Opinión Nacional

El magnicidio

La cosa no está para juegos, uno podría hacer bromas y burlarse de cualquier
cosa menos de la muerte, sobre todo si esa muerte no es por enfermedad o
accidente, sino un asesinato. Mucho más grave si el muerto no es cualquier
hijo de vecina anónimo, de esos que la prensa apenas contabiliza en decenas
o porcentajes, sino un Jefe de Estado. Como será la trascendencia de una
muerte de esa clase que se la llama magnicidio, una palabra que encierra en
sí misma la explicación de la gravedad.

Lo cierto es que cuando creíamos que al presidente Chávez se le había
olvidado el temita de su liquidación física que agarró hace algunos años,
éste reaparece pero ahora con categoría de obsesión. No es solo el escenario
nacional el propicio para que Chávez y su entorno denuncien los planes o
propósitos magnicidas, sino que el comandante de la nueva Venezuela va por
el mundo propalando los nombres y el apellido del urdidor del macabro plan,
nada menos que el Jefe del Imperio: George W. Bush. Si algo le ocurriera a
nuestro mandatario (Dios no lo permita) se oiría un solo grito acusatorio
desde Buenos Aires hasta Washington, y desde Calcuta a Trípoli pasando por
Teherán y sin obviar a Beijing y a París: ¡Bush asesino!
Inmediatamente se formarían los comandos de defensa patriótica y endógena
que no solo le cerrarían el grifo petrolero a EEUU, sino que se emplearían
en acciones terroristas suicidas como las de Irak, ésas que alguna prensa
poco amiga del Imperio suele llamar la resistencia. No quiero imaginar a un
Bernal, a un Barreto, a un Maduro o a una Iris volando en pedazos, después
de haber hecho estallar el cinturón de explosivos que rodeaba su cintura o
un automóvil cargado de dinamita, justo al frente de la Embajada imperial.

Espero no lleguemos jamás a situaciones tan  sangrientas y dolorosas.

La persistente denuncia que el Presidente Chávez propala urbi et orbi, como
para que nadie en este mundo ignore de lo que se trata; nos obliga a revisar
algunos casos emblemáticos de ese crimen que suele llamarse magnicidio. El
más famoso en la antigüedad pagana fue el del Emperador romano César Augusto
víctima de la conspiración de varios senadores (parlamentarios de la época)
encabezados por Casio y por Bruto, hijo putativo del muerto. ¿El motivo?  La
lucha por el poder. Uno se pasea por otros magnicidios: el del Rey Humberto
de Italia en 1900, del Rey Alejandro de Serbia en 1903, del Zar Nicolás de
Rusia ejecutado con toda su familia en 1917, el de Mahatma Gandhi en 1948, o
el de Yitzhak Rabin en 1995, y encuentra que hay una coincidencia de
motivación en los asesinos: el fanatismo político y en algunos casos
revolucionario. Entre los magnicidios exitosos o frustrados cabe destacar
los cometidos por militares que gozaban de la plena confianza de las
víctimas, como el  lamentablemente abortado contra Hitler en 1944 y el del
Presidente Sadat de Egipto en 1981.

Ningún país ha sufrido la locura magnicida como los Estados Unidos con
cuatro presidentes asesinados: Lincoln, Garfield, McKinnley y John F.

Kennedy. Seis estuvieron a punto de serlo: los dos Roosevelt -Teodoro y
Franklyn D- Andrew Johnson, Harry Truman, Gerald Ford y Ronald Reagan.

Habría que sumar a dos magnas personalidades también muertas violentamente:
Martin Luther King y Robert Kennedy. Como cosa curiosa en ninguno de esos
casos estuvo presente la mano de enemigos extranjeros sino la de detractores
políticos, enajenados mentales o asesinos a sueldo pero siempre compatriotas
de las víctimas.

Como vemos, no ha sido frecuente en la historia antigua o reciente, que un
Estado ordene el asesinato del jefe de otro Estado; estos asuntos por lo
general se dan entre paisanos. Una de las pocas intentonas magnicidas
urdidas por un gobierno extranjero, fue la cometida contra Rómulo Betancourt
por el dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo. Y aunque los
venezolanos podemos jactarnos de no tener desarrollada una vocación
magnicida; aún está fresco en la memoria colectiva el magnicidio frustrado
-de factura criolla y militar- de los golpistas del 4 de febrero de 1992
contra Carlos Andrés Pérez.

Vayamos entonces a la pregunta que nos escuece desde hace días: ¿A quién le
teme Chávez? Un mandatario que no se mueve un metro si no lo rodea una
guardia pretoriana armada hasta los dientes y constituida en su mayoría por
cubanos (como la que le acompañó en su visita a la Casa de la Radio de París
  para una rueda de prensa) ¿lo hace solo para protegerse de los planes
magnicidas del Imperio? Resulta que Fidel ha mareado con esa misma cantaleta
al pueblo cubano y a todas los pueblos del Planeta, durante cuarenta y seis
años y hasta ahora ni un rasguño, salvo las fracturas por la caída de hace
algunos meses. A Fidel lo protege una guardia de hierro absolutamente cubana
y Chávez –por lo que se deja ver- confía más en los cubanos que en sus
compañeros de armas criollitos. ¿Le teme realmente Chávez al Imperio o el
miedo es a una diferencia de opiniones -como la del 12 de abril de 2002-
entre los compañeros de armas que querían matarlo y los que preferían
juzgarlo?
 

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