Opinión Nacional

El odio servido

Ya no se trata de facciones de país. Las cosas en Venezuela se han puesto violentas, muy violentas. El lenguaje de pugnacidad está a la orden del día, maneras altisonantes que no ayudan a construir sino más bien a destruir lo poco que queda.

¿Por qué? ¿Qué se ha levantado luego de la muerte de Chávez? Chávez dominaba todo el panorama venezolano desde 1999. Un panorama que adecuó para perpetrarse en el poder, para que su discurso dominara y para hacer un golpe de Estado al estilo del siglo XXI. Unas formas de actuar que dieron pie para que el propio Chávez siguiera construyendo su aparato de Estado de apariencia democrático hasta su muerte en marzo de este año, lo único que no estaba en su plan de desmantelar a Venezuela.

Maduro, como heredero del proceso, no ha querido ni quiere, sumar en el proceso a la oposición porque necesita mantener el odio de clases para que el aparato de Estado chavista funcione. Sin el odio de clases, sin el odio histórico que sembró Chávez desde 1992 no es posible que se mantenga el sistema que se rige desde Cuba.

¿Qué tiene que hacer Capriles? Mantenerse en su erre que erre. Ser el opositor incómodo para el régimen y, si va a la cárcel como se lo tienen prometido, mejor para la propuesta de Capriles porque tras las rejas es un preso político, una razón para que el mundo democrático vea con ojos poco benévolos las movidas electorales de este mes de abril.

Mientras tanto la vida de los venezolanos sigue como quien acude a una película en cine continuado. Una y otra vez la trama es exactamente la misma. Asomarse a la ventana a ver si los familiares se acercan por la esquina y apresurarse a estar tras la puerta para abrir, revisar que no haya nadie detrás que le pueda emboscar, rezar todos los días para que no te secuestren o roben algún documento, tratar de mantener el pellejo con vida, abastecer los anaqueles de la casa con alimentos de larga duración por si hay apagones eléctricos, estar dispuesto a marchar o protestar seas chavista u opositor, trabajar para tener unos ingresos que permitan pagar los cada vez más escasos recursos alimentarios, y, sobre todo, estar ilusionados con que algún día se saldrá de esta pesadilla que “ojalá no la vivan mis nietos”.

Maduro sigue el guion establecido. Habla del comandante, como han hecho Fidel y Raúl Castro del Ché, como hizo Chávez del árbol de las tres raíces. Mete en su discurso a la oligarquía que quiere acabar con lo alcanzado de reivindicaciones sociales y políticas, está cerca de los pobres, habla como parte de la clase obrera (por no ser soldado), estigmatiza a los opositores y perdona a quienes estén confundidos de bando porque bajo sus brazos caben los arrepentidos.

Capriles sabe que ese es el plan. Que la única forma de acabar con el chavismo es denunciarlo, con fuerza, con gritos, con altanerías porque así mismo es el chavismo. Son municiones del mismo calibre porque ya no hay tiempo, ni modos de hacerlo desde la elegancia con que mantuvo su discurso. Hay que jugarse el todo por el todo o perder y la derrota es entregar la trinchera ganada.

La oposición reconoce y tiene afecto por ese flaco que representa sus intereses. Más de siete millones de almas en pena cansadas de llevar esa vida en descenso le han dado su respaldo. No se arrepienten de haberle dado su respaldo a Capriles, porque de hacerlo saben que no se hipoteca el futuro, es negárselo para siempre.

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