El favor del Príncipe
Se rodea el Príncipe -esto lo establece, y practica con precisión de eternidad, Maquiavelo- de una caterva de aduladores que a todo le dicen: ¡Sí, eso es correcto doctor! Paniaguados que ante el atropello le recuerdan: no le pare mi muy señor mío; que ante lo accesorio y deleznable le susurran al oído un: ¡Qué bien! Usted es un genio; y ante la acción que se omite y ofende al prójimo, un: ¡Qué lástima! Si le hubiesen dado un tiempito.
El Príncipe así formado, ante las estupidez que no esconde otro atenuante que la idiotez congénita, aspira y obtiene, la mayoría de las veces, un: ¿Qué más se podía hacer? o un: No se preocupe otro día será. Y cuando se trata de las demostraciones de poder, un rotundo y elocuente: ¡Así se hace, para que aprenda! No venga ese señor con pendejadas de a locha, precede todos sus movimientos.
Aprobaciones, excusas, y coartadas -todas- construidas en astilleros donde la formaleta de la hipérbole sirve para calafatear infidencias, y donde la genuflexión se macera en la cubeta del halago desmedido para alejar cualquier atisbo de duda sobre quién manda a quién. La ecuación se cumple con regularidad solar; de manera que no deje lugar a dudas la fidelidad canina del recurrente y baboso oficiante del jalamecatismo. Porque de eso se trata; el chupamedia cumple labor a tiempo completo, a dedicación exclusiva. Su vocación es santa, su entrega piadosa y consecuente. Para él no hay jornadas de descanso. Y eso, por supuesto, complace al Príncipe.
Estadium perfecto para el desarrollo de esta competencia del andrajo espiritual, es la arena política o su alter ego, la fáustica e inabordable ley de las pasiones, y el ansia enfermiza de poder que ataca a los hombres de escasa monta moral y ética. Hombres que apuestan a los callos de sus rodillas, y a luenga -permítaseme el retruécano- estatura de la boca donde la lengua es altar y el pensamiento una joya fementida.
Aquí se preguntarán ustedes -como lo hago yo en este momento-, y ¿para dónde nos lleva este escribidor? ¿A qué tanta hiel? Pues no se asusten; continúen leyendo que algo queda. Así aconsejaba Kotepa Delgado, por tanto -para mí- la sugerencia es buena.
Sucede que en esto de escribir y decir hay temas e ideas que se imponen. Uno sencillamente les obedece, y va colocando el renglón donde lo exija el instinto y donde la razón imprima su lógica de abismo. Ambos, el instinto y la razón, son canallas que atropellan la buena siesta, y nos ganan enemistades donde debería conservarse, al menos, la cortesía fingida del saludo y el parabién donde no se apuesta y, por supuesto, donde no se pierde lo que no se da.
De manera que uno ve cómo se van construyendo liderazgos a precio de humillaciones, componendas, entregas, cálculos, e improvisaciones que denuncian la estratagema de la nada. Además, vemos cómo el sentido común da paso a la ramplonería soez para justificar lo injustificado, y cómo el discurso adquiere las características físicas de la plastilina, que hoy sirve para diseñar alpargatas y mañana para cortar planchadas camisas e insobornables sacos de casimir importado.
La dialéctica que se deriva de la historicidad política y cultural de la Venezuela post Gran Colombia, permite acusar como terreno fertilísimo los pasajes y paisajes que conducen al poder económico, político, y social de la nación. Toda nuestra historia ha sido abonada por el traspié y la negación. En ese ínterin han sobresalido los «picapleitos» de la lisonja, los masajeadotes de próstatas y los lamedores de úteros.
De éste lado y con ellos han estado los Príncipes; complacidos por el asentimiento, por la aprobación, por el ¡te la comiste¡
Quienes no se presten al aplauso entusiasta, les corresponde la pregunta que le hace el poder a Marlon Brando en la película Viva Zapata; ¿y, cómo te llamas tú? A lo que el bizco actor responde con la voz de la dignidad. En este punto se rompe el equilibrio, el Príncipe acusa el golpe. Pero esta es otra historia, otro espejo.