Opinión Nacional

El padre de los rumores

Tal vez la sociedad no haya dependido de la influencia de los rumores como en nuestros días. En situaciones de inestabilidad la rutina se desenvuelve partiendo de informaciones falsas o de versiones exageradas y estrambóticas de la realidad, pero cuando la vida transcurre dentro de cauces normales es usual que las versiones se atengan a una regularidad. Cuando hay instancias establecidas, operaciones sujetas a normas del dominio público y señales inequívocas que indican cómo comportarse frente a las solicitaciones del medio ambiente desaparece el espacio para explicaciones sin asidero, para datos estrafalarios que desfiguran el entorno en lugar de reflejarlo cabalmente. Llama la atención que tal panorama distinga la conducta de los venezolanos de la actualidad, cuando en apariencia no hay elementos capaces de echar fuego en el pasto de las hablillas y los murmullos.

A través de la historia sobran los testimonios para explicar la multiplicación de las lecturas distorsionadas de la realidad cuando se vive un teatro de violencia y guerra, o cuando se espera un sacudimiento. Es clásica la comprensión de los miedos que precedieron a la Revolución Francesa como producto de las conminaciones que manaban del medio ambiente en la víspera de su metamorfosis. Eran tan dispersas y diversas las fuerzas orientadas a cambiar el sistema, que a la gente común no le quedaba más remedio que interpretarlas en forma desenfrenada para evitar o disimular un arrollamiento. De allí la aparición de actitudes irracionales que se reiteraban con inusual constancia. Durante la Independencia abundó este tipo de actitudes, en especial en el lapso de la Guerra a Muerte. Desaparecidas la legalidad de la monarquía y las primeras regulaciones republicanas, las comunidades dependieron de su imaginación para descifrar a su modo y de manera disparatada numerosos trances. La Federación ha dejado infinitos datos sobre esas inteligencias hiperbólicas de lo que entonces ocurría. Pero se trata de reacciones que desaparecen o se reducen a expresiones mínimas cuando las sociedades recuperan la paz. El sosiego es un eficaz antídoto contra el veneno de las leyendas retorcidas que parecen sensatas, a menos que se viva en la república de las letras.

Hoy no se siente la amenaza de un ejército sanguinario, ni la inminencia de una catástrofe como las comentadas, pero sobra la sinrazón en el entendimiento de la vida. La apariencia de unos hábitos que se desenvuelven sin sobresaltos de envergadura no calza con una letanía de comadreos y anécdotas atrabiliarias en cuyo tamiz se quiere filtrar el examen de las cercanías. La sensación de que existe un orden tolerado por la generalidad de las personas y unas reglas con las cuales uno se puede manejar sin la inminencia de situaciones desesperadas, no se compadece con la avalancha de análisis desmesurados y usualmente ridículos que se han vuelto costumbre. Sólo el imperio de la delincuencia, cada vez más cercano a la gente sencilla y cada vez más impune, facilita el acceso a esas versiones de la cotidianidad que fraguan un rompecabezas de situaciones y sujetos patéticos de cuya trama dependerá el destino. La existencia de una rutina en la cual todos podemos reconocernos no sirve para impedir la determinación del rumor sobre la marcha de la vida, en suma. Curiosa situación si consideramos, por ejemplo, que el gobierno apenas está iniciando un nuevo capítulo de su gestión al cual llegó por el camino de la normalidad más normal de las repúblicas y a través de las leyes más legales del establecimiento, es decir, por la vía menos expedita para conceder espacio a cacareos sin fundamento.

Pero los venezolanos no estamos locos. Algo debe suceder de veras para bailar al son de un anecdotario truculento. Las rutinas no son tan llevaderas como se observan en la superficie. La sociabilidad de talante pacífico es un espejismo. ¿Nuestra normalidad no será apenas un asunto de pellejo? ¿No será que la procesión anda por dentro porque un campanero hace los repiques según su conveniencia? Los rumores pueden ser inducidos por quien sale ganando en medio de la confusión, por el taimado mercader que vende engañifas con un atractivo anzuelo cuya carnada evita el descubrimiento de una tragedia. Pero también pueden ser la consecuencia de una propuesta tornadiza que empieza todas las noches mientras se esfuman las promesas de la mañana. De allí la proclamación de sucesivos fines de mundo que, si no nos lleva directamente a la guerra, nos mantiene en escaramuza permanente.

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