Opinión Nacional

Franz Kafka, El Demiurgo

Hay hombres que trajinan el dolor hasta convertirlo en la semejanza del dolor que todos llevamos dentro. Así Vallejo hizo de su propio destrozo, un espejo para que nos pudiésemos mirar en él. Sólo que no siempre lo hacemos. Abrimos las páginas y es tan terrible la imagen que nos revela, que preferimos cerrarlas, para no advertir hasta qué punto somos también responsables de su pena, que es la nuestra y que es la trágica pena del mundo. Así recubrimos el espejo, para que no se asome siquiera a perturbar las alegrías que nos hemos fabricado.

ES NUESTRO EL ABSURDO

Así hay hombres que desandan el absurdo de este mundo y lo transforman en testimonio y expediente de esto que llamamos vida. Y también lo ignoramos. ¿Con qué valor habremos de admitir que vivimos una vida sin sentido, que recorremos tan largos e interminables pasillos como los que le tocó al Sr. K desandar tan sólo para saber que no habría de llegar a parte alguna? ¿Cómo nos atreveremos a entender que somos nosotros los hacedores de ese absurdo y que además para sentirnos mejor, atrapados como estamos en sus leyes, lo organizamos, etiquetamos, y hasta lo hacemos ciencia y conocimiento, para luego festejarlo como si fuese ajeno?
En Franz Kafka encontramos nuestro propio diario. El que no escribimos, ocupados como estamos en cosas trascendentes. Sentados ante una taza de café pasamos, como si nada de la franja de Gaza a la ciudad de Bagdad, del video de Bin Laden, a la última alocución del presidente Bush, de las silenciosas masacres diarias a los discursos epopéyicos del GP. Pero lo hacemos de prisa, para poder llegar a lo que realmente nos interesa en el día de hoy: los resultados del fútbol. Para eso estamos encerrados en los muros que nosotros mismos hemos levantado, para que esas cosas banales de la historia no perturben la marcha diaria de nuestras gigantescas transacciones vitales.

TOPOS DE UN ETERNO AGUJERO

Franz Kafka fue un hombre atormentado. No le faltaban razones. Como a nosotros no nos faltan tampoco. Sólo que trascendió su tormenta individual hasta trasmutarla, como un demiurgo, en el tormento de cada uno. Y sin embargo apenas nos limitamos a reseñarlo como el extraño creador de un relato llamado La Metamorfosis, o a seguir los hilos de sus conflictos a través de sus papeles.

Lo que no hacemos es reconocernos en aquel insecto que lleva nuestro nombre grabado en su caparazón. Preferimos ser caza-insectos, jueces o acusados, desandadores de pasillos o fabricadores de prisiones, en un proceso que nunca termina ni acaba, habitantes de un castillo cuyas puertas conducen a sí mismas. Topos de un eterno agujero hecho de olvido. Por eso somos excelentes entomólogos pero no inventores de vida. Piezas de una obra de ingeniería que no sabemos quién construye ni para qué, pero que nos hace creer, desde el fondo de un túnel, que es nuestro el cielo abierto.

¿Y CÓMO ESPANTAR LA MUERTE?

Hoy Kafka debe servir para releernos. Para replantear nuestros propios absurdos y preguntarnos por qué aceptamos tan mansamente creer que vivimos. Para responder a la gran interrogante de por qué no podemos espantar la muerte que nos ronda, que viaja por las calles, trepa por el aire, se agazapa en el rostro de los niños, se oculta tras los bastidores de los dueños del circo.

Las peripecias kafkianas expresan con fuerza inusitada el enrevesado, interminable y fatigoso camino de nuestra muerte. Sólo que como el personaje, fascinado ante aquella tumba en la cual el artista grababa su nombre, no alcanzamos a entender que es nuestra la sepultura.

Kafka, como Vallejo, son claves para descifrar este tiempo. Y son una herramienta para burlar al carcelero, una lámpara en medio de la noche, un estruendoso estallido de silencio entre tanto ruido. Y sin embargo, como tantos otros, no pudieron contribuir con sus visiones a detener las guerras ni a disminuir tanta saña entre hermanos, tanta escisión entre todos, para que aquel absurdo se redujera, para que comenzara a fluir un hilo de vida entre los escombros de nuestra propia humanidad destrozada.

Hoy seguimos impasibles observando como los muros se estrechan contra una humanidad desvalida, que tiene en cada uno de nosotros, un efímero representante de lo fútil. Y todavía creemos que somos trascendentes, que nuestro hacer tiene destellos de grandeza, que nuestros pasos convocan futuros.

CLAMAR POR LA VIDA

En estos tiempos de aterradora devastación, local, nacional y planetaria, en el que todo parece andar al revés, en el que no hay concierto alguno sino una dolorosa, trágica y permanente convocatoria a la guerra, a la destrucción, a la masacre de unos contra otros, de otros contra uno, donde la venganza asume el papel de la razón, donde unos pocos, a buen resguardo, manejan a muchos, para que realicen una confrontación y liquiden o sean liquidados en nombre de algo que ni siquiera conocen ni les será dado a conocer, no encontramos mejor manera de conmemorar a ese gran visionario que fue Kafka, sino ésta de clamar por la vida.

Nos negamos y nos negaremos siempre a convertirnos en recipiente de saberes inútiles, en náufragos permanentes entre palabras dispuestas para mentir. Preferimos el silencio que contiene en toda su hondura el torbellino doloroso del futuro.

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