Opinión Nacional

Esta mina llora demasiado

Los mineros atrapados en Chile se quejaban a sus familiares de los desprendimientos de roca, pero la empresa pagaba mejor que ninguna.

Lo peor es que casi todos los mineros enterrados habían previsto la catástrofe. Todos le comentaron alguna vez a sus familias que había que dejar pronto ese sitio. «El Darío decía que esa mina lloraba mucho. Así es como ellos hablan para referirse a los desprendimientos de roca»

Aquel 5 de agosto en que 33 hombres cayeron enterrados bajo 700 metros de mineral, sus familiares continuaron sus vidas como si no pasara nada. Eran las dos de la tarde. A las tres, a las cuatro, a las cinco y a las seis, los 150.000 habitantes de la ciudad norteña de Copiapó seguían con su rutina. Los dos dueños de las minas habían optado por no avisar a nadie, ni siquiera al Gobierno

Los dueños del yacimiento tardaron horas en alertar del derrumbe

Todos hablaban de dejar ese trabajo cuando ganaran ‘platita’ suficiente

Varios empresarios del sector han donado dinero a las familias

Mientras tanto, abajo, el polvo cegaba a los mineros, según explicaría 17 días después Yonny Barrios a su familia. Y no había por dónde salir. «Se me cayó el alma cuando nos explicaba que salieron corriendo hacia la chimenea para subir por ella, pero no había escalera», comenta su hermana Zuleyma Barrios. «¿Cuánto pudo haber costado esa escalera? ¿500 dólares? Eso habría costado las vidas de 33 personas», explicaba el abogado Eduardo Reinoso a las 27 familias que han presentado una querella contra los dueños de Minera San Esteban.

Hasta las ocho de la noche no empezaron a llamar los responsables de la mina a las autoridades para contarles lo que sucedía. Los familiares se fueron enterando por el boca a boca a partir de las nueve. «Esas seis horas de trabajo se perdieron, y se podían haber aprovechado para rescatarlos con todos los medios posibles», comenta Zuleyma Barrios.

Lo peor es que casi todos los mineros enterrados habían previsto la catástrofe. Todos le comentaron alguna vez a sus familias que había que dejar pronto ese sitio. «El Darío decía que esa mina lloraba mucho.

Así es como ellos hablan para referirse a los desprendimientos de roca», explica Yésica Chilla, compañera sentimental de Darío Segovia, quien tiene 48 años, tres hijos de una relación anterior y tres hijas de Yésica a las que les ha dado su apellido.

«El día antes me dijo que la mina estaba a punto de asentarse y que no le gustaría ser uno del turno de trabajo cuando llegara el derrumbe. Pero necesitábamos la plata. Y él había acabado su turno de siete por siete [una semana de trabajo en jornada de 12 horas y otra de descanso]. Pero le ofrecieron horas extras y nadie se niega a las extras, porque te pagan el doble. Ese día iba a ganar 90.000 pesos [140 euros]. Pero él quería dejar ese trabajo para hacer fletes con una camioneta».

Todos cuentan una historia parecida. Iban a dejarlo cuando consiguieran platita, unas cuantas lucas para pagar deudas, para montar la casa o un negocio, para superar algún bache, para jubilarse más tranquilos. Muchos de ellos eran jóvenes sin apenas experiencia en minería.

En cuanto se supo la noticia, los familiares llegaron al desierto de Copiapó, donde se encuentra la mina, y allá acamparon, entre el calor abrasante del día y el frío de la noche. Les aguardaban 17 días de incertidumbre, de impotencia, de intentos fallidos de contactarlos, de frases lapidarias de expertos que decían que era harto improbable que los 33 se encontraran con vida, porque en una mina las cuadrillas se diseminan en los túneles.

Hubo hasta tres mineros de pico y martillo que decían que estaban dispuestos a bajar hasta el fondo, porque conocían el camino. Hasta que por fin, el 22 de agosto a la una de la tarde, un obrero bajó corriendo desde lo alto de la mina hacia el campamento y empezó a gritar. «¡Están vivos, están vivos!». Pero no había confirmación oficial. «Los 33 se las habían ingeniado para pintar de rojo el tubo que les mandaron. Así, cuando lo recogieran los de arriba se darían cuenta de que venía con mensajes», comenta Javier Castillo, secretario del único sindicato de la Minera San Esteban. «Pero el ministro de Minas se calló, no quiso decir nada hasta que no llegara aquí el presidente [Sebastián Piñera] y pudiera venderlo él mismo. Pero un minero se saltó la jerarquía y les cagó la estrategia. Si no llega a ser por eso, habrían prolongado dos horas más la incertidumbre y el sufrimiento de la gente», añade Castillo.

Alejandro Bohn, uno de los dueños de la mina, declaró esta semana: «No es momento de asumir culpas ni de pedir perdón». Y, además, ha advertido de que una mina cerrada no puede obtener beneficios y, por tanto, podría declararse en quiebra. La centena de mineros de San José que no sufrieron el accidente siguen acudiendo todos los días al tajo. Un autobús los lleva por el desierto durante una hora para que fichen y entonces… se pasan las 12 horas de su turno dando vueltas por el campamento, sin hacer nada. Al cabo de ese tiempo vuelven a fichar, otro autobús los recoge y un nuevo turno los reemplaza para no hacer nada. «Es absurdo, sí», comenta Dayana Donaire, esposa de un minero, «pero hay que hacerlo porque la empresa va a buscar cualquier pretexto para no darles el finiquito. Y a las tres faltas, te despiden y te quedaste sin él».

Algunos mineros han mostrado expresamente su preocupación por el dinero y las deudas contraídas. Al fin y al cabo, fue la necesidad de dinero la que los llevó hacia esa mina. El conductor de maquinaria pesada José Henríquez reclama por escrito a sus hijas que regresen a sus casas en Talca, a 16 horas en autobús desde la mina, y que no gasten más dinero «ahí arriba». En la película que los propios mineros han grabado, el enfermero Yonny Barrios le pide a su amante que se ocupe de transmitirle a la gente que ya pagará la plata que debe. Carlos Bugueño, de 27 años, le escribió a su madre en su primera carta que le «rescatara» la mochila del vestuario porque tenía la plata que había cobrado: 300.000 pesos (470 euros). Ese es el sueldo de la cesta básica, el dinero con el que una familia de tres o cuatro miembros puede vivir dignamente en Chile, según Javier Castillo.

La madre le ha respondido que ya le ingresó su dinero en el banco. Lo que no sabe el hijo es que, además de los 300.000, le esperan cinco millones de pesos (7.850 euros) que el empresario minero Leonardo Farkas ha donado para cada uno de los 33. Otro empresario que venía con él entregó un millón y un anónimo, otro millón. En total, a Carlos Bugueño le esperan casi 11.000 euros… De momento. Farkas pretende iniciar una campaña para recolectar uno o dos millones de dólares para cada minero. Los psicólogos han prohibido a los familiares hablarles de cuestiones monetarias a los atrapados. Pero en el campamento ya ha habido algunas peleas casi físicas entre esposas con papeles y amantes.

Pero, mientras tanto, sus vidas siguen pendiendo de un hilo. No será nada fácil rescatarlos sin que la mina vuelva a llorar.

 


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