Opinión Nacional

El mundo de Matusalén

Un despacho de la B.B.C. refiere la marcha de las investigaciones científicas aplicadas a la prolongación de la vida. El médico inglés Jeka Prakash cuenta que se está inyectando una hormona del crecimiento, con la cual ha recuperado parte de su memoria y de la suavidad facial. La genetista Aubrey de Grey, de Cambridge University cree que, como van las cosas, cada ser humano tendrá la expectativa de vivir ciento veinte años. Han estructurado incluso una nueva disciplina, el “transhumanismo”, que en base a las “células madre”, dietas, injertos, mutaciones y otros adelantos, aspira a una nueva especie humana con una expectativa de vida de al menos doscientos años.

Los transhumanistas ponen como ejemplo el aumento de la expectativa de vida, que al principio de siglo veinte era de 45 años y hoy día se ha corrido hasta los 80, en casi todo el mundo. Imbuidos de optimismo por los avances de la ciencia contemporánea, se generaría una probabilidad estadística de supervivencia quizás bicentenaria… ¿Lo imagina usted?

Divaguemos por las consecuencias sociológicas que devendrían de semejante cambio histórico. Porque sería una revolución mucho más profunda que la libertaria de los franceses o la informática de los norteamericanos, implicaría una redimensión profunda de los cánones de todas las sociedades, impactaría en el derecho y la política, modificaría los núcleos familiares, la dinámica de las empresas, gobiernos y de todas las organizaciones sociales.

Esa civilización “matusalénica” sería muy distinta a la nuestra, con mayor propensión, incluso, a los cambios violentos. No habría la certeza del relevo generacional, ni de la heredad de bienes, ni de la sustitución natural de personajes. Tendríamos gobernantes centenarios, ejecutivos de ochenta años de experiencia, con las gerontocracias imperando imperturbables en todas las ramas del tejido social.

De alcanzarse semejante meta se desintegraría la actual célula familiar, porque en la cúspide siempre habría un patriarca de siglo y medio, con hijos y nietos centenarios, bisnietos octogenarios y los «muchachos de la casa» serían sesentones y cincuentones quizás aún no emancipados…

Suponga usted la presión anímica derivada del dominio de los bienes familiares, la conducción de las empresas, el problema de autoridad que se crearía con cinco generaciones de hombres fuertes, lúcidos y capaces, obligados a compartir la vivienda y otras propiedades.

Ni decir de los gobiernos. Se generarían las tiranías más intolerantes, detestables y sanguinarias, con reinados inconcebibles hasta para los chinos de la antigüedad. La insatisfacción con tiranos centenarios fomentaría los crímenes dinásticos. Los hijos y nietos serían los primeros en complotar para liquidar a los padres, como sucedía en cada corte europea del Medioevo. Los ejércitos, también con las promociones alteradas, serían más represivos y terminarían convertidos en autodefensas de sus prerrogativas y del mandatario de turno.

Un mundo matusalénico ofrecería menos oportunidades para todos. Los bicentenarios, que llevarían ventaja por la experiencia y el control del poder, podrían esclavizar, reducir, incluso eliminar a las jóvenes generaciones antes que les disputasen sus prerrogativas. Viviríamos guerras mundiales de raro cuño, jóvenes contra viejos, ancianos contra seniles. Algunos países como China e India colapsarían por la sobrecarga poblacional.

Ni imagino hasta qué límites se correría la maternidad y qué pasaría con las ancianas núbiles (¡vaya contrasentido!) compitiendo en pasiones contra descendientes que no les provoquen mayores afectos. Porque, como sabemos, en la quinta generación suelen perderse los nexos afectivos y tendríamos retataranietos desconocidos o tal vez odiados por un remoto ancestro aún vivo.

Calcule por ejemplo, cómo serían las penas de presidio, de seguro que también incrementadas. Tendríamos condenas ligeras de cincuenta años y habría presos por crímenes cometidos en el siglo antepasado. Especulo un poquito más y me pregunto cómo serían las sucesiones, quién heredaría a quién… De veras sería terrible.

La vida actual, en sus actuales parámetros, aún con todas las paradojas e injusticias presentes, contiene la solución automática para los peores problemas: la vejez y la muerte. Al acabarse todo, todo comienza, con exactas probabilidades de ser mejor o peor, pero nunca igual.

La misma brevedad de la vida es la fuente de su mayor encanto. Determina la limitación de todos los sufrimientos y placeres. Paradójicamente, es la mina de mayor esperanza para la humanidad. La rápida sucesión de eventos, la imposibilidad de repetir ciclos, la fugacidad de la juventud, la transitoriedad de cada estado; todo eso nos conduce por la vida como en un paseo rápido, a ratos vertiginoso, nunca lento ni asfixiante.

Me permito aclararle esta reflexión. Por supuesto que aplaudimos la incesante búsqueda de recursos para elevar la calidad de vida en la vejez. Más viejos sanos y lúcidos que vivan más tiempo. Pero de allí a trastocar los mandatos de la naturaleza y alterar las rutinas sociales de cuarenta siglos, dista mucho.

Afortunadamente, todo esto pertenece al terreno de la fantasía. Parecen muy remotas las posibilidades de fabricar a Matusalén. El hombre, todavía a estas alturas, se muestra terriblemente impotente frente a los problemas más simples. No ha podido ni siquiera con la gripe, mucho menos con el cáncer que es la locura de sus propias células. ¿Cómo logrará revertir todo un proceso de desgaste para el cual la especie se ha preparado desde la noche más remota de los tiempos?

Por todo esto le invito a festejar la época que hoy usted vive. Es única, irrepetible, valiosísima. Y tiene un encanto insuperable. Somos lo suficientemente jóvenes o viejos para alcanzar a nuestros padres o ser alcanzados por nuestros hijos. Todo lo que hoy nos agobia tiene su caducidad prescrita. Y todo lo que hoy contamos seguramente pasará en pocos años. ¡Que viva la vida y viva la muerte como Dios quiso que fuese siempre!

Abogado y Politólogo

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