Opinión Nacional

Elecciones en el M0R

La institución partidista en Venezuela experimentó un amargo retroceso, a pesar del cumplimiento de algunas de sus formalidades. Lo cierto es que la mentalidad y la estructura populistas la tomaron por prisionera, cavando la tumba que –todavía- bordea como un equilibrista al que le pesan más las angustias en la elevada cuerda. No obstante, es necesario reconocerlo, se evidencia una recuperación que puede llegar lejos si el liderazgo democrático emergente está a la altura –ésta vez- de las circunstancias, cosa que no puede decirse de las fuerzas gubernamentales que se estorban entre sí para no caer.

Tardíamente, el oficialismo ha celebrado sus comicios internos. Uno de los partidos que sirven de sostén, el más emblemático sin dudas, ha cumplido con la formalidad, como si ello fuese suficiente para legitimarse. En realidad, la “revolución”, la que se pretende portadora de todas las novedades en la Venezuela de estos días, ha dado un triste testimonio de prematura senilidad con un proceso que ni siquiera cumple con los extremos establecidos en la propia Constitución que el régimen se dio (y puede decirse “cedió”, como ritual democrático).

Con elecciones de cuarto o tercer grado, los simpatizantes concurrieron a las sedes del MVR a depositar su voto o a registrar –simplemente- su firma en el marco de un proceso en el que no ha habido campaña electoral, porque tampoco ha habido una pluralidad convincente de fórmulas u opciones. Mientras un partido como COPEI, eligió por votación directa, universal y secreta de su militancia y simpatizantes a las autoridades, en medio de la crisis de finales de 2002, el oficialismo recurre a mecanismos anacrónicos que bien lejos se encuentran de su proclamada democracia participativa y protagónica
Perfeccionados el clientelismo y la prebenda, los comicios no regularizaron ni precisaron la condición militante de quienes abogan por el régimen. Creemos que no es ni será posible, a sabiendas que la concurrencia a las urnas o a la nómina partidista se debe a la esperanza de obtener alguna ventaja económica o burocrática, por ello el filtro de los “círculos bolivarianos” o “consejos patrióticos”, al quedar la sospecha fundada de que es el erario público, directa e indirectamente, el que ha sostenido la aventura, amén del empleo de las emisoras del Estado para promoverla en forma descarada.

No extraña que la comprensión de la institución partidista en los términos absolutos del poder, justifique un control también absoluto desde Miraflores tratándose de un fundo personal y exclusivo de Chávez. No fue una mera ocurrencia que los jefes de Estado, a partir de 1958, estuviese liberados de la disciplina partidista y, menos, que no ejercieran la presidencia de sus partidos, como tampoco lo es que el actual jefe de Estado sea –simultáneamente- jefe de Partido, Comandante en jefe de la Fuerza Armada o de cualquier otra expresión institucional o parainstitucional con una asfixiante simultaneidad que haría brillar de gozo a los caudillejos del siglo XIX.

La configuración del MVR, como la de otro capricho que tenga a bien idear Chávez o algunos de sus acólitos, incluyendo ese mamotreto conocido como Comando Político de la Revolución, cuya existencia jamás pasó por la Gaceta Oficial, nos permiten advertir la nulidad de toda noción republicana en quienes se creen repúblicos o republicanos. Con tristeza vemos cómo los supuestos revolucionarios del XXI no traen nada distinto en sus alforjas políticas, sino el más descarado retroceso. La sinceridad obliga al rebautizo: Movimiento Cero República.

La crisis enfermiza

Difícilmente los gobiernos anteriores admitían la crisis, hasta que el engañado Lusinchi la confesó como un obstáculo ajeno necesario de superar. Paradójicamente, como tabulador del estadio político que hemos alcanzado, Chávez no sólo la reconoce, sino que pretende convertirla en un peligroso activo de su gestión y, así, imputándola a sendas fuerzas de la conspiración, como si él no estuviera a la cabeza del Estado, comenta los niveles de desempleo con un desparpajo casi anecdótico.

Hemos enfermado tanto con la crisis prolongada de los últimos años que nos hemos habituado, pretendiendo correr más rápido para que ella no nos alcance. No obstante, cuando reparamos en la inexorable conexión de los grandes problemas públicos con los domésticos, de los colectivos y los personales, un divorcio dibujado con fuerte trazo por la llamada antipolítica, el hábito se convierte en un gesto desesperado por sustituir al actual vecino de Miraflores creyendo que el sucesor restaurará las distancias que nos confinaban en un gentil, aunque precario, confort.

Recurrimos a una vieja obra de Jean-William Lapierre, donde la antropología política anida en la teoría sistémica, para verificar que la crisis se ofrece como “una conjunción de perturbaciones exógenas y endógenas que tiende a reducir la variedad de un sistema por debajo de la variedad requerida para que pueda seguir funcionando y produciendo outputs conformes a sus objetivos”. Vale decir, desde una perspectiva de sus resultados, el régimen político está asediado por variables que la simple voluntad no puede domeñar, reducida cada vez más las posibilidades de responder a las constantes y crecientes demandas de la población.

La sustentación material de los venezolanos, afianzado el rentismo por esa versión tan particular de los “bolivarianos”, se reduce cada vez más. Y puede que los precios del crudo permitan una acumulación significativa de las reservas internacionales, pero –además de distinguir entre la avaricia indolente y el ahorro productivo- el ingreso petrolero fiscal por habitante disminuirá o se mantendrá en niveles muy modestos, bien entrado el siglo, mientras registremos un aumento de la población que también hará más complejos los problemas económicos y sociales.

Basta con hurgar algunas cifras, como las de Gustavo García, para constatar las reducidas posibilidades de respuesta que derivan de una contracción de aproximadamente 20 puntos del PIB, con un desempleo cercano al 25%. La administración, el gobierno y el régimen de Chávez hizo el milagro, pero al revés, agudizando una crisis devenida transición hacia el vacío, por lo que no hablamos de una pasajera e infeliz circunstancia, sino de una tétrica herencia que exigirá de audacia, imaginación y compromiso para –a mediano plazo- recuperar los niveles de vida de mediados de los años noventa, apenas.

Desde cualquier perspectiva ideológica que prefiramos, el horizonte amargo que tenemos por delante requiere de un realismo sin precedentes. La sensatez es ya una urgencia que trasciende todo el cálculo político que puedan hacer hoy los potenciales sucesores en el poder, frente a los herederos que –anticipadamente- recibimos la condena de eso que suele llamarse el “chavismo”.

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