Opinión Nacional

El populismo y la crisis

Visité Perú hace poco por invitación de Mario Vargas Llosa. Su Fundación Internacional para la Libertad organizaba una gran conferencia sobre América Latina y su futuro. El populismo fue, naturalmente, uno de sus temas centrales.
 
Mi ponencia sobre el populismo del Estado del Bienestar sorprendió a un público que pensaba que la desdicha del populismo era una exclusividad latinoamericana. Acostumbrados al populismo payaso y subdesarrollado de los caudillos iberoamericanos, a las estridencias chabacanas de un Perón o un Chávez, con su personalismo autoritario y errático, no habían imaginado que podía existir otro populismo, un populismo de país desarrollado, más impersonal y menos aparatoso pero, en el fondo, igualmente destructivo. Menos aún podían imaginar que justamente ese populismo serio estaba en la raíz de la actual crisis europea.

Esencialmente, el populismo consiste en crear una ilusión de progreso y bienestar sobre la base de un uso irresponsable e insostenible del poder y los recursos públicos. Eso fue lo que hizo, por ejemplo, Perón en Argentina, gastándose las grandes reservas de divisas que había acumulado el país durante la II Guerra Mundial y derrochando su riqueza agraria. Eso es lo que ha hecho Chávez en Venezuela, gracias a los petrodólares. En suma, pan y circo, como en los viejos tiempos.

Las ilusiones así creadas duran lo que duran los extraordinarios recursos que las hacen posibles; luego vienen las crisis, y los caudillos recurren al autoritarismo y la represión para conservar el poder. Queda entonces el puro circo, cada vez más chillón y brutal.

Pero, ya digo, hay otra manera de fabricar la ilusión populista. Desde hace ya algunas décadas, diversos países de Europa Occidental vienen desarrollando un Estado, llamado «del Bienestar» o «Benefactor», que promete a la gente un presente y un futuro de bienestar y seguridad y genera una sociedad de los derechos, que siempre van a más, que siempre son más generosos, y que permiten a la ciudadanía trabajar menos, jubilarse antes y hacer San Lunes cada dos semanas; en suma, ser felices y comer perdices todos los días.

Los ciudadanos se creyeron el cuento. Se dejaron alegremente embaucar, como si el Estado o los políticos de turno tuviesen, tal como los caudillos iberoamericanos, una varita mágica que les permitiese convertir en realidad tanto derecho a vivir mejor con menos esfuerzo.

Los efectos de estos números de prestidigitación política han sido notables. La competitividad europea viene experimentando un largo deterioro, y el crecimiento de sus economías es cada vez más mediocre; el continente padece de euroesclerosis, expresión que ya se empleó hace varias décadas. Cuando otros se lanzaban a ganar terreno en un mercado cada vez más globalizado a base de grandes esfuerzos y apostando por la creatividad, la vieja Europa se refugió en sus grandes Estados, supuestos garantes de unos derechos y unos niveles de vida crecientes.

La inflación de los derechos, precisamente, está en la base de la crisis fiscal que padecemos. Los Estados prometieron, cuando había recursos –y más aún cuando éstos crecían–, derechos de protección social y derivados que sólo podían pagarse en situaciones de bonanza económica, no en tiempos como los que vivimos desde hace ya cuatro años. Prometieron ilusiones, como los caudillos del otro lado del Atlántico. El cheque de bienestar girado por el Estado Benefactor y que supuestamente nos iba a proteger contra la adversidad no tenía fondos. No estaba hecho para presentarlo en momentos de verdadera necesidad, cuando muchos caen en el paro y la indefensión. Por eso se han disparado el déficit y la deuda. Y los todopoderosos Estados han tenido que salir a mendigar a los mercados, para que les financien su irresponsabilidad… Y así estamos.

El populismo del Estado del Bienestar ha tenido un efecto aún más dañino que la crisis fiscal. Su supuesta capacidad milagrosa de multiplicar los derechos dio pábulo a una concepción falsa del progreso y el bienestar como algo conquistado de una vez y para siempre. Se olvidó que el progreso es como montar en bicicleta: si se deja de pedalear, se termina en el suelo. Así se formaron al menos dos generaciones de europeos. En escuelas que en vez de formarlos para el esfuerzo y la responsabilidad los ha formado para reclamar derechos e inculcado la fatal creencia de que el Estado Benefactor se haría cargo de todo.
Los hijos de este engaño populista están hoy indignados. Y se sientan en nuestras plazas a exigir sus derechos, supuestamente incautados por los malignos mercados o por esa bruja moderna llamada Angela Merkel. Da pena ver el cacao mental que tienen estos jóvenes, en cuyas escuelas se juega más que se estudia, en las que brillan por su ausencia el esfuerzo y la responsabilidad.

Esta crisis moral es la rémora más importante y dañina de la ilusión populista de los Estados «del Bienestar», la que más nos costará superar. Hemos de esforzarnos más, estudiar más, innovar más, responsabilizarnos más. En suma, hemos de tomar pleno control de nuestras vidas y nuestro destino.

Llegados a este punto, conviene recordar la famosa respuesta dada por Kant a la pregunta «¿qué es la Ilustración?»:

Es la salida del hombre de su minoría de edad (…) La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro.

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