ir cercenando –de modo gradual- el libre ejercicio de la libertad de expresión. Asimismo, en estos casos la concentración del poder político es tal que se plantean los recursos mediante los cuales los poderes públicos, sin excepción, van siendo puestos al servicio del gobernante y, las más de las veces, en tales circunstancias, sólo se advierte un remedo de apariencia institucional. Lo mismo ocurre con el intento para someter sectores tan importantes para la vida integral de la Nación como las organizaciones sindicales y gremiales; los centros universitarios, las corporaciones científicas, etc. Es que –en la formación y vigencia de un régimen autocrático- no se concibe la libre discrepancia de opiniones ni la expresión de la disidencia política y social.

Lo fundamental del quehacer político reclama de una acción social mucho más amplia que la mera actuación en función del poder político. Es una exigencia a favor de los intereses del pueblo en sentido general; es una labor de apostolado que reivindica la acción firme y decidida en contra de la injerencia de toda forma de opresión. El norte de la dignificación del quehacer político está ubicado en las causas más nobles en función del progreso social en sentido amplio, no para complacer los apetitos e intereses de un solo individuo o sector de la sociedad. La dignificación del quehacer político pasa por luchar para ejercer el poder en pro de la edificación de una sociedad humanista y solidaria; y en ésta no hay cabida para ninguna tentación totalitaria.

*Abogado, Politólogo y Profesor universitario

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