Opinión Nacional

El fracaso de Maduro

Desde que Nicolás Maduro entró en la escena pública como jefe de gobierno me ronda en la memoria la palabra vainón. Es una palabra que asocio a los mayores tachirenses seguramente porque la escuchaba cuando niño. «Qué vainón tan grande nos ha echado usted» se le decía a quien cometía un exabrupto. La busco en el DRAE y no la encuentro.

Pero en cambio ubico su origen en la palabra «vaina». Con dos acepciones particulares: la primera, que para el español de Nicaragua, Costa Rica y Venezuela, significa «contrariedad o molestia» y, la segunda, la acepción número ocho, que remite a «persona despreciable».

En las dos acepciones, lo sabemos ahora, Hugo Rafael Chávez, el hombre que se fue, le echó al país, y en particular al chavismo, un gran vainón.

Un triple vainón deberíamos decir. Primero, porque al haber acostumbrado a los miembros de su equipo a la cómoda posición de no tener que pensar, sino esperar sus órdenes, ahora al irse los ha dejado huérfanos y obligados, sin experiencia alguna, como si no hubiesen pasado 14 años de Gobierno, a aprender por su cuenta y riesgo, y en medio de una crisis de legitimidad, el difícil oficio de conducir un país.

Segundo, porque ahora que ya no está, sin sus artes de prestidigitador, se hace evidente que nos dejó un país destrozado y descosido, lleno de emociones hacia su memoria pero vacío de orden e institucionalidad, con una economía en caída libre que ocupa el cuarto lugar del ranking mundial de la inflación presidido por Siria, una inseguridad que se mide todos los días en decenas de homicidios, robos y secuestros, y una población políticamente polarizada, crispada y descreída.

Tercero, quizá el más grande de los tres vainones: haber designado como su sucesor en la Presidencia a un hombre, Nicolás Maduro, que en asunto de semanas ha dilapidado buena parte de su capital político y dado pruebas fehacientes de no estar preparado para ejercer el cargo que heredó.

Se trata de una verdadera tragedia cuyas consecuencias son aún impredecibles, pero todo hace pensar que serán graves para nuestro destino. Camuflado como estuvo por años en su papel de canciller de la República y bajo el manto protector del jefe único, el país no se había percatado de la clase de persona que se nos venía encima. Alguien que usa mal el idioma, que confunde ciudades con estados, telescopios con estetoscopios, se inventa historias delirantes y tiene el coraje de contarlas ante los medios, que en poco tiempo se ha convertido en objeto de burla preferido de una parte de la población y, sobre todo, que se inaugura en la Presidencia de la República no convocando al diálogo ni a la unidad nacional, sino tomando medidas autoritarias como un pichón de tirano.

A Maduro le va a corresponder, ya no queda duda alguna, la desagradable tarea de radicalizar el llamado «socialismo del siglo XXI» llevándolo del neoautoritarismo, que con tanto cuidado Hugo Chávez cultivó tratando de no pasar la raya amarilla, a un autoritarismo a secas, cuyos gestos más inmediatos son la prohibición del derecho a la manifestación y la protesta, el atropello impúdico a los diputados opositores democráticamente elegidos, el encarcelamiento de centenares de venezolanos que reclaman el recuento de los votos del domingo pasado, las amenazas explícitas a los canales de televisión que transmitan informaciones adversas y el anuncio de procesos legales y encarcelamiento contra el candidato Henrique Capriles y otros dirigentes de la Mesa de la Unidad Democrática.

Mientras Hugo Chávez estuvo con vida, aunque fuese mentira, Maduro no deslucía en extremo, pero apenas aquel entró en el panteón de la vida eterna, el verdadero rostro del heredero comenzó a hacerse visible. No hay nada peor que un hombre frágil tratando de parecer fuerte. O uno torpe presumiendo de diestro. No hay nada más triste que un hombre tratando de ser otro que realmente no es, intentando interpretar un personaje que le queda grande y ancho. No debe haber tortura más grande que vivir largos años bajo un nombre y una biografía particular y, de improviso, ser escogido, por obra y gracia de Hugo Rafael Chávez ­el «gigante», el «comandante presidente», el «jefe supremo de la revolución», el hombre de cuyas manos «brota lluvia de vida»­ para actuar como sucesor.

Debe ser una cosa agotadora, fatigante y perversa. Es esta la sensación que me ataca esta tarde calurosa de abril, cuando en la ciudad a la que quiero y donde vivo el olor de la sangre derramada por razones políticas vuelve a formar parte del aire que respiro.

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