Opinión Nacional

Explicando logros y fracasos

A menudo se habla del fracaso del gobierno en su gestión y especialmente en la administración de empresas públicas -y en particular en Pdvsa- pero poco se dice de las razones de fondo de ese fracaso, que puede atribuirse básicamente a que los empleados públicos son evaluados mayormente por su lealtad al partido gobernante que por su rendimiento, contraviniendo así un principio clave en cualquier actividad que dependa del logro o de las ganancias. En otras palabras, no se aplica en absoluto una regla fundamental que regía en la antigua industria petrolera, otrora una de las más exitosas del mundo y que trató de conservar en los primeros tiempos de la nacionalización una política que aplicaban las antiguas trasnacionales, como es la meritocracia. Esa política significa que los empleados son evaluados esencialmente por sus logros y, de no presentarse éstos, se les retrasa el progreso profesional o, en última instancia son sacados de la organización, que no puede darse el lujo de mantener empleados improductivos. El mismo principio rige en la empresa privada, tan vilipendiada últimamente, donde el logro significa contribuir a generar ganancias apropiadas, y -de no existir éstas- la empresa va a la quiebra o debe dedicarse a otra actividad. Esto explica porque todas las empresas del estado son deficitarias, tales como las metalúrgicas de Guayana y las agroalimentarias, e incluso la misma industria petrolera está endeudada al máximo, ya que dedica una buena parte de su tiempo a actividades políticas, y no daría ganancias si no fuera por los altos precios del petróleo. La prueba más evidente se manifiesta cuando se expropia una empresa privada anteriormente rentable, y la misma empieza a dar pérdidas en poco tiempo ya que no hay incentivos para que dé ganancias cuando sus gerentes y empleados -la mayoría sin las aptitudes o experiencia necesarias- son evaluados mayormente por sus simpatías hacia el régimen o sus contactos de alto nivel.

Aunque la política de la meritocraciao de la rentabilidad no parezcan aplicables en la administración central propiamente dicha, en realidad siguen siendo válidos en los ministerios ya que la satisfacción del público que utiliza sus servicios debería ser el principio con el cual son evaluados los empleados, o sea su logro en ser verdaderos ‘servidores públicos’, un concepto poco comprendido en gobiernos populistas. Pero, con muy pocas excepciones estos servicios son de baja calidad, con deficiencias notables, ya que difícilmente se puede eliminar un empleado público que tiene el carnet del partido de gobierno o manifiesta sus simpatías hacia el mismo. El resultado palpable lo sufre el ciudadano común, ya que no recibe una atención apropiada, y menos esmerada, ignorándose que son los impuestos que paga el ciudadano los que mantienen el ministerio. Aún si el mismo es financiado parcialmente por la renta petrolera, que provee casi la mitad de los ingresos estatales, dicha renta le pertenece a la ciudadanía en general, y no sólo al gobierno de turno, así que hay pleno derecho para exigir un buen servicio. Quizás la falla estriba que tenemos una ciudadanía muy conformista y pasiva, que no reclama el mal servicio por temor a ser discriminado o no ser atendido debidamente. Claro, el momento clave para la evaluación y el reclamo debería venir a la hora de las elecciones, donde se puede juzgar un gobierno -sea nacional, regional o local- y votar contra los administradores de turno, pero ahí intervienen otros factores como la simpatía o artimañas del candidato o los intereses propios del elector, especialmente si mantiene negocios (lícitos o turbios) con el gobierno o tiene familiares enchufados en la administración pública.

Es fácil visualizar qué distinto sería si se aplicara el principio de la meritocraciaen las empresas del estado o los empleados se sintieran verdaderos servidores públicos. Pero no se trata solo de formular estos principios como normas obligantes, sino que los altos funcionarios deben dar el ejemplo, y éste ha sido mucho menos que ejemplar en los últimos tiempos, y especialmente en los gobiernos que se dicen ‘revolucionarios’, que se especializan en propaganda engañosa y en los que se evidencia mucho sectarismo, como si los ‘opositores’ -o incluso los neutrales-, son mal vistos si no simpatizan con las medidas gubernamentales, ignorándose que son ciudadanos venezolanos y tienen los mismos derechos que los acólitos al partido de gobierno. Los malos servicios se deben también a la mala administración de los presupuestos, que en muchos casos son derrochados por razones políticas, aprovechándose de la generosa renta petrolera o la falta de rendición de cuentas de los altos funcionarios públicos, a quienes la meritocracia parece ser un principio abstracto que no les concierne.

Aunque estas fallas han sucedido en cierto grado en todos los gobiernos, tanto de los períodos dictatoriales como de la era democrática, en los últimos tres lustros se han manifestado con mayor frecuencia, ya que se están combinando las fallas de ambos tipos de gobierno: por una parte se imponen políticas y normas sin la debida aprobación de la ciudadanía, a veces contraviniendo incluso la Constitución, y por otra parte la democracia brilla por su ausencia o se practica sólo en las elecciones, y aún éstas son de dudosa transparencia, especialmente cuando todos los poderes se someten al ejecutivo. Para cambiar esta situación, se necesita una mayor participación ciudadana en todas las actividades públicas, y mayormente en el momento electoral, para hacer sentir el peso del ciudadano a la hora de adoptar esquemas distintos a los de probada efectividad, pues de lo contrario se impondrán normas y medidas que favorecen a un sector determinado o contrarias a los sagrados principios de la meritocraciay de un adecuado servicio público. El ciudadano retomará el control cuando se dé cuenta que su indiferencia es la que ha permitido los abusos y las fallas recientes y no puede quejarse si no participa más activamente, tanto con palabras como con hechos.

 

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