Opinión Nacional

El Socialismo del siglo XXI o la nueva versión del populismo Latinoamericano

La propuesta de debatir sobre el así llamado “socialismo del siglo XXI” ha encontrado hasta aquí una tímida respuesta en los medios universitarios venezolanos. Más que relevante, la cuestión resulta crucial en un buen número de países latinoamericanos si nos detenemos a observar el hecho de que el propuesto “socialismo del siglo XXI” se ha constituido en una consigna ideológica un tanto movilizadora, más abstracta que real, destinada en un primer momento a la superación del bolivarianismo de los orígenes del chavismo, todo dentro del relanzamiento del proyecto personal de Chávez, hoy en día decididamente orientado más allá de las fronteras latinoamericanas .

Ahora bien, cabe preguntarnos si este proyecto planetario de Chávez tiene algo que ver con las tesis del socialismo revolucionario, tal como lo hemos conocido en sus fuentes originales del marxismo-leninismo o, si es el caso, en algunas de sus variantes, sea del indoamericanismo, o bien del así identificado populismo revolucionario . El problema radica en hecho de que la acción política del chavismo en el poder nos parece más cercana a las conocidas versiones del tradicional populismo latinoamericano, particularmente marcado por el voluntarismo extremo del líder carismático, por una parte, y por la manipulación, efectiva o simbólica, de amplias expectativas populares, por otra. En este sentido el intento orientado hacia la identificación del proyecto chapista con una versión renovada del socialismo encuentra unas cuantas inconsistencias, teóricas y prácticas, hasta hoy no superadas.

Desde su aparición en la década de los cuarenta, el populismo latinoamericano, en sus diversas versiones (cardenismo, peronismo, getulismo, velasquismo, etc.) siempre fue considerado el enemigo “natural” de la izquierda, de todas las izquierdas. Los primeros intelectuales comunistas y socialistas se dieron modos, en uno u otro país, para enfrentar un movimiento que los iba desplazando en la ardua tarea de hacerse con el control y dirección de la masa de excluidos de la política oligárquica.

En un principio, la izquierda socialista concentró su acción y reflexión en el combate de líderes carismáticos, decididamente anticomunistas, bien provistos de ideas seductoras y promesas sobredimensionadas, con capacidad para la manipulación de las expectativas y aspiraciones de una amplia masa de la población disponible, compuesta básicamente por los recién llegados a las grandes ciudades latinoamericanas. Y es que las lecturas de Marx, realizadas por los fundadores de los primeros partidos de la “familia socialista” –las más accesibles, ciertamente- aportaban una base firme para condenar el fenómeno en desarrollo, identificándolo con el bonapartismo y, en consecuencia, como una desviación popular cargada de peligros para la causa del socialismo. (Ramos Jiménez, 2001: 211-236)
En la medida en que el fenómeno populista fue tomando cuerpo en la más o menos larga etapa de transición de las sociedades latinoamericanas hacia la modernidad, se dio por descontado su carácter provisional: la personalización del liderazgo, conjuntamente con la implantación de nuevos sistemas de lealtades políticas, basados en una creciente reinvindicación antioligárquica, está en el origen de sus pretensiones “revolucionarias”, presentes en el discurso y en la movilización de amplios sectores de la población.

Como estrategia de ruptura, el populismo latinoamericano de los orígenes entra en competencia abierta con los diversos militarismos, que se van formando en la primera mitad del siglo del siglo XX. Y es que populismo y militarismo son las dos especies del mismo género: el autoritarismo. Un autoritarismo que surge como la alternativa viable, popular, ante los gobiernos oligárquicos o de “democracia restringida”: populismo y militarismo se alternan en el poder, como el nouveau régime de una Latinoamérica inestable (Ramos Jiménez 1997: 91-92).

Es más, en la caída de los diversos populismos siempre estará presente la bota militarista, a tal punto que los golpes militares siempre se dieron contra regímenes populistas –los pronunciamientos militares se justificaban como respuestas “normales” a una extendida demanda democrática-. Pensemos en las caídas de Perón y el peronismo en Argentina; de Getulio Vargas y su Estado Novo en Brasil; de Velasco Ibarra en Ecuador; de Belaúnde Terry en Perú y, en fin, de Arnulfo Arias y el panameñismo en Panamá.

