Opinión Nacional

Exceso de formalidades

Si hay algo que nos gusta a los venezolanos son las formalidades para los actos públicos, y en lo que refiere a actos judiciales, los abogados somos los verdaderos expertos.

Esto resulta contradictorio pues para el resto de las actividades cotidianas (empezar las reuniones, cumplir los compromisos o la palabra dada), la informalidad parece ser la regla.

Las formalidades llamadas “rituales” son las aplicadas a los actos legales. Ellas las heredamos de los romanos y luego de los españoles. Los romanos no podían hacer un acto público sin un ritual. Para comenzar a discutir la propiedad de un esclavo en un juicio, las partes representaban una especie de teatro en el que cada uno tocaba el hombro del infeliz con una varita llamada “vindicta”, símbolo de propiedad y decían palabras rituales “soy tu propietario”.

Cuando vendían una cosa simulaban que estaban en un mercado, frente al señor llamado “libripens”, que pesaba los objetos. El comprador sujetaba la cosa y después de tocar con una moneda de cobre la balanza tenía que decir “esta cosa me pertenece” y le entregaba la moneda al vendedor como símbolo de pago.

Del matrimonio ni se diga. Todavía conservamos casi intacto ese rito bi-milenario, cuando simulamos la compra de la novia cuando nos la entrega el padre para luego pagarla con las arras. Después, las palabras rituales: “si la compro”, ¡perdón!, “si la amo”. A continuación cortamos la torta que antes era un pan (panis farreus) y cargamos la novia al entrar en casa del marido (deductio in domum mariti) que simbolizaba un acto de fuerza de quién arrastra algo a su propiedad. ¡Machismo puro!

De España (Hispania, ex-colonia romana) heredamos más rituales, como ese de ponerle sellos por todas partes a los documentos legales, tal como lo hacía el Rey, sin los cuales consideramos que no tienen ningún valor.

Los tribunales venezolanos fueron centro de todo tipo de rituales inútiles. Conocido es el caso de anular la apelación que hacía el perdedor de una sentencia si era presentada el mismo día en que era publicada, ¡porque tenía que ser al día siguiente!. Y si al siguiente se le ocurría decir “ratifico la apelación” se le invalidaba también porque ello significaba “ratificar lo equivocado”.

La Corte Suprema sostuvo muchos años que las normas que establecía la Constitución eran simples programas, que no podían ser aplicadas si no existía una ley que las desarrollara. No bastaba con que se consagrara el Amparo Constitucional, por ejemplo. decían que sin una ley era inaplicable y así nos tuvieron ventisiete años.

Lo mismo ocurrió con la seguridad de los trabajadores. Cuando promulgaron la Ley de Medio Ambiente y Seguridad en el Trabajo los jueces inventaron otro ritual: no la querían aplicar porque no existía un reglamento.

Estos y otros cientos de disparates envenenaron la justicia venezolana hasta el punto de que nadie creyó más en ella.

Los argentinos, con mejor criterio, han anulado desde hace mucho tiempo las actuaciones de los jueces que incurren en lo que ellos llaman “Exceso Ritual Manifiesto”, así establecieron brillantemente que: “…el proceso civil no puede ser conducido en términos estrictamente formales. No se trata del cumplimiento de ritos caprichosos, sino del desarrollo de procedimientos destinados al establecimiento de la verdad jurídica objetiva” (12-11-85).

La nueva Constitución, con excelente criterio, le declara la guerra a los rituales tribunalicios cuando señala: “El Estado garantizará una justicia (…) sin formalismos ni reposiciones inútiles”. Pero por otra parte repite cuatrocientos treinta y tres veces que “la ley dirá, hará o establecerá” algo. Nos preguntamos si los amantes de los rituales no interpretarán eso como una nueva invitación al “exceso de formalidades”, es decir, a no aplicar las normas constitucionales si no hay una ley que las regule.

Si no cambiamos de mentalidad, probablemente tardaremos otros cuarenta y un años en dictar todas las leyes necesarias para que comience a funcionar la Constitución.

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