Opinión Nacional

El poder milenario de la Iglesia

 Su consigna: ‘Somos leninistas, llevamos las ideas de Cristo’, traduce un curioso sincretismo que da testimonio de la confusión de los espíritus tras la agonía del comunismo, pero también de cierta supervivencia del mito de Lenin.” Esta asombrosa notificación del más bizarro de los sincretismos religiosos conocidos, el de amalgamar la evangélica y amorosa palabra de Cristo con la revoltosa y devastadora ideología del fundador del estado soviético,  se encuentra en el prólogo de la estupenda biografía de Lenin escrita por la historiadora francesa Hélène Carrère d’Encausse en 1998, transcurridos diez años del desmoronamiento del imperio soviético. Por cierto,  el mismo año en que, a pesar de los pesares, uno de sus últimos epígonos, el ágrafo teniente coronel Hugo Chávez, daría inició a su absurda epopeya de intentar resucitarlo amancebado con el joven mantuano, rico, napoleónico y nada comunista Simón Bolívar en un petro estado caribeño. Marx, que odió a Bolívar por su estirpe aristocrática y su alevosa traición a Francisco de Miranda, estará revolcándose en su tumba londinense. Vivimos tiempos sincréticos.

            La insólita idea de crear un partido cristiano-leninista no es casual. Tras setenta años de uno de los más aterradores experimentos sociales intentados por el hombre desde la formulación de la utopía platónica de la sociedad perfecta, un intento que arrastrara a millones de seres humanos al infierno de un auténtico Apocalipsis y a la más terrorífica de las dictaduras conocidas por el hombre, la desaparición del estado comunista y su maquinaria policiaca y deshumanizadora no logró extirpar del alma rusa la profunda devoción, la fe y el amor por Cristo y la iglesia cristiana. En el caso ruso, la vigencia de la zarandeada y reprimida Iglesia Ortodoxa.

            Siguiendo con metódica disciplina la orden de Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, de aplastar las creencias religiosas como conditio sine qua non de la marcha hacia el comunismo – la religión es el opio del pueblo, había escrito su maestro Carlos Marx – y sembrar en el alma rusa al hombre nuevo, la Cheka fusiló, ahorcó, deportó y encerró en campos de concentración a millones y millones de ciudadanos soviéticos, sin motivo alguno pero consciente de que el terror indiferenciado es el método infalible para culpabilizar al hombre por el sólo motivo de existir y llevar en su seno sus tradiciones, que había que erradicar a cualquier precio. Principal víctima de tan feroz victimario: la iglesia, sus sacerdotes y sus millones de creyentes.

            Fue secundada con insólita eficiencia por el AGITPROP, la maquinaria de agitación y propaganda bolchevique que debía extirpar a fondo el tumor de la religiosidad y las tradiciones de un alma profundamente mística y religiosa, como la rusa. Maravillosamente descrita por las cumbres de su literatura: Tolstoi y Dostoievski. Tras decenas de millones de muertos y el más implacable lavado de cerebro jamás visto en la historia de Occidente, ¿logró su cometido?

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            Como Hitler, otro encarnizado enemigo de la Iglesia pero enfebrecido por su antisemitismo, Lenin y Stalin – un ex seminarista ucraniano – creyeron que tras las purgas y la drástica cirugía espiritual el Imperio Soviético conquistaría al mundo y el comunismo terminaría constituyendo la fase final de la historia. Un reino milenario, sin religiones, sin vanas creencias ni supersticiones, científico, agnóstico y depurado, platónico en el más pleno sentido del término. La utopía platónica perfecta.

            Dos guerras mundiales y una sangrienta guerra civil, la hambruna, las pestes y la más bestial represión de que tengamos memoria no pudieron acabar con esa huidiza, frágil, deletérea e inasible fe en Dios, en Cristo, su hijo, ni en su Iglesia en la tierra, expoliada, perseguida y atropellada durante setenta años. La eternidad del marxismo leninismo y su imperio milenario se desintegraron como un castillo de arena, sin un solo empujón externo, sin un soplido de guerra o conmociones intestinas, sin motivos aparentes. El edificio inmaculado, el castillo mesiánico de la utopía perfecta se evaporó como una pompa de jabón. Y al día siguiente del derrumbe del imperio más poderoso desde aquel que hace más de dos mil años construyera la Muralla China o el romano, de cuyas márgenes irrumpiera el cristianismo, salieron a relucir los símbolos de la Iglesia, sus popes, sus creyentes, sus estandartes, sus íconos. Ni Pedro el Grande ni Vladimir Ilich, ni Stalin ni Trotski pudieron con la inasible, inmensa y sojuzgada potencia de la Fe. El mensaje milenario de la historia de Cristo, la sagrada palabra de la Biblia, la fe en Dios, su hijo y su vicario sobre la tierra constituían un reservorio indestructible. El pueblo ruso seguía fiel a su religión, a sus tradiciones, a sus creencias y a sus devociones.

