Opinión Nacional

García Márquez y la “dependencia”

Casi bostezo cuando llegué al segundo capítulo del libro “Forgotten Continent: The Battle for Latin America’s Soul” (Yale, 2007), en el que Michael Reid, erudito periodista de “The Economist,” nos anuncia su intención de examinar las cuatro principales escuelas de pensamiento que tratan de explicar el subdesarrollo político y económico de América Latina. Pensé que el eterno y ya trillado debate de Cultura vs. Instituciones me haría cabecear y retrasaría lo que hasta ese momento había sido una lectura interesante y fluida. Pero este prejuicio desvaneció rápidamente cuando comencé a leer la primera sección sobre la ya deslustrada teoría de la dependencia, en la que Reid lanza una pugnaz y provocadora crítica al autor de “Cien Años de Soledad.”

¿En qué consiste la escuela de la dependencia? Reid nos da un breve y útil tour recordatorio. Para comenzar nos recuerda que los dos pilares en los que se sostiene esta escuela, y que en gran parte explican, para estos teóricos, el fracaso de América Latina, son, por un lado, Estados Unidos y sus intervenciones en la región, y por el otro, el rol subalterno que nuestros países, como exportadores de materias primas, juegan en el sistema económico mundial.

El autor nos resume primero los argumentos económicos de Prebisch, Cardoso, Faletto, y otros, según los cuales entre los países desarrollados y subdesarrollados no hay simplemente una diferencia de etapas de desarrollo, sino también una diferencia de función o posición dentro de una estructura económica internacional de producción y distribución. Es decir, en el mundo existe una estructura económica injusta, prácticamente inamovible, de relaciones de dominación y dependencia entre los países. Los países pobres son pobres no por sus fallidas políticas de desarrollo, sino su posición desventajosa en este engranaje. Para salir, entonces, del atraso y la pobreza, ellos deben levantar barreras e implementar políticas de “desarrollo para adentro;” es decir, promover la industrialización a través de medidas proteccionistas, créditos subsidiados y una miríada de otros incentivos.

Esta simplista teoría, nos recuerda Reid, también aplica a los sistemas políticos. Un ejemplo es el supuesto efecto corrosivo del capital extranjero. La escuela de la dependencia sostiene que, a cambio de inversiones, los capitalistas extranjeros exigen al estado acciones para apaciguar las exigencias salariales de los trabajadores. Y estas presiones son poderosos incentivos para la instauración de dictaduras militares. Un hilo invisible conecta el surgimiento de sistemas autoritarios con la inversión extranjera.

Siempre evitando la caricatura, Reid nos aclara que algunos miembros de la escuela (como el ex presidente de Brasil Fernando Henrique Cardoso) hicieron matices importantes. Pero que esos matices fueron ignorados o desestimados. Reid dice que los argumentos más serios de la escuela pronto se convirtieron en dogma –un dogma de acorde al cual el capitalismo, las potencias extranjeras y sus aliados locales son directamente responsables de la pobreza y el fracaso de América Latina.

Reid procede entonces a mencionar dos libros que, en su opinión, tuvieron un rol importante propagando la mitología de la dependencia. El primero es “Las Venas Abiertas de América Latina,” ese clásico de la izquierda boba latinoamericana escrito a principios de los 70 por el periodista uruguayo Eduardo Galeano. El tema principal de este libro es que el subdesarrollo de América Latina es un producto del desarrollo de otras regiones. Galeano dice que nuestros países, por sus abundantes recursos naturales, son muy ricos. ¿Por qué, entonces, la mayoría de los latinoamericanos son pobres? La respuesta es muy simple: porque los países ricos se roban nuestros recursos. “Venas Abiertas,” dice Reid, tiene un mensaje anti-capitalista y anti-imperialista que rechaza cualquier posibilidad de reforma. Promueve, además, el destructivo “mito de los recursos naturales,” ese según el cual lo que hace a una nación rica no es el trabajo y la productividad de sus habitantes, sino los recursos naturales que tiene.

El otro libro que cita Reid –y esto fue lo que me impulsó a escribir estas líneas– es “Cien Años de Soledad” de Gabriel García Márquez, un giro atrevido pues la novela se ha convertido en una suerte de libro sacro que muy pocos se atreven a tocar si no es para alabar. ¿Qué molesta a Reid de esta novela? Pues que en ella también detecta, corroyendo uno de los episodios-clímax, el sutil miasma de la dependencia. El episodio está al final del penúltimo capítulo y en él García Márquez describe una masacre de sindicalistas que reclaman mejores condiciones de trabajo en la compañía donde trabajan, una bananera estadounidense cuyas plantaciones, en las palabras provocadoras de Reid, “reemplazan un Edén próspero con una cultura monolítica opresiva.” Por presión de la bananera, tres mil hombres son asesinados por el ejército local. Los cadáveres son montados en un tren y luego echados al mar, donde se hunden para siempre en el olvido ya que el gobierno silencia totalmente las noticias de la masacre.

