Opinión Nacional

En Venezuela tenemos una moral complaciente

 Defendemos la libertad de opinión; principio básico para vivir en sociedad, pero muchos desconocen el derecho a expresar libremente el afecto. Aspiramos a vivir en sana convivencia, hacemos llamados a la tolerancia, protestamos contra la corrupción y reclamamos garantías para el desarrollo pleno, aunque la mayoría de las veces muchos ciudadanos incurren en excesos que terminan por contradecir su discurso, aferrándose en ocasiones a una moral relativa y sin inconvenientes.

El estrés, las depresiones y la histeria, tan característicos de los gobiernos autoritarios, han ido cediendo espacio a una sociedad permisiva, que terminó desvalorizando la rigidez y la relevancia del vivir, para rendir culto a una época que niega los signos de responsabilidad, lo que ha hecho que desde múltiples puntos se nos bombardee con imperativos categóricos que en apariencia tratan de mostrar el renacer de una nueva ética.

Muchas personas hablan de la necesidad de luchar contra la corrupción en las que me incluyo, así como también proteger el medio ambiente, la solidaridad, equidad, transparencia, responsabilidad ética y de paz; sin embargo, la intención de querer corregir las cosas desde la superficie, pero con poco compromiso de querer cambiar las cosas de fondo, parece ser una tendencia creciente en esta época identificada con una subjetiva indiferencia hacia todo.

La eterna costumbre de condenar con severidad algunos cuestionamientos contra posturas críticas, acompañada también de la costumbre de absolver con facilidad otras, ha terminado por crear un relativismo moral peligroso, en lo que se refiere al derecho de opinión y del sentimiento.

Dos temas en apariencia disímiles, pero conectados por la libertad de expresión y por la tendencia del ser humano a negarse a tomar una postura equilibrada que favorezca tanto a quien lo reclama como a quien debe proporcionarlo.

Por estos días se ha estado reflexionando sobre la libertad de expresión, originándose interrogantes como ¿hasta dónde deben y pueden llegar los límites de ese derecho?, pues es común en nuestro contexto que antes de reaccionar ante una crítica que puede atentar o no contra el derecho a la libre opinión, bueno es para unos preguntar quién lo hizo y con qué fin, pues si es beneficioso para alguno de nuestros afectos o intereses, se puede tolerar, pero si no lo es, hay que censurarlo con alta voz y elocuencia.

Eso hace que nuestra moral, blanda y cambiante como gelatina, se ponga al servicio de algunos y de otros no. Igual ocurre con el derecho al afecto o al amor con responsabilidad, pues desde todas las edades, muchos propenden por el sexo frío y desconectado del sentimiento, para protegerse de decepciones amorosas y del desequilibrio emocional que de ellos se desprende, llegando a negar la necesidad de amar y sentirse amados, validando el final de la cultura sentimental.

Es común la tendencia de muchos padres a exigir a sus hijos que nieguen el término conquista amorosa, argumentando que están demasiado jóvenes, que les falta mucho por vivir y relaciones por experimentar, incluso se le sugiere al hijo o hija no enamorarse de manera profunda y seria, lo que resulta riesgoso y equivocado, pues detrás de la preocupación por evitar el fracaso sentimental de los hijos, terminan por implantarles una cultura de la ausencia sentimental, inyectándoles la posibilidad de tener una relación sin compromiso, como si la responsabilidad y la seriedad en el amor estuviera lejos del alcance de los jóvenes, quienes producto de malas orientaciones encuentran en la liberación sexual, el feminismo y la pornografía, una herramienta segura para levantar barreras contra las emociones y desechar las intensidades afectivas, que bien asistidas se convierten en elemento valioso para estructurar una ética de responsabilidad consigo mismo y con el entorno.

Tener libertad de opinión involucra también libertad para expresar afecto y emoción, regulándose por principios éticos como la palabra de Dios entre otras, sin ser estigmatizados de pre-modernos, para no caer en la cultura de lo light, pautada por el interés de sacar partido de la situación, amén de construir una intención de cambio desde la superficie y no desde la profundidad.

 

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