Opinión Nacional

El Papa anticomunista

El mundo no ha sentido suficiente asco por los horrores del siglo XX. Al lado de los logros obtenidos por la humanidad en todos los campos durante esos cien años, deben persistir en nuestra memoria las desastrosos experimentos políticos que negaban sistemáticamente el pluralismo y los derechos humanos.

Tanto se ha repetido, y se ha olvidado, que la historia debe ser conocida para no repetirla que parece que nuestra máxima fuera la contraria: esconder la historia para repetir sus errores.

No sólo es anacrónico, fuera del tiempo, tratar de retroceder hacia formas de organización (o dominación) política que ya mostraron sus funestas consecuencias, sino también criminal. Y para perpetrar el crimen hay que mentir y ocultar la verdad. Porque a pesar de toda la subjetividad inmanente al hombre, la historia ha ocurrido de una forma determinada. Con todo lo compleja y casi inaprensible que pueda ser, como escribiría Víctor Serge, “A fin de cuentas, la verdad sí existe”.

Que todavía se quiera ocultar el declive moral de los totalitarismos con sus millones de torturados, desplazados y muertos no deja de alarmar. Hay quienes repiten, como si de un inocente chiste se tratara, que no habían seis millones de judíos en el mundo cuando Hitler les aplicó la “solución final”. Los hay quienes siguen al alucinado jefe de la ultraderecha francesa –competidor de Chirac en 1999 en la segunda vuelta por la presidencia- Jean Marie LePen, al decir que el holocausto no tiene ninguna importancia histórica.

El comunismo y el nazismo son caras de la misma moneda, pero que han sido tratadas de manera diferente por la opinión pública mundial. Han tenido mucho más éxito en falsificar la historia los que han disminuido u ocultado los crímenes del comunismo. No sólo los cometidos en la Unión Soviética, sino también los que tuvieron lugar en la Europa del centro y el este, Asia –con el maoísmo a la cabeza–, África –que pasó, en gran parte, del colonialismo a las fórmulas socialistas más atrabiliarias y empobrecedoras– y América Latina representada por la dictadura de Castro.

Si de números se trata, el comunismo ha causado la destrucción de casi 80 millones de vidas. De manera que presentar al nazismo como único totalitarismo en la historia del siglo pasado es una manipulación que busca réditos de buena conciencia para quienes hoy se dicen herederos del comunismo.

Hay pueblos que sufrieron la experiencia del nazismo, las persecuciones raciales, el desprecio en su propia tierra del envalentonado invasor, para inmediatamente después ser martirizados por la bota comunista. Varios países de Europa del este no tuvieron respiro al pasar del dominio nacionalsocialista al bolchevismo comandado por Stalin.

Polonia fue uno de ellos. A causa de diversos conflictos fronterizos que alimentaba el expansionismo nazi, que incluía –en primer lugar- a la ciudad de Danzing, el ejército alemán invadió el territorio polaco el 1 de septiembre de 1939, iniciando la Segunda Guerra Mundial. El ejército soviético también invadió y así, luego de la capitulación, quedó repartida Polonia entre los ejércitos ruso y alemán. Luego, al romperse el pacto entre Alemania y los soviéticos, en 1941, Polonia fue ocupada totalmente por los nazis que establecieron su régimen de terror.

La anexión fue brutal. Los intelectuales fueron asesinados en masa, las universidades clausuradas y la persecución étnica alcanzó su clímax: tres millones de judíos polacos asesinados después de pasar por los suplicios de los campos de concentración.

Los triunfadores de la guerra repartieron zonas de influencia que fueron administradas de manera muy diferente. Para los que quedaron dentro del campo soviético les fue impuesto el régimen comunista. Polonia siguió bajo el totalitarismo, ahora de izquierda. La represión continuó y el país paso a ser un mero instrumento de la política exterior dictada por Stalin y sus sucesores.

Los crímenes cometidos por el Estado en nombre de la construcción de la nueva sociedad no dejaron de lado la religión. Y en Polonia la religión desde hace más de mil años es, fundamentalmente, la católica. Karol Wojtila fue uno de los sacerdotes perseguidos por ese régimen que se proclama ateo pero en que en cada oportunidad donde ha conseguido el poder ha establecido el dios del líder único e infalible.

La elección de Wojtila como papa fue algo inaudito, porque siendo obispo de Cracovia representaba a una Iglesia enfrentada a un Estado. Desde el papado Wojtila no olvidó su patria y por ello estimuló y apoyó (hasta con dinero recolectado para tal fin) los cambios políticos que se iniciaron con la fundación del sindicato Solidaridad, comandado por Lech Walessa, y que culminaron con el desplazamiento del régimen comunista.

El papel de Juan Pablo II en la caída del comunismo europeo es no sólo indudable, sino de primera importancia. Actuó como líder moral de una comunidad religiosa, pero también puso todo lo que tuvo a su alcance para cambiar la penosa y desesperanazada situación de quienes vivían bajo el militarismo comunista. Seguramente en los próximos años veremos nuevas investigaciones que ampliarán lo que sabemos sobre el tema.

Él lo resumió en su libro Cruzando el umbral de la esperanza, con humildad, de la siguiente manera: “Sería, por tanto, sencillísimo decir que ha sido la Divina Providencia la que ha hecho caer el comunismo. El comunismo como sistema, en cierto sentido, se ha caído solo. Se ha caído como consecuencia de sus propios errores y abusos. Ha demostrado ser una medicina más dañosa que la enfermedad misma. No ha llevado a cabo una verdadera reforma social, a pesar de haberse convertido para todo el mundo en una amenaza y en un reto. Pero se ha caído solo, por su propia debilidad interna.”

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