Opinión Nacional

En mi café predilecto

Tomo asiento en la mesa del café al que siempre llego. Y es que desde un con leche uno ve la realidad distinta, o cree verla, cuestión de lo más sana que terminó haciéndome cliente de esta esquina diminuta.

Al fondo, en la pared desvencijada y cubierta casi en su totalidad por trozos de propaganda donde una mujer como ninguna te ofrece una cerveza, o la cajetilla de cigarros promete en sus ilustraciones acaso el mejor fin de semana -por eso de la playa, los amigos, la rumba y la vida que se banaliza hasta decir basta-, pues nada, allá al fondo un televisor hace de las suyas.

Resulta interesante ver cómo la gente se levanta de su asiento, se aproxima tanto como puede, y se detiene entonces justo frente a la realidad que vomita el aparato. Me llama la atención desde el comienzo: National Geographic Channel, con un documental sobre tsunamis, pone de cabeza a un grueso número de los presentes, los arranca de sus sillas. Me llama la atención porque Magallanes, o Caracas, o Ronaldo o la Vino Tinto no son ni por asomo mínimos protagonistas. Que un documental muy serio, encorbatado y almidonado como la mayoría de los documentales produzca semejante reacción, es como para fruncir el ceño.

Me llegó a la memoria la tragedia asiática, el horror de lo ocurrido ahí, y supuse que así somos los humanos, echados como gatos en brazos de la curiosidad, incluso al morbo que hurga y rehurga en lo espantoso, en lo poderosamente impresionante, en lo que nos revienta el piso. Somos dados a lo nunca visto, lo cual hace comprensible el novedoso interés por un programa que en otras circunstancias ocuparía los últimos lugares de la sintonía.

Pero se me ocurre que más allá de lo indecible, al lado de desastres que castigan con tanta violencia como dolor, existen hechos, se dan otras sacudidas cargadas de fuerza parecida, de daños gigantescos, de traumáticos sucesos. Son tsunamis menos espectaculares en el terrible instante de las vidas arrancadas de cuajo, pero tsunamis al fin: dictaduras de todos los pelajes, cientos de guerras que ahora mismo, cuando ordeno mi segundo café, suceden en el mundo, matanzas, genocidios, o nada más el hambre que se lleva demasiadas vidas por minuto.

Aquí, en este malogrado país que cada día se empeña en darle la espala al desarrollo, a la posibilidad de un futuro menos carcomido, trece mil muertos al año rubricados por la delincuencia es un terremoto, un huracán, un tsunami de proporciones increíbles. Hospitales sin curitas, golpistas confesos, defensores de sus golpes, acusando al resto de su misma enfermedad, educación en el subsuelo, instituciones destruidas, y en fin, debacle por donde se cuele la mirada. Tsunamis que explotan en nuestras narices.

La gente continúa, sigue de pie imágenes demoledoras en la tele. Uno piensa que lo extraño, lo desconocido, esos maremotos que arrasan lo que encuentran ganan existencia a miles de kilómetros de casa. Es un error. Se sienten en el patio, se notan en la calle. Basta abrir un poco más los ojos.

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