Opinión Nacional

El Garrotazo

Una grave, una tenebrosa y siniestra enfermedad ha infestado a buena parte de la Nación. Semejante a una peste no deja rincón en que no insufle su pestilencia. Es la lepra de la canalla moral convertida en ideología política del garrotazo. Es la que permite y le da visos de legitimidad a los garrotazos. Detener esa epidemia es una obligación moral. Manos a la obra.

“La culpa no es del ciego…”

Lo cierto es que hay autócratas y dictadores, tribunos y revolucionarios cual más cual menos increíble que el otro. De Allende podrá decirse lo que se quiera, que era desde mujeriego hasta medio borrachín. Pedante y hasta un patiquín de la alta burguesía chilena. Pecados veniales en comparación con los que hoy padecemos en esta sufrida Venezuela. Nadie podrá acusarlo de haber sido un delirante, un farsante, un mentiroso, un bocón, un hablachento, un corrupto, un fiebrudo, un desaprensivo, un irresponsable, un diarreico mental. Fue, por el contrario, un tribuno con plena responsabilidad moral, que supo asumir las consecuencias de sus actos con una hombría y una virilidad envidiables. ¿Escudarse detrás de los faldones de un obispo para esquivar la muerte? ¡Por Dios! Cuando constató el abismo al que había conducido a su país, se pegó un tiro. Cuenta saldada.

De Castro es difícil hablar sin referirse a sus muchos pecados mortales: su homérica inescrupulosidad, su maldad infinita, su crueldad sin límites, su obstinado y criminal apego al Poder, su canallesca disposición a hundir en la ruina y la miseria a la que fuera una de las más florecientes naciones del Caribe. Aún así: imposible acusarlo de hipócrita, de embaucador, de ladronzuelo, de corrupto. El más despótico de los tiranos, es cierto. Pero según se entiende ni enriqueció a su familia, la primera en ser expropiada, ni permitió los descomunales estupros que culminan en fortunas despampanantes de padres, hermanos, compañeros, amigotes y guardaespaldas. No amparó estafas descomunales ni malversaciones gigantescas. Y hasta cuenta, por lo menos, con algunos logros. Se los reconocen hasta sus más enconados adversarios.

Tampoco Pinochet es de los trigos muy limpios. Traidor, felón, ladrón y asesino no le tembló la mano cuando firmaba sentencias de muerte. Infinitamente menos que Castro, pero tan asesinatos de Estado como los que terminaran con las vidas de Ochoa Sánchez y Tony de la Guardia, entre miles de cubanos fusilados en los ensangrentados paredones de la revolución. Y los otros miles devorados por los tiburones del Caribe. Pero Pinochet no pensó en otro engrandecimiento que en el de su país, no entregó su soberanía al primer asaltante de caminos de barba y quepis, no anduvo convenciendo al mundo que era un demócrata a punta de miles y miles de millones de dólares. Tuvo, cuando menos, la franqueza de reconocer por toda la calle del medio que era un dictador. Y punto. Y tras diecisiete años de dictadura permitió uno de los plebiscitos más limpios de la historia y así fuera a regañadientes le entregó el Poder a un civil. Allí quedó su obra. Es tan indiscutible, que sirve de base todavía hoy a la prosperidad de los sufridos chilenos.

Del Ché cabe decir lo que Ibsen Martínez fuera el primero en reconocer: un siniestro asesino en serie. Se cuentan por cientos y tal vez miles los fusilados bajo sus órdenes. Nadie, ni sus más acerbos enemigos dirán, empero, que alimentó la avaricia de sus hombres o que se choreó un dólar. Es más: fusiló a un pobre y hambriento guerrillero por haberse robado una lata de leche condensada. Y en lugar de atornillarse en el poder partió a hacer su revolución por los senderos de sus locuras. Murió en su ley, como un hombre.

Nada de todo esto es novedoso. ¿Por qué, si basta un gramo de cordura para deducir lo deducible, sigue habiendo millones de venezolanos dispuestos a respaldar los garrotazos? ¿Por qué hay licenciados, empresarios, académicos e incluso estudiantes universitarios formando cohortes de garroteros?

Una grave, una tenebrosa y siniestra enfermedad ha infestado a buena parte de la Nación. Semejante a una peste no deja rincón en que no insufle su pestilencia. Es la lepra de la canalla moral convertida en la ideología política del garrotazo. Es la que permite y le da visos de legitimidad a los garrotazos. Detener esa epidemia es una obligación moral. Manos a la obra.

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