            Tras setenta años de la sistemática y cruenta imposición del ateísmo comunista, del veto y la prohibición a las prácticas religiosas populares, reaparecía prístina e inmaculada la creencia en Cristo y su mensaje imborrable. Y la imperecedera necesidad de creer en un ser trascendente, en un destino superior, en el cumplimiento de una tarea cuyo propósito no es otro que la humanización del hombre, la prédica de la paz, la solidaridad y el amor entre los hombres. La superación de la barbarie, de la injusticia, de la explotación y la negación del hombre por el hombre. Y la reafirmación, una vez más, de la naturaleza divina, espiritual, trascendente del ser humano. Con su predicado esencial: la conquista de la libertad como constitutiva de nuestra esencia.

            Dios volvía a vencer sobre la tiranía. El hombre volvía a ser enaltecido por su altruismo. Por su profundo respeto a su propia grandeza, testimonio de la presencia de Dios.

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¿Cuál es la razón última de la vigencia milenaria del credo cristiano y sus iglesias? ¿Sobre qué bases reposa la capacidad del cristianismo para sobrevivir a graves quebrantos sociales, calamidades, hambrunas, pestes, tiranías inenarrables y mortíferos conflictos bélicos, guerras civiles, revoluciones? ¿Qué le confiere esa insólita capacidad para adecuarse a los profundos cambios de los tiempos, sin por ello alterar su más entrañable esencia?

En la base del cristianismo subyace, desde luego, el judaísmo. Con su insólita y nunca suficientemente comprendida antelación de modernidad. Mientras todos los pueblos circundantes mantenían sus religiones politeístas y su enraizamiento en las supersticiones bárbaras y primitivas que los anclaban para siempre al pasado primigenio, el pueblo judío supo crear una religión monoteísta, altamente espiritual y profundamente humana, fundada en una ruptura epistemológica trascendental, estableciendo una comunión de destinos con Dios, históricamente abierta hacia el futuro y ordenada por una predestinación superior, teleológica. Al situar la redención del pueblo judío en la distancia sobrehumana del cumplimiento escatológico, y al establecer una rígida disciplina ética y moral de indiscutible cumplimiento que reivindicaba al individuo en su aterida menesterosidad como última referencia divina, jamás canceló el hiato entre el ser y el deber ser, jamás aceptó lo real indiferenciado, jamás se sometió al dictado de lo inmediato, manteniendo vivo el afán de redención, de perfeccionamiento, de humanización.

Todo esto es archisabido y basta una somera revisión de la historia para comprobarlo. Pero es necesario volver a recordarlo tantas veces como sea necesario, para que quienes creen posible construir una sociedad libre de esa necesidad de sobrevivencia humana que es la fe, comprendan que en su absurda faena contra las arraigadas creencias de lo humano, en la negación de la religión como constitutivo inherente a la naturaleza humana, encontrarán una frontera infranqueable. Y no se trata tan solo del marxismo leninismo, del castro comunismo o de sus miserables perversiones aldeanas, como las pesadillescas que hoy sufrimos en Venezuela. Se trata también de las sociedades modernas aparentemente emancipadas de la religiosidad y entregadas a la devoción tecnológica y científica. Sociedades que deben incorporar a su reservorio existencial el siempre necesario fundamento de la fe. Como lo dijera el filósofo alemán Jürgen Habermas en un maravilloso ensayo sobre la vigencia de la Tora (La Tora disfrazada, Perfiles filosófico-políticos): “Entre las sociedades modernas sólo aquellas que logren introducir en las esferas de lo profano los contenidos esenciales de su tradición religiosa, tradición que apunta siempre por encima de lo simplemente humano, podrán salvar también la sustancia de lo humano.”

Y de eso es precisamente que se trata en esta lucha mortal en que estamos empeñados en Venezuela: “de salvar la sustancia de lo humano”.                                                                                            

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