Opinión Nacional

El Hombre de las Ratas

F escribía poemas en su ciudad natal, un pueblo donde era difícil ocultar secretos.

Un martes cualquiera, un joven apuesto cruzó la calle. El poeta le observaba desde su ventana.

No pudo arrancar los ojos de aquel forastero.

F sintió pulsaciones incontrolables, un fuego le quemaba los huesos incendiándole las entrañas, produciendo ardores que le corrompían el alma.

Sintió vergüenza, no lo podía admitir. Reprimió las emociones y se juró a sí mismo jamás volver a sentir aquel pecado.

Se refugió en lecturas, no muchas, su intelecto no era particularmente notable.

Le gustaba la idea de ser poeta, parecer sensible, angustiado por la vida, errante de sí mismo.

Leyó a Gabriela Mistral y a Walt Whitman, Antonio Machado y Jacinto Fombona.

Se paseaba por el pueblo con el pelo largo, chiva incipiente y pantalones brincapozos.

Fue a la universidad donde cursó Derecho, consideraba que era una carrera masculina.

Fantaseaba con ser abogado para enderezar lo torcido de su ser y castigar cualquier desviación que pudiere sentir en el futuro.

Al graduarse, tuvo una práctica modesta: asuntos laborales, hipotecas, divorcios y declaraciones patrimoniales.

Pasaban los años, su vida era una telaraña difusa, un moho existencial. F era una mentira.

La culpa reprimida alimentaba su neurosis, pensamientos circulares transformados en crueles obsesiones. No tenía paz.

Odiaba a los demás, los despreciaba. Aborrecía de sí mismo, pero lo disfrazaba.

Para el mundo exterior, F parecía un hombre ecuánime, simpático y bondadoso.

Su tono de voz, quizás un tanto delicado, siempre cuidadoso del verbo, era el maquillaje de su diabólico secreto.

Se codeaba con todos: políticos, periodistas y curas.

Con los hombres en sotana, F creía que se echaba palos. La cercanía con lo religioso le calmaba temporalmente las ansias, devolviéndole el decoro.

Todo en F era mediocre. Sus poemas reflejaban torpeza y mal gusto. Pero al igual que la suerte de las feas las bellas la desean, un día fue nombrado para un gran puesto en el Gobierno. Sería el representante de la moralidad nacional.

¡Qué irónico es el destino!
Toda su vida había logrado disfrazar la mentira, a veces con mucho esfuerzo. Un hombre perverso pareciendo honesto.

Ahora, cuando su puesto le obligaba representar oficialmente el concepto de honestidad, cuando más las necesitaba, sus defensas psíquicas le abandonaban.

La culpa lo traicionó, esta vez, públicamente.

Finalmente salió a la luz el ser que tanto le costó reprimir.

Frente a las cámaras de TV, en la radio, periódicos y revistas, en la Internet, el rostro de F era una mueca balbuceando disparates. De su boca salieron ratas.

La historia del caso estudiado por Freud era un calco de sus obsesiones.

Desde que vio al forastero en su pueblo, F tuvo pesadillas con las ratas.

A veces sentía placer con estos roedores. Alcanzando el clímax, el mismo F se convertía en rata. Cuando esto ocurría sufría amnesias.

Amnésico brotaba de él otra personalidad. Los psiquiatras ponían etiquetas a esta peculiaridad.

Pero F sabía que su mal no tenía remedio.

Hasta el día de su muerte, tendría que vivir como una rata.

Ese es su secreto… Ahora todos lo saben.

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