Ahora bien, la definición del populismo de nuestros días –destacado por algunos como “un fenómeno siempre actual”- sigue siendo un reto para la sociología y politología latinoamericanas (Burbano de Lara, 1998: 9-24; Moira Mackinnon y Petrone, 1998: 13-17). De aquí que en los años recientes, el estudio del fenómeno haya sido relanzado en contextos que algunos autores se han apresurado en identificar como el “postpopulismo”. En este sentido, el fujimorismo peruano, como el chavismo en nuestro país, deben considerarse –hasta nuevo aviso- como las dos versiones, renovadas, del populismo latinoamericano tradicional o clásico.

Neopopulismo y antipolítica

Pensando en los populismos de nuevo cuño, el politólogo boliviano René Mayorga fue el primero en proponer la expresión neopopulismo, vinculando el fenómeno con el crecimiento vertiginoso de la antipolítica -sentimiento extendido de rechazo a todo lo que de cerca o de lejos tenía que ver con la política- en casi todos nuestros países en la última década del pasado siglo. “Pienso que el neopopulismo –observa Mayorga- es una forma elevada de decisionismo y voluntarismo político que se ha desarrollado en un marco de debilitamiento institucional y decadencia política que tiene sus raíces en una profunda crisis de las instituciones democráticas (partidos, ejecutivos, parlamentos, etc.)” (Mayorga, 1995: 27; Weyland, 1996: 3-31).

De modo tal que la crítica del “populismo realmente existente”, particularmente en los años noventa, se planteó siempre desde posiciones democráticas, un tanto a la defensiva, excluyendo por principio el muy conocido léxico de la izquierda marxista, más inclinada esta última hacia las conocidas fórmulas integristas o “revolucionarias”.

En la teoría y en la práctica, el populismo de los noventa, también identificado como neopopulismo, ha representado para no pocos observadores el resultado lógico de la exacerbación de las demandas de carácter popular en la etapa de la incipiente democratización de la política latinoamericana.

En el caso de los países andinos, caracterizados por la presencia de electorados fuertemente volátiles, los líderes neopopulistas se fueron imponiendo como los campeones de la antipolítica y, en cuanto tales, pasaron a convertirse en los primeros portadores de una suerte de superoferta que, en la oposición y en el gobierno, se tradujo en el bloqueo de instituciones claves para el funcionamiento del Estado democrático, por una parte, y en la promoción hacia los puestos de dirección política de un personal esotérico y extravagante, por otra. En nuestros días, su principal enemigo ha dejado de ser la oligarquía, enfilando sus baterías contra todas aquellas instituciones que consideran, según los casos, se interponen en su camino hacia la concentración personal del mayor poder: los partidos, la fuerza armada, los medios de comunicación, la universidad.

Asimismo, el liderazgo neopopulista en nuestros países ha desplegado una política de sobreutilización de los medios, específicamente la televisión, para llegar con su imagen y discurso hasta “donde nadie podía llegar”, dando vida y canalizando aquello que recientemente ha sido abordado como la forma privilegiada de la videopolítica o política-espectáculo. (Taguieff, 2002: 117-121) o, como una forma original que se resume en la expresión cyberpopulismo (Hermet, 2001: 406-408).

El liderazgo populista de nuestros días –entiéndase bien, tanto en Europa como en nuestros países- se presenta a partir de los dichos y hechos del jefe político, convertido en el “gran comunicador”, el “hábil manipulador”, real y simbólico, de las aspiraciones y expectativas del pueblo movilizado por una causa común. Y en la medida en que el modelo de una democracia de opinión se va sobreponiendo al de la frágil democracia de partidos, el líder neopopulista se presenta “actualizado”, ahora preocupado por “dejarse ver más que entender” por un público que él considera cautivo. “Los canales de comunicación política –ha observado Bernard Manin- afectan a la naturaleza de la relación representativa: mediante la radio y la televisión, los candidatos pueden de nuevo, volverse a comunicar directamente con sus circunscripciones sin la mediación de la red del partido”. Asimismo, “el creciente papel de las personalidades a costa de los programas es una respuesta a las nuevas condiciones en las que los cargos electos ejercen su poder” (Manin: 1997: 268-269).

Fujimori en Perú y Chávez en Venezuela -el parecido es innegablemente de familia- contaron con los medios para “conquistar” electorados abandonados por un partidismo degradado en los dos países y, si bien se apoyaron en sus “partidos”, rápidamente constituidos para la ocasión (Cambio 90 y MVR, respectivamente), los mismos sólo servirían para alimentar la demagogia del líder mesiánico, asegurándole una necesaria apariencia democrática, escondiendo el virus autoritario del que siempre han sido portadores. Todo dentro de una política de transición hacia lo que el extremista neonazi argentino Norberto Ceresole, asesor de la primera hora chavista, llamaría “posdemocracia” (Garrido, 2001).

No nos extrañe entonces el hecho de que tanto el peruano como el venezolano hayan apelado, cada uno a su tiempo, a la conocida fórmula de la democracia participativa –y protagónica en el texto de la Constitución Bolivariana de 1999- como la fórmula política llamada a sustituir a la democracia representativa. Fórmula que paradójicamente han esgrimido unos cuantos dictadores, en una larga lista que incluye a Pinochet. Hoy en día, la misma ha sido recogida y popularizada por Evo Morales en Bolivia, Ollanta Humala en Perú y Rafael Correa en Ecuador en sus respectivas campañas electorales (Ramos Jiménez, 2006: 25).

El fervor populista de ciertas corrientes de la así llamada “izquierda reaccionaria”, que ha llegado con retraso a la política democrática en nuestro país, viene expreso bajo la forma de propuestas radicales, “innovadoras” y “progresistas” según sus cultores. Ello no sería importante si no fuera por el hecho de que en una buena parte de la literatura populista, el fenómeno ya había sido asumido y defendido, cuando no condenado, sea como “el socialismo de los países pobres” (Cf. Canovan, 2005: 78-79), o bien como una variante del así llamado “socialismo del Tercer Mundo”.

No deja de ser paradójico, por consiguiente -si no sintomático de una patología social- el hecho de que asistamos hoy en día en nuestro país a una suerte de recuperación izquierdizante del populismo tradicional. Así, envuelto en el ropaje de un indefinido “nuevo socialismo”, se ha pretendido cobijar la ilusión populista bajo la muy vaga promesa de una nueva sociedad, que portaría en su seno los fundamentos de un “hombre nuevo” socialista. De aquí que, ante la ausencia de un ideólogo o teórico de peso en nuestro país, han comenzado a llegar desde fuera unos cuantos “pensadores” espontáneos, convertidos en los portadores de la “buena nueva”, todo bajo la fórmula de un indefinido “socialismo del siglo XXI”.

En textos recientemente publicados, la psicóloga chilena Martha Harnecker y el activista alemán Heinz Dieterich se han propuesto, al parecer sin beneficio de inventario, vender al mundo una versión o lectura del así llamado “fenómeno Chávez”. Inicialmente, su propuesta llenaba ciertamente una laguna en la pobreza intelectual del chavismo. Y, desde la cómoda posición que asigna la exposición reduccionista y simplista de un discurso dirigido a un público masivo y no preparado, los dos profesores se han dado a la tarea de traducir la experiencia chavista de los últimos siete años como la versión corregida y actualizada de lo que entienden como el “proyecto histórico de Marx”. (Dieterich, 2005 y 2004; Harnecker, 2003).

Asimismo, en sus escritos Dieterich, asume su trabajo bajo la perspectiva que apunta en unas pocas páginas la intención explícita de alcanzar una formulación “racional-crítica o científica, estética, ética y cotidiana” (sic) de lo que, según él, constituye la convergencia actual de los “dos socialismos, cristiano y científico”, todo dentro de lo que a este autor se le ocurre, “sociedad postcapitalista” (Dieterich, 2005: 17).

En su búsqueda de una base filosófica del proyecto “revolucionario” de Chávez, el profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana de México procede a desentrañar el significado y naturaleza de lo que él denomina “nuevo proyecto histórico de Hugo Chávez”: “La larga noche de la teoría revolucionaria antiburguesa –se lee en el texto de Dieterich- duró tres lustros hasta que el revolucionario Hugo Chávez la rehabilitó públicamente y le devolvió su status emancipador, no solo en defensa de la humanidad, sino en pro de su liberación definitiva. Es en este sentido que se justifica la frase, “la Revolución Mundial pasa por Hugo Chávez” (Dieterich, 2005: 29. El subrayado es mío). Como pocos años antes con Fidel Castro, Dieterich aporta unos cuantos ingredientes para reafirmar una suerte de “culto a la personalidad” del presidente Chávez, heredero de la causa revolucionaria castrista, pasando por alto la vocación militarista del presidente venezolano .

Ahora bien, el viaje a las fuentes político-ideológicas del liderazgo personalista de Chávez apunta en la dirección de una combinación probable entre la herencia de Perón y el Che Guevara y, por lo mismo, corresponde a un imaginario social y político que nada tiene que ver con el socialismo. En todo caso, trátase de una amalgama específica, que confunde en el mismo espacio el ingrediente fascistoide del militarismo de Perón, particularmente su propensión a la arbitrariedad o a lo que en nuestros días se presenta como una neta legitimación de la ilegalidad, por una parte, y el voluntarismo obsesivo y sin mañana del segundo guevarismo, el mismo que se propuso en los sesenta llevar adelante un proyecto revolucionario continental de corte anti-capitalista, por otra.

Si nos detenemos a observar la orientación monopolista del chavismo, una vez superado el momento electoral –que dura un poco más de ocho años-, particularmente a partir de la invitación presidencial a la constitución de un “partido único de la revolución”, todo bajo la dirección y control del “jefe máximo”, ello nos parece un tanto alejado de las tesis del marxismo-leninismo y más cercano de las tesis antiliberales de Karl Schmit, el téorico filonazi del poder total. Así, la contraposición de una idílica “democracia participativa y protagónica” con la democracia representativa de cuño liberal, identifica la ideología chavista con conocidas posiciones totalitarias que, en su tiempo, esgrimieran los teóricos del nazismo en la república alemana de Weimar y los ideólogos del fascismo italiano de los años treinta.

En tal sentido, encontramos con mayor frecuencia de la que se podría pensar, en la retórica chavista, unos cuantos acentos relevantes del romanticismo político schmittiano, el mismo que se expresa con el recurso a fórmulas antirracionalistas y metapolíticas. Y es que, según el jurista alemán, la “democracia real o auténtica” no podía ser representativa, en el sentido de delegación de intereses. Aquella debe ser la “expresión de la igualdad entre pueblo y gobierno”, y debe realizarse en “la identificación del pueblo con un líder popular y carismático, en una forma más perfecta que en el estado de derecho” (Schmitt, 1990: 22).

Si como hemos visto más arriba, el ideal socialista, presente en la retórica chavista, encuentra límites decisivos en la naturaleza populista de la acción gubernamental del líder plebiscitario, la construcción compulsiva de un “partido unido socialista” en base a lealtades provisionales no asegura en modo alguno la viabilidad de un proyecto personal con pretensiones continentales. El “socialismo del siglo XXI” en la experiencia venezolana de los años recientes no es otra cosa que el ropaje ideológico de un genuino “populismo del siglo XXI”, con fuertes connotaciones militaristas. De aquí que el intento presente por inscribir la propuesta ideológica de Chávez y del chavismo en el poder dentro del viraje de la política latinoamericana hacia los terrenos de la izquierda encuentra obstáculos reales insuperables.

Notas de pie de página:
1.- Director del Centro de Investigaciones de Política Comparada, Universidad de Los Andes (Mérida-Venezuela). Director de la Revista Venezolana de Ciencia Política
Puestos de lado los folletos de propaganda oficial, actualmente en circulación masiva, un suplemento del diario Tal Cual y un apartado de la revista Zeta se han ocupado recientemente de la cuestión, sin detenerse en modo alguno en las implicaciones prácticas del intento presidencial por identificar su proyecto con un indeterminado socialismo.

2.- Entre las búsquedas teóricas más recientes sobre la cuestión populista, corresponde a Ernesto Laclau un lugar destacado. Para Laclau, el fenómeno populista no debe ser asumido como una anormalidad o desviación de la política –como ha sido tratado en la vasta literatura utilizada- sino más bien como “una posibilidad distintiva y siempre presente de estructuración de la vida política (…) una dimensión constante de la acción política, que surge necesariamente (en diferentes grados) en todos los discursos políticos, subvirtiendo y complicando las operaciones de las ideologías presuntamente “más maduras” ” (Cf. Laclau, 2005:27-28 y 33). Sobre el populismo revolucionario, véase Urbina y Cirino, 2005.

3.- Los estudios sociológicos y politológicos sobre el liderazgo en nuestro país apenas comienzan. Por nuestra parte hemos adelantado algunas hipótesis en trabajos recientes (Ramos Jiménez, 2002, 2006ª y 2006b).

4.- El fenómeno populista en nuestros países fue planteado a partir de diversas fuentes teórico-políticas, no siempre convergentes. Véase los trabajos de los argentinos Gino Germani y Torcuato DiTella, por una parte y los del brasileño Francisco Weffort y el ecuatoriano Agustín Cueva, entre los más representativos de las orientaciones de la investigación que arrancan en los años 60.

5.- La indefinición del término ha sido acompañada por marcados acentos peyorativos: Y es que el populismo nunca tuvo buena prensa en nuestros países: “Denostado por científicos sociales, condenado por políticos de izquierda y de derecha, portador de una fuerte carga peyorativa, no reinvindicado por ningún movimiento o partido político de América Latina para autodefinirse, el populismo –esa Cenicienta de las ciencias sociales- es, en resumidas cuentas, un problema.” (Moira Mackinnon y Petrone, 1998: 14).

6.- La política desplegada por Chávez y el chavismo en el poder, se movió en los años que precedieron al referendo revocatorio presidencial de Agosto 2004 en la arena movediza del desgobierno. La propensión chavista hacia una suerte de legitimación de la ilegalidad , con el líder plebiscitario ocupado en una campaña electoral permanente y en la promoción de políticas de resentimiento, están en el origen de una inestabilidad política que va provocando una alta conflictividad y polarización, más política que social ciertamente. Cf. Ramos Jiménez, 2004: 21-24.

7.- “La verdadera importancia del Tercer Mundo –ha observado Fernando Mires-fue alcanzada cuando en el contexto de la confrontación de bloques, el concepto pasó a tener uso político. (…) El Tercer Mundo comenzó a ser imaginado políticamente cuando fue evidente que el estallido revolucionario ruso no se multiplicó en el continente europeo, como creían los bolcheviques. (…) Amilcar Cabral, Che Guevara y Fidel Castro fueron socios cofundadores de la ideología del Tercer Mundo, de acuerdo con la cual la “periferia” se levantaba contra el “centro”, inaugurándose una realidad que a Marx nunca se le había pasado por la cabeza: la del socialismo del Tercer Mundo, en donde la idea de revolución y la del desarrollo se entrelazaban “dialécticamente” “ (Mires, 2005: 229-230. El subrayado es mío).

8.- En su conclusión provisional sobre las posibilidades de pervivencia de la revolución cubana, Dieterich se atribuye a sí mismo una tarea enorme, la de trascender las carencias científico-sociales de la experiencia cubana, puesto que, según él, “nadie sabe como construir el socialismo”: “La mediocridad de las ciencias sociales y de la filosofía en los países del socialismo histórico está íntimamente vinculada al actual problema de la transición cubana. De hecho constituye, junto con el problema cibernético del Partido-Estado, una de sus dos raíces más profundas. La razón de esta mediocridad la comparte con la filosofía latinoamericana. Ambas nacen de la mistificación de la verdad histórica. Son, en el sentido de Marx, ideología, es decir conciencia objetivamente falsa” (2006: 141-142).

No faltan elementos para ubicar al ideólogo alemán del chavismo dentro de lo que Fernando Mires, en texto reciente, ha denominado “restos del conservadurismo marxista de nuestro tiempo”, que coinciden con el fin del comunismo en los países del Tercer Mundo (2005: 15).

Hoy en día y en nuestro país, se desconoce –si alguien lo puede saber- hasta qué punto la profesora Harnecker sigue o aplica las lecciones de su muy conocido manual, desautorizado hace cierto tiempo port su maestro francés, Louis Althusser. En el caso de Dieterich, la inquietud revolucionaria parece inscribirse dentro del voluntarismo redencionista de una cierta izquierda europea, nostálgica de una “revolución que no se pudo dar”.

10.- Si bien es cierto que estas elucubraciones dietericheanas no encajan en modo alguno en la tesis socialista de las “dos izquierdas” de Teodoro Petkoff, ni en la posmoderna de las “dos derechas” de Rigoberto Lanz, las mismas cumplen una función integradora innegable en la relación del líder del “proceso” con sus seguidores más incondicionales.

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