El episodio fue basado en una huelga de 1928 contra la celebérrima United Fruit Company en el departamento de Magdalena, en Colombia. Pero Reid señala que lo ocurrido en esa huelga fue muy distinto a lo que se describe en “Cien Años de Soledad.” Se estima que no más de 75 personas murieron (Reid enfatiza que este número sigue siendo terrible) y que la masacre no fue silenciada, sino al contrario, fue ampliamente denunciada en la radio por la oposición, lo cual contribuyó a la elección de un gobierno liberal que presionó exitosamente a la United Fruit para que cediera en muchas de las demandas de los sindicalistas. Reid también nos dice que la United Fruit Company contribuyó a que Magdalena dejara de ser uno de los departamentos más pobres y subdesarrollados de Colombia, y que la compañía en ese entonces pagaba sueldos por encima del promedio nacional, lo cual atrajo a miles de emigrantes de todo el país. Reid nos dice que García Márquez, a diferencia de Galeano, tiene la muy buena excusa de que su libro es ficción, pero eso no quita la contribución del autor a fortalecer la mitología de la dependencia.

Esta observación de Reid, debo decir, llevaba ya un tiempo revoloteando mi mente, pues releyendo, de tanto en tanto, páginas sueltas de García Márquez, había también percibido en algunas secciones y episodios el tufillo de la dependencia. Pero no tanto en “Cien Años de Soledad,” sino en su otra obra maestra, “El Otoño del Patriarca.” En esta novela, por ejemplo, hay un episodio en el que el personaje principal, un dictador sin nombre de un país caribeño, es forzado, bajo amenaza de intervención, a entregar el mar de su país. Los gringos entonces se llevan el mar “con gigantescas dragas de succión” y dejan sólo “la llanura desierta de áspero polvo lunar.” Por supuesto, el episodio es una exageración en una novela donde la exageración es la norma, pero es difícil no verlo como un coqueteo peligroso con la visión caricaturesca de la relación Norte-Sur de la escuela de la dependencia. (Y es difícil no imaginar a Galeano, a Evo Morales o a Hugo Chávez leyendo estas páginas sin una sonrisita de aprobación en el rostro).

Pero ¿es válido criticar a García Márquez como novelista por fortalecer la mitología de la dependencia? Esta pregunta –que Reid, que no tiene pretensiones de crítico literario, no aborda en su libro– es interesante porque tiene que ver con la muy compleja relación entre verdad y ficción, entre literatura y vida. En lo que a mí se refiere, pienso que es simplista criticar una novela por errores o inconsistencias históricas (“Guerra y Paz” está llena de ellos). El objetivo del novelista es construir un mundo autónomo. La materia prima con que se construye este mundo pertenece, por supuesto, al mundo real, pero esta materia puede ser manipulada y transformada de acorde a la lógica y las necesidades internas de la obra. García Márquez sabe esto muy bien. Reid nos cuenta que escribiendo “Cien Años de Soledad” el autor se dio cuenta que el número de muertos de la masacre de 1928 no había sido tan alto, pero que cuando descubrió que no era una masacre espectacular en una novela donde todo era extraordinario decidió que no podía apegarse a la realidad histórica.

Manipulando, distorsionando y tergiversando la realidad, García Márquez simplemente utiliza su licencia poética de mentir para expresar, en el sentido más amplio, verdades profundas y universales. La materia prima de la masacre de sindicalistas de “Cien Años de Soledad” puede ser la huelga de Magdalena, pero García Márquez, como novelista, no está obligado a operar dentro del marco de “realidad” impuesto por ese incidente. Su única obligación es actuar dentro del margen de “realidad” impuesto por su propia obra. Por eso, criticar a García Márquez por el episodio del mar o por exagerar la magnitud de la tragedia de 1928 en novelas donde los sucesos extraordinarios son tan comunes que dejan de ser extraordinarios, es meterse en terreno pantanoso.

Dicho esto, sin embargo, debo admitir que me causó cierto placer leer el comentario de Reid. Si nuestro objetivo es entender las ambigüedades, sutilezas y complejidades de la relación entre Estados Unidos y América Latina, y el papel que ha tenido Estados Unidos en el subdesarrollo de la región (labor ideal para un novelista), no creo que lo ideal sea recurrir a “Cien Años de Soledad,” ni mucho menos a “El Otoño del Patriarca.” Porque, pese a las enormes virtudes de estas dos novelas, allí no vamos a encontrar nada iluminador sobre el complicado papel de Estados Unidos al sur del Río Grande, o como describe este papel Reid (citando a R.F. Smith), ese “ambivalente imperialismo que es continuamente ajustado por una sensación de culpa, por políticas internas y por la falta de una verdadera ambición colonial.” Podemos encontrar perceptivos retratos de este “ambivalente imperialismo” en otras grandes novelas (“La Fiesta del Chivo,” por ejemplo), pero no en la alucinante saga de los Buendía.

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