Opinión Nacional

El peronismo como espejo

I. Al momento de escribir estas líneas, el país no cuenta con ninguna certeza. En lo que pareciera ser un hábito gubernamental, se le ha dado fuego a la olla en donde se cocinan dudas, conjeturas y chismes. No sabemos, pues, cómo se encuentra el Presidente ni cuál es el pronóstico de su enfermedad, asunto que es de obvio interés colectivo. Se ha negado de manera reiterada la elaboración de un informe clínico imparcial que disipe los misterios que encierra el cuarto de un hospital cubano y, lo más importante, enjaule a los demonios propios de la incertidumbre, sobre todo en una sociedad como la nuestra, tan dividida y avasallada por la desconfianza.

Sin embargo, a pesar de los silencios, las ambigüedades y las contradicciones en los que incurre la propia vocería oficial, cobra fuerza la posibilidad de que Venezuela no tenga más a Hugo Chávez a la cabeza del Estado. Y la decisión tomada por el TSJ no hace sino abonarla, aunque de manera sinuosa, al determinar que no hay ausencia temporal ni absoluta, sino más bien quién sabe, decisión que, dicho sea de paso, muestra cómo la política nacional semeja cada vez más a una caimanera: reglas cambiantes, interpretaciones interesadas y prescindencia de los «formalismos», a cuenta de que la revolución está encima de la legalidad, pues esta reside en el pueblo y el pueblo es Chávez. Muestra, así mismo, de cómo durante estos años se reiteraron, exagerándose, elementos que han formado parte (con algún breve paréntesis) de una larga tradición política nacional (el centralismo, el caudillismo, el autoritarismo, el presidencialismo y otras yerbas poco democráticas que, unidas a la repetición de ciertos vicios del socialismo del siglo pasado, resecaron la esperanza de tener un gobierno novedoso de izquierda.

II. Asumamos, pues, que pudiéramos estar cerca del fin de la era de Hugo Chávez, marcada por su desmesurado poder y la gran (y seguramente irreversible) prioridad que le dio a la agenda social.

Si habrá un chavismo sin Chávez, pasa a ser la interrogante política más gruesa que encara el país. En tal sentido, habrá que preguntarse si será posible la cohesión interna en su ausencia, si seguirán coexistiendo en paz militares y civiles, progresistas y conservadores, la boliburguesía y los diversos movimientos sociales, cada cual con sus intereses o si, en otro plano, Maduro y Diosdado continuarán estando de acuerdo como lo indica el abrazo registrado en la foto de hace unos días. Habrá que determinar, pues, si, en medio de tanta heterogeneidad, quedará en pie el proyecto bolivariano, si el PSUV será capaz de convertirse en algo más que un aparato electoral, si las condiciones económicas seguirán siendo las mismas como para permitir ese ornitorrinco (por lo raro) que llaman el «socialismo rentista», basado en políticas redistributivas que han generado, por ahora, efectos muy positivos, aunque la economía nacional sea básicamente monoproductora, obligada a importar casi de todo. Determinar, en suma, si el andamiaje de la revolución es sólido, lo suficiente como para resistir la falta de un liderazgo carismático (con los atributos que la sociología le atribuye a este término), ejercido sin contemplaciones hasta hacerse indispensable, adornado por un culto a la personalidad como jamás se vio en esta tierra; atado a una estrategia arropadora, bien diseñada, de mercadeo político que orbita en torno al amor y a una desmedida apelación a lo religioso (que diría Marx, Dios mío), todo lo cual termina, a la postre, en un designio político impregnado de excesos y signado por el voluntarismo.

Interrogantes como las anteriores, plantean, por otro lado, la posibilidad de que el chavismo sin Chávez pudiera dispersarse al estilo peronista, esto es, decantarse en varios chavismos, muy disímiles entre sí desde el punto de vista político, pero cada uno reclamando el derecho a usar la «marca». Así las cosas, no es una travesura vaticinar que aparezca un Carlos Menem chavista, tal vez no tan pintoresco, pero seguramente igual de neoliberal.

En todo caso, cabría esperar (mera hipótesis, desde luego) un cambio en las coordenadas de la política nacional, expresado en un reagrupamiento de las distintas fuerzas y, ojalá, en el enfriamiento de la polarización que ha regido la vida venezolana en los últimos tiempos.

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