Opinión Nacional

El Informe del PNUD

En un libro fuera de serie por la claridad meridiana de sus ideas (Ética y ciudadanía. Caracas: Monteávila,1999), Fernando Savater advierte, palabras más palabras menos, que la democracia consiste en un sistema que no solamente funciona para establecer cosas, sino para superar aquellas ya establecidas. Ahí resalta, tengámoslo bien presente, el poder transformador, regenerativo, curativo, del modo de vida creado por los griegos.

El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) sacó a relucir hace muy poco un informe donde muestra que buena parte de los latinoamericanos estaría dispuesta a un trueque de lo más espeluznante: cambiar democracia por autoritarismo. La única condición para aceptar un trato semejante cabalgaría sobre el potro tan escurridizo para nosotros como el de una reducción drástica de la pobreza. Los resultados de ese informe, y más aún, lo que señala acerca de la realidad social en Latinoamérica, sin duda que ponen los pelos de punta.

Hay que hacerse la pregunta inesquivable: ¿Cómo es que el mejor sistema de convivencia inventado hasta ahora por la cultura Occidental corre peligro en estas sociedades ante formas de gobierno reñidas, por decir lo menos, con las libertades ciudadanas? ¿Por qué la mayoría de los latinoamericanos descree cada vez con más empuje de las bondades democráticas, al punto de aceptar embarcarse en aventuras de las que podrían saber cuándo comienzan, pero jamás cuándo terminan?.

Se me ocurre que la respuesta pasa por una generalización, que es la de nuestra muy mediocre educación política. A falta de pensar y ejercer lo político como un ejercicio que a todos compete (somos animales de la polis, dijo Aristóteles hace unos cuantos siglos) resulta más fácil, más cómodo, más rápido echar a un lado un bien (la democracia, claro) que requiere alimentarse, atesorarse, elaborarse y reelaborarse siempre en función de la praxis consuetudinaria. Entonces ocurre lo que nos aplasta las narices: llegamos a creer que lo político va de la epidermis para afuera, que no nos toca, que es asunto de esos corruptos enquistados en alcaldías, gobernaciones o curules, que si acaso lo rozamos terminaríamos contaminados, infectados, cuando todo lo contrario, es decir, la participación y el hecho de mojarnos los pies hasta donde podamos, es el camino menos tortuoso para alcanzar niveles sólidos de instituciones, poderes públicos, justicia, condiciones de existencia, y en fin, vida democrática.

Por supuesto, al tétrico paisaje anterior ayuda sin dudas el que los latinoamericanos ven en la miseria, el desempleo, la falta de oportunidades, la insalubridad, la inflación, el escaso poder adquisitivo de sus monedas y el pobre estado de derecho que cubre a nuestros países, como las materias pendientes que la democracia no ha logrado superar, achacándole buena parte de las culpas por la ruina generalizada y sintiéndola, al fin y al cabo, como una forma de convivencia que no ha estado a la altura de sus tareas. Se obvia alegremente que ella es sólo una ruta (la más efectiva concebida hasta el presente, repito) de quehacer político para acceder, si trabajamos duro en ello, a mayores niveles de desarrollo. Sobre esta situación se fragua lo que va conformando el rostro carcomido, desdentado, de una realidad que aparece en un informe como el del PNUD: gobiernos autoritarios pondrían freno a la desesperanza, al sufrimiento de la gente, pues una mano dura, sostenida sin mayores contrapesos en el garrote y en anacronismos de todos los pelajes, lograría al fin materializar promesas incumplidas por la democracia que tenemos. Para engordar semejante hipótesis, no faltaba más, pululan como moscas los iluminados, redentores, mesías o salvadores patrioteros listos para entrar en acción, sólo que, como lo indica la nunca bien ponderada experiencia en estas tierras, con exactitud de reloj suizo el medicamento termina siendo bastante peor que la enfermedad.

Una de las características más asombrosas de la democracia es que a partir de ella, desde sus mismísimas tripas, pueden intentarse y obtenerse transformaciones que ahorrarán sacrificios y sin duda mucha sangre a los pueblos. Ejemplos hay de sobra. El tejido democrático se parece mucho a nuestra piel: si resulta herida es capaz de autorrepararse, pero si resulta mortalmente herida quizás no haya demasiado por hacer. Total, que los gendarmes necesarios y demás justificadores del puño férreo sobran, más aún considerando el abanico de crímenes y tropelías que acaban por implantar desde el poder.

Si el trueque de libertad por autoritarismo es visto con buenos ojos, como una posibilidad nada execrable y sí atractiva para los ciudadanos, algo desprende un tufo pútrido en nuestras sociedades. La exclusión, la corrupción, la falta de solidaridad, de justicia y otras formas de sometimiento, son tumores que culminan abriéndoles de par en par las puertas a hombre fuertes, dictaduras y demás horrores por el estilo. En democracia es posible atender esos males, y obtener lo deseado. Lo otro es una vía de sombras ya probada por los latinoamericanos. Lo otro es el reino del gorilismo siempre amenazador que desde el plano literario Roa Bastos, Vargas Llosa o García Márquez nos han puesto enfrente, para que no lo olvidemos y estemos pendientes como nunca. Lo otro es la pesadilla que se vislumbra en el informe del PNUD.

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