Opinión Nacional

Ética y capitalismo

Hugo Chávez se balancea peligrosamente sobre un punto de inflexión, se debate intensamente entre el autoritarismo y el socialismo, por un lado, y la democracia y el capitalismo, por el otro.

Hugo Chávez ha puesto sobre el tapete el problema de la ética. Ha asomado la posibilidad -o tal vez la amenaza- de incluir en la nueva constitución el «poder moral». Y la preocupación fundamental es cómo lograrán el presidente y su Polo Patriótico conciliar la visión que tienen de la ética, con la que tienen de la economía. Hay una forma sencilla de lograrlo: cuando se entiende la moral como la simple solidaridad, como la preocupación ingenua por los pobres, la salida más sencilla es construir una economía socialista.

Afortunadamente, hasta los más recalcitrantes fundamentalistas dentro del chavismo, con toda seguridad habrán aceptado ya que la economía socialista es un sinsentido. La presión del contexto internacional y la inevitabilidad de la globalización dejan claro que el problema a resolver es cómo desarrollar la solidaridad humana dentro del capitalismo, cómo enfrentar la pobreza dentro de una economía de mercado. Dando por descontado que tan forzosa como la globalización es la necesidad ineludible de reducir la miseria en la que vive el grueso de la población.

Afortunadamente, también, del lado de los defensores del capitalismo se ha ido haciendo claro que si bien el mecanismo de mercado es un poderoso instrumento para impulsar «la riqueza de las naciones», de todas maneras hay que afrontar el problema de la pobreza. Precisamente porque el mundo tiende a globalizarse. Porque dondequiera que el mercado logra elevar el nivel de vida de una población… ¡se incrementa la afluencia de pobres! La globalización implica necesariamente que la pobreza de cientos de millones de seres humanos del Tercer Mundo gravite sobre los países que logren incrementar su riqueza.

«A largo plazo», y dadas unas determinadas tasas de crecimiento de la población y del PIB mundial, no cabe la menor duda que el capitalismo puede resolver eficientemente el problema de la pobreza. Pero éste, bien lejos de pertenecer al largo plazo, es más bien inminente y explosivo. Es precisamente en el más cortísimo plazo donde hay que resolverlo. Porque aunque se pudiese lograr que la relación entre la tasa de crecimiento de la población y la del PIB sea la más adecuada, la que exige «el modelo», la gran masa de pobreza ya existente clama por respuestas rápidas.

Contexto en el cual aparece la idea básica que deseamos plantear: la problemática moral que la pobreza implica deberá ser asumida directa y explícitamente por el capital. O, más exactamente, por la clase capitalista. En los primeros dos siglos de dominio pleno de este sistema, el problema ético -el problema de los pobres- le ha sido asignado al Estado, al Welfare State. Ha operado allí una cierta división del trabajo, por demás muy sui generis: el capital se ha encargado de incrementar la riqueza y el Estado de redistribuirla; el mercado garantizaba la producción eficiente y masiva de bienes y servicios y al Estado competía el encargarse de los pobres.

En la esfera específica de la política, han sido los 100 años de la socialdemocracia y el socialcristianismo. El capitalista -encerrado en su egoísmo smithiano- pagaba impuestos y se desentendía del problema de la pobreza. Para eso estaban precisamente aquellas dos corrientes políticas centradas en «lo social». Era una separación drástica entre el Estado y el capital que dejaba completamente fuera de juego a la ética. Éste producía y el aquél repartía. La redistribución del ingreso era -y todavía es- vista como un problema estrictamente «práctico»: había que impedir que los pobres nos aplastarán. La economía y la política funcionaban como estancos, sin tener que ver mayormente la una con la otra.

A pesar de la fuerza que ha llegado a tener el neoliberalismo, el Estado deberá seguir asumiendo el problema de la pobreza. Pero el capital privado tendrá que involucrarse cada más directamente en él. Deberá asumir cada vez más el papel de correa de transmisión entre la economía y la política. Las nociones de libertad y responsabilidad individuales -los símbolos del siglo XVIII- deberán volcarse cada vez mas hacia la sociedad, deberán reforzarse como fundamento y «constituyente» de la persona, pero tendrán al mismo tiempo que superar el egoísmo smithiano. Perfectamente legítimo, éste, en la fase de surgimiento del capitalismo, pero difícil de mantener en el mundo de la globalización.

Todo lo cual es perfectamente válido en términos generales -y a nivel de los países desarrollados está empezando a plantearse con fuerza- pero es más válido aún y cobra mucho más sentido en Venezuela. Hugo Chávez se balancea peligrosamente sobre un punto de inflexión, se debate intensamente entre el autoritarismo y el socialismo, por un lado, y la democracia y el capitalismo, por el otro. Entre una visión medieval y colectivista de la moral y otra centrada en la libertad individual y el pluralismo. Es una maravillosa oportunidad para que el capital asuma, sino plenamente, al menos en alguna medida la dimensión moral del ser humano.

Por razones evidentes -por el peso desproporcionado que el Estado tiene- en Venezuela más que en ninguna otra parte ha operado esa disociación drástica entre economía y política, entre capital privado y Estado. La clase empresarial venezolana -presionada por una estructura económica completamente anómala- no ha podido desarrollar un compromiso ético para con la sociedad. Ojalá que el «poder moral» colectivista que Chávez blande sobre nosotras cabezas estimule como contrapartida el compromiso ético del capital.

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