Opinión Nacional

Gestiones y gestos ejemplares

El Presidente Isaías Medina está en su Despacho de Miraflores recibiendo a los representantes de las empresas petroleras que operan en el país. Se discuten las bases del nuevo régimen que quedó plasmado en la legislación del año 1943. Una comisión integrada por Alfredo Machado Gómez, José Andrés Octavio, René De Sola, Arturo Brillenbourg y Alberto Bustamante, había solicitado audiencia para participar al Primer Magistrado la reciente constitución del “Centro de Estudiantes de Derecho”. Puntualmente a las 3 p.m. llegamos a la cita y un funcionario de la Secretaría nos informa que desde la mañana el Presidente se encuentra reunido y todavía debería recibir a tres gerentes más, pero hasta el momento no había dado instrucciones de posponer nuestra entrevista. Aprovechamos una salida del Ministro de Fomento Eugenio Mendoza para solicitarle indagar con el Presidente su disposición al respecto. Poco más tarde regresa y nos manifiesta que el Presidente se excusa por la demora, pero que está dispuesto a recibirnos ese mismo día, siempre que no hubiera inconveniente de nuestra parte. Naturalmente, nuestra respuesta fue positiva y tranquilos esperamos a que terminara la ronda de conversaciones.

Serían las siete de la noche cuando el Presidente nos hizo llamar. A pesar de la larga jornada de trabajo, no manifestