Opinión Nacional

Farándula y política

¿Qué tienen en común Lila Morillo, Ivon Atas, Malula o la famosísima Irene Sáez, con Winston Vallenilla, Magglio Ordoñez, Miguel Ángel Pérez Pírela o Antonio Álvarez? Pues que todos ellos fueron o son postulados como candidatos a elecciones locales y, a su vez, fueron o son abanderados de propuestas políticas que tuvieron que apelar en sus últimos días a la farándula para compensar su propio desgaste.

A mediados de los 80 el envejecido bipartidismo trató de obtener popularidad tomándola prestada de artistas o deportistas. En su momento, la izquierda radical de entonces, los que gobiernan hoy, se rasgaron las vestiduras criticando lo que con razón calificaban de treta de los partidos del establishment. Hoy son ellos los que imponen candidatos venidos de otros campos. Sin historial político y mucho menos revolucionario. Lo que demuestra que el proceso, en verdad, como que no tuvo muchos hijos.

En lo particular, poco importa quienes sean los actores o deportistas que hayan tenido esa repentina vocación política. Hoy como ayer, la culpa no es del ciego, sino de quien le da el garrote. Eximiendo lo poco exitosos que han sido quienes se meten a representantes del pueblo de la noche a la mañana, es legítimo que cualquiera tenga aspiraciones, más aún cuando el requisito para completar la nómina es salir en televisión, antes que la formación para el cargo o el desarrollo de la fulana consciencia que en sus tiempos exigía el fundador.

Es común que los líderes nacionales de propuestas políticas en declive se desconectan de la población, especialmente cuando se trata de temas específicos y locales. Tienden a escuchar a los aduladores, quienes les dicen que todo marcha bien, y al tratarse de personajes del espectáculo, pues la posibilidad de convertir la política en frivolidad es todavía mayor.

No será esta la primera ni la última vez que famosos aporten sus nombres para respaldar candidatos o banderas políticas. Pero más allá de un simple ejercicio de marketing, en política la autenticidad es fundamental. En nuestro país que una figura pública no política, apoye a una u otra opción, es definitivamente una apuesta cuasi moral, de la cual retractarse o cambiarse, puede significar su final, no sólo político, sino también artístico. ¿Cuánto capital popular están arriesgando los candidatos de la farándula oficialista? Eso se lo dejamos a los responsables, es decir, su propio público quienes en su momento serán los electores.

En cualquier caso, e independientemente del tamaño del riesgo, quienes decidieron apostar por la farándula política, deberían saber que los electores diferencian cada vez más entre políticos y actores, gerentes y cantantes, servidores públicos y estrellas del deporte. El pueblo sabe que los problemas son cada vez más grandes y, por lo tanto, la gestión de las comunidades se ha convertido en un asunto demasiado serio como para dejárselos a la improvisación de las tablas o del terreno de juego.

Usar deportistas y artistas, más como línea política que como una eventualidad puntual, es apostar a la antipolítica, menospreciar al pueblo y, lo más importante, reconocer que la revolución, sencillamente, ha terminado.

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