Opinión Nacional

Frivolidad y sufrimiento

A hora que las fuerzas tenebrosas del terrorismo han regresado a las calles colombianas, y que Venezuela retornó al ya conocido forcejeo de los grupos violentos que tratan de impedir a los dirigentes de las fuerzas democráticas ejercer sus derechos políticos, he vuelto a una imagen que presencié en Nicaragua cuando la guerra entre sandinistas y contras ya había cobrado 26 mil vidas y, por primera vez, delegados de ambos bandos se reunían para adelantar negociaciones de paz que por entonces promovía la diplomacia venezolana.

Managua. 1989. Frente al hotel Camino Real, una rueda de aproximadamente cincuenta hombres espera a los negociadores de paz. Todos son jóvenes. Entre 18 y 25 años de edad.

Campesinos morenos e indígenas. Visten de civil pero con sus cortes de cabello a ras. Cerca de la mitad en sillas de ruedas.

Otros, ayudados por muletas.

Algunos sin piernas. O sin un ojo, un brazo, una mano.

Cuando aparece el primer vehículo oficial que trasporta a los representantes sandinistas, los miembros de la rueda que aún tiene manos toman la de sus dos vecinos en señal de solidaridad mutua y comienzan a lanzar al unísono las mismas consignas. Claman por el fin de la guerra. El retorno a la convivencia en paz. El cese de la muerte entre hermanos. Algunos lloran amargamente.

Al principio no entiendo a cabalidad aquel cuadro perturbador, mitad Buñuel de Los olvidados mitad Tadeus Kantor de La clase muerta. «Una manifestación de contras», me digo. Pero no es verdad. Quienes manifiestan son mutilados de ambos bandos de la guerra en curso que han decidido presentarse allí unidos e intercalados -un contra, un sandinista; un contra, un sandinista- para demostrar que sin los uniformes son indiferenciables. Las mismas gentes y el mismo sufrimiento. Que las causas por las que pelean desde años las han olvidado. Y que lo mejor será bajar las armas, curar las heridas y volver a comenzar de nuevo.

Sentados ahora en la mesa de la democracia.

Aquella tarde, la mirada perpleja de los negociadores me permite recordar que toda resolución violenta de un conflicto entre miembros de un mismo país que pudo haber logrado salidas democráticas tiene siempre algo de fanatismo, ceguera y arrogancia de parte de la generación que la suscita. Pero, sobre todo, que hay una gran frivolidad de parte de quienes no son capaces de prever -desde el principio- los niveles de daño y sufrimiento que se preparan a infringir a los bandos que se enfrentan y que al final, tarde o temprano, tendrán que volver a sentarse en la misma mesa.

Es, seguramente, lo que nos recuerda la bomba de Bogotá.

Que los liberales y conservadores que desataron los demonios en la década de los 40 compartían, como lo escribió Carlos Mario Perea, una misma cultura política tradicional, con una fuerte carga religiosa, basada en la exclusión y aniquilación discursiva del otro, que les impidió comprender que abrían una herida, larga, sangrante y fúnebre que todavía Colombia no ha logrado sanar.

Los sucesos de Caracas también nos recuerdan dos cosas.

Una buena. Que a pesar de la crispación de estos años, los venezolanos -que padecemos una monstruosa violencia delincuencial y hemos introyectado un profundo odio ideológico- no hemos caído aún en una de esas irreversibles espirales de violencia política sangrienta que luego lleva décadas detener.

Y una mala. Que en estos 14 años el animal de la violencia que se vuelve loca ha estado allí. Esperando detrás de la puerta. Agazapado en las frases incendiarias y los lemas del tipo «todo o nada». Escondido en las premoniciones de quienes anuncian que «esto va a terminar con sangre».

Pero está claro que el juego está trancado. Que hay millones de lado y lado que no se mueven de lugar. Que esta no es una isla cercana a Florida y ningún proyecto podrá realizarse mientras la negativa a convivir persista. Que es mejor disfrutar a tiempo en la mesa de la democracia y apostar más a la paciencia de los votos que a la heroicidad del sufrimiento. Porque el sufrimiento, nos enseñaron los mutilados de Managua, es el mismo para todos. No importa el uniforme.

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