Opinión Nacional

El veneno ideológico

El pasado día 26 de septiembre, más de la mitad del país rechazó la ruinosa revolución bolivariana. Lo hizo a pesar del ventajismo oficial, del abuso de poder y la intimidación por parte del gobierno. Personas razonables procurarían extraer lecciones de lo ocurrido y rectificar. Pero la mentalidad revolucionaria no funciona de ese modo. La autocrítica, para los revolucionarios, es una excusa para reforzar dogmas. De allí que lo único que cabe esperar de parte de Hugo Chávez y sus seguidores sea la radicalización del rumbo destructivo que les condujo al revés electoral.
 
A lo anterior se añade el miedo. La derrota tomó por sorpresa al régimen. La mentalidad revolucionaria difícilmente avizora los reveses pues se sustenta en dogmas, según los cuales el pueblo necesariamente apoya la revolución. El descubrimiento de que ello no es así constituye un trauma incomprensible. Paulatinamente, no obstante, la realidad se abre paso acompañada por el miedo: algunos revolucionarios empiezan e entender la magnitud de su impostura, comienzan a vislumbrar que su poder no es eterno y que eventualmente se verán forzados a rendir cuentas.
 
El miedo suscita reacciones opuestas: Por un lado lleva a algunos a afianzarse en los dogmas y a resistir hasta el fin; no queda más remedio, dicen. Por otro lado comienzan las deserciones; primero en las almas, que empiezan a agrietarse, luego en las mentes, que inician un proceso de descomposición, y finalmente en los corazones, que huyen presas del pánico.
 
La ideología revolucionaria es un veneno que impide el aprendizaje creativo. Es decir, impide el tipo de aprendizaje que permite corregir errores, abrir nuevas perspectivas y recomponer el panorama antes de que sea tarde. Por el contrario, la ideología revolucionaria produce un aprendizaje patológico, que en lugar de expandir horizontes los reduce, acelerando el rumbo hacia el abismo.
Me parece evidente que este es el tipo de aprendizaje que se ha apoderado del alma, la mente y el corazón del Jefe del Estado, para su desgracia y la de Venezuela. Más de siete millones de venezolanos se pronunciaron en contra de su claramente fallido experimento revolucionario. No obstante, para Hugo Chávez esa mitad del país no existe, ni siquiera la menciona excepto para ofenderla. Nada, nada de lo que la revolución hace funciona: las expropiaciones, los proyectos, las alianzas; nada, absolutamente nada lleva a parte alguna, excepto a la agudización de nuestra dependencia petrolera, a la profundización de la miseria, a la destrucción institucional, a la división de la sociedad, y a la subordinación a la Cuba castrista, a punto de expirar para siempre.
 
Pero el Presidente venezolano no quiere aprender. A decir verdad, no puede aprender; no puede, quiero decir, llevar a cabo un aprendizaje creativo, que le posibilite librarse de las cadenas ideológicas que le atan a un destino de fracaso inexorable.
 
Por encima de todo, el veneno ideológico le impide ver que ya se ha establecido una insuperable contradicción entre revolución y apoyo popular. En otros términos, y en adelante: mientras más revolución, más impopularidad para Chávez, pues revolución significa ahondar todo aquello que, precisamente, condujo a la derrota del pasado 26 de septiembre, al desgarramiento, el dolor y la incertidumbre.
 
¿Qué piensa hacer el caudillo revolucionario con los millones de venezolanos que se le oponen y que se multiplicarán día tras día? La batalla de opinión pública ya está perdida para Hugo Chávez y su disparatada revolución, y esa batalla es decisiva.

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