Opinión Nacional

¡Fuerza bruta!

Las medidas recientes adoptadas por el gobierno de Nicolás Maduro, reprimiendo protestas cívicas y golpeando a estudiantes armados sólo de valor y de coraje, así como la detención del general Antonio Rivero, acusado nada menos que de «asociación para delinquir», muestran el rumbo que le va a imprimir a su gestión, y el destino que les espera a todos los venezolanos que se atrevan a disentir. El despido de funcionarios que no votaron por el candidato presidente es otra indicación de lo mismo.

Pero el signo más evidente de la ideología que inspira al actual régimen lo ha dado el teniente Diosdado Cabello, ese memorable soldado de la heroica jornada del 4 de febrero, que ahora ocupa la presidencia de la Asamblea Nacional. No me refiero a su afán inquisidor, exigiendo que, para poder hacer uso de la palabra, los diputados deban reconocer a un presidente sospechoso de haberse impuesto gracias al fraude, cuestión que ya ha sido suficientemente comentada; tampoco quiero referirme a la función del Parlamento, o a la política entendida como el diálogo y el acuerdo entre distintos sectores de la sociedad, a veces con intereses antagónicos. A lo que estoy aludiendo es a la salvaje golpiza propinada a los diputados de la oposición.

Lo ocurrido el 30 de abril pasado en la Asamblea Nacional no fue un incidente menor, o una anécdota desprovista de trascendencia, que debamos ignorar. No se trató ni de una pelea callejera, trasladada al recinto del Palacio Legislativo, ni de un hecho no premeditado que surgió en medio del calor del debate. Esa agresión fue planificada en todos sus detalles, incluido el cierre de puertas, la exclusión del acceso de periodistas, la cámara de la televisión apuntando al Escudo Nacional, la presencia de los matones suplentes, y la mirada complaciente de quien tiene la responsabilidad de garantizar la seguridad de los diputados. ¡Nada fue dejado al azar! Con la misma contundencia y eficacia de los «fasci di combattimento», creados por Mussolini para amedrentar e imponer el terror, los «guardaespaldas» de Cabello aplastaron físicamente a los parlamentarios de la oposición. Precisamente en eso consiste el fascismo que tanto denuncia este régimen; el control del Estado por parte de un grupo que no acepta la disidencia, y que pretende imponerse por medio de la fuerza. El fascismo odia la inteligencia, y por eso elude el diálogo. Más que una ideología o una doctrina económica, el fascismo es una forma de hacer política mediante el uso de la violencia y el terror.

No nos confundamos, este Gobierno no encarna ningún socialismo del siglo XXI; es, simplemente, la cara más fea de la versión criolla del fascismo.

Por más que se lo atribuya a la oposición, eso es, precisamente, lo que distingue al chavismo.

Las fotografías de María Corina Machado y de Julio Borges dieron la vuelta al mundo, ocupando las primeras páginas de la prensa internacional.

Pero no son los diputados agredidos quienes tienen que sentir vergüenza; tampoco son las víctimas de esa golpiza quienes han exhibido falta de principios y de estatura moral para convivir en democracia. El oprobio ha caído sobre aquellos que han demostrado que tienen más músculo que cerebro, y sobre los valientes que, desde la testera de la AN, disfrutaban de la violencia que habían inspirado e instigado.

Este episodio no puede desligarse de la ausencia de ideas y de liderazgo en el seno del oficialismo; pero, sobre todo, esa es la forma como ellos entienden la política. En ese terreno, las huestes del PSUV, que tienen fuerza bruta en abundancia, siempre van a vencer; pero ni así podrán convencer a una nación que comienza a ponerse de pie, y que ya les está perdiendo el miedo.

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