Opinión Nacional

El triunfo de Chavezo la continuación del Cambio Populista

Para muchos, la reciente y abrumadora victoria de Hugo Chávez Frías en las elecciones presidenciales significa el triunfo del cambio en Venezuela y, por ende, la ruptura definitiva con la democracia de 1958. Es más, hasta se habla de un cambio revolucionario que finalmente dará inicio a una nueva etapa en la historia venezolana. Como bien lo ha afirmado Simón Alberto Consalvi, es cierto que nos encontramos –y desde hace rato, por lo menos desde finales de los 80- al final de un período histórico que viene incubando una transformación integral de nuestra sociedad. Pero, ¿realmente el gobierno de Chávez encarna e impulsará aún más ese necesario cambio estructural modernizador del modelo socio-político y económico de nuestra democracia, que va mucho más allá del puntofijismo y cuyas raíces podemos encontrarlas en el período postgomecista (1936-1945) y en el Trienio Adeco (1945-1948)?.

Sin ánimos de aguar las fiestas navideñas decretadas «bolivarianas» por el nuevo Presidente y la tradicional «luna de miel» de cada nuevo período gubernamental, (por el contrario, sólo intentando realizar un análisis prospectivo realista y objetivo de nuestro próximo mandatario y su gobierno), todo indica al menos por ahora que el triunfo del chavismo no representa ese cambio modernizador de la democracia venezolana; más bien, el mismo se inserta en la senda de ese tipo de «cambio» iniciado por el gobierno del Presidente Caldera en 1994 el cual expresa, a lo sumo, la continuación o profundización de una propuesta neopopulista. Propuesta ésta, cabe recordar, que tiene como antecedentes más inmediatos en América Latina los fenómenos llamados «antipolíticos y/o antipartidistas» (tales como los de Fujimori en Perú, Collor de Mello en Brasil, Menem en Argentina y Bucaram en Ecuador, entre otros muchos), los cuales se presentan como «nuevos» tipos de liderazgo y de organizaciones políticas con respecto a los actores y partidos políticos tradicionales. No obstante, lejos de ser realmente nuevos, dichos fenómenos constituyen formas y versiones modernas del populismo que históricamente ha prevalecido en nuestros sistemas políticos latinoamericanos.

El cambio populista

Ciertamente, el chavismo – por lo menos lo que se vislumbra hasta el momento- y el gobierno que emprenderá a partir de febrero de 1999, comparte con el calderismo varios rasgos populistas comunes. En primer término, la plataforma política que los lleva al poder y que luego les pretende dar piso político: un movimiento electoral supuestamente anti-partidista (pero con las mismas estructuras de un partido burocrático) basado en alianzas pragmáticas provenientes primordialmente del mundo de la izquierda. La diferencia entre el «chiripero» calderista y el actual «chiripero» chavista es que éste último tiene un tono marcadamente militarista.

En segundo lugar, el tipo de liderazgo mesiánico y demagógico que los dos lideres comparten. En el liderazgo de Chávez, se observa sin embargo un carisma más genuino en términos de popularidad, mientras que el de Caldera se fundamentaba básicamente en su imagen de padre salvador. En cuanto al discurso populista, sin duda el de Chávez está mejor logrado; es más holístico y sincrético al conjugar los mensajes y símbolos de corte nacionalistas y religiosos (recuérdese, por ejemplo, las referencias que suele hacer metiendo en un mismo saco a Jesucristo, Bolívar, Zamora y al poeta Walt Whitman). Un sincretismo, por cierto, que cala muy bien con la actual onda postmodernista.

En tercera instancia, cabe mencionar como rasgo similar entre el chavismo y el calderismo la falta de un programa o proyecto concreto de gobierno y, por el contrario, la presentación reiterada de medidas altamente efectistas y populares, tales como la lucha anticorrupción, el rechazo a políticas neoliberales y la lucha contra la pobreza. En el caso del chavismo, se ha pretendido agrupar las medidas bajo la propuesta político-ideológica –aunque poco elaborada y bastante superficial- de la denominada «Tercera Via» del actual mandatario británico Tony Blair, la cual pretende conjugar lo mejor del estatismo y del liberalismo. Propuesta y medidas éstas que sólo podrán ser alcanzadas –según sus proponentes- a través de una nueva Constitución y de una Asamblea Constituyente, ninguna de las cuales han sido claramente definidas.

Los retos del populismo

Se trate de un populismo de viejo o nuevo cuño, los retos que éste plantea a sus protagonistas y las consecuencias que acarrea a las poblaciones que lo siguen, son prácticamente los mismos. La historia no sólo venezolana y latinoamericana, sino mundial, es prolífera en experiencias aleccionadoras. Perón, Castro, Fujimori, Bucaram, para sólo nombrar algunos populistas de nuestra región, han tenido que enfrentar a mediano o largo plazo el reto de gobernar una población frustrada al no poder cumplir con las promesas y expectativas por ellos mismos creadas antes de llegar al poder. La mayoría de ellos han tenido que recurrir, con el tiempo, a medidas autoritarias, en forma explícita o subrepticia. Y la consecuencia ha sido, como norma general, un mayor descontento y rechazo de los pueblos hacia sus gobernantes.

Específicamente, los retos y consecuencias del populismo de Chávez parecieran de antemano aún mayores y más difíciles que los enfrentados por Rafael Caldera. Ello se debe a varias razones: Primero, Chávez prometió en su campaña –y continúa prometiendo- más medidas populistas radicales que Caldera. La Asamblea Constituyente es, sin duda, una de ellas, la cual ha pasado a transformarse en la imaginación colectiva los venezolanos como la gran panacea a todos sus problemas políticos, sociales y económicos. Tan fuerte ha sido el populismo del nuevo Presidente y tan altas las expectativas por él creadas, que él mismo –en recientes declaraciones públicas y luego de conocer la situación económica venezolana por parte de los informes preliminares de las diversas comisiones de enlace por él nombradas- ha reiterado que «no soy un mago» para resolver todos los problemas del país. Es más, desde ya, sin haber asumido todavía la Presidencia de la República, está intentando echar la culpa de sus posibles fracasos gubernamentales a los partidos políticos tradicionales, los cuales –por cierto- no han podido ni querido conformar hasta el momento algún tipo de oposición política. No por casualidad, distintos voceros del Polo Patriótico vienen señalando con insistencia en los últimos días que la no convocatoria de la Constituyente o la instauración de una Constituyente «chucuta» es responsabilidad de AD y Copei quienes » siempre buscan engañar por todos los medios al pueblo venezolano».

Pero tan importante que el haber tenido un discurso populista más acentuado que el de Caldera, está el hecho evidente de que Chávez cuenta con mayor arraigo popular y que fue electo con mayor porcentaje que su antecesor. Esto significa, de entrada, que cuenta con el respaldo de la mayoría de la población venezolana (al menos un 60%) para acometer sus políticas. Pero también significa que cuenta con una mayor responsabilidad ante sus electores quienes –según la mayoría de los estudios de opinión pública- le aceptan sólo si cumple su gestión eficaz, eficiente y democráticamente. El electorado venezolano actual no es mismo que escogió al Presidente Caldera, aquél que sin tapujos se apresuró a darle un cheque en blanco al calderismo. Se trata de uno más atento y vigilante, más pragmático y desconfiado, en virtud de las experiencias, crisis y frustraciones que ha vivido en los últimos cinco años.

Finalmente, si bien Chávez cuenta en principio con un piso político propio un poco más sólido que el que tuvo Caldera en su segunda presidencia (sin duda el MVR luce más coherente que Convergencia), también debe enfrentar un Congreso atomizado y poderes regionales y locales dominados por AD y Copei. Por otra parte, y en contraste con Caldera, aun cuando el nuevo Presidente cuenta con un mayor «enamoramiento» inicial por parte de las diversas elites del país, eventualmente también deberá enfrentar unos sectores que por naturaleza le son adversos ideológica y socialmente. Todo lo anterior le exige a Chávez y su equipo -aún más que a la administración pasada- una gran capacidad de negociación y de consenso para el logro de un buen gobierno y para mantener niveles aceptables de gobernabilidad.

Buenas intenciones

Todo lo anterior, sin embargo, no quita que tanto el chavismo como el calderismo en su momento (así como las diversas expresiones del populismo venezolanos) no hayan sido guiados por nobles y rectos propósitos. Esto vale la pena recalcarlo para que no se confunda ni desvirtúe el sentido de estas reflexiones preliminares en torno al nuevo gobierno. No cabe dudar –al menos hasta que se demuestre lo contrario- que Chávez y sus adeptos están buscado en principio el bien común venezolano, anteponiendo los intereses nacionales a sus intereses personales o ambiciones de poder. Pero la miseria del populismo, lamentablemente y como bien lo estableció el politólogo Aníbal Romero en uno de sus libros, arrastra las mejores intenciones y acarrea más costos que beneficios para la vida y desarrollo sano, moderno y armonioso de nuestra sociedad. Y lo que es peor: en la mayoría de los casos, como lo señalamos con anterioridad, los populismos terminan cayendo en algún tipo de tentación autoritaria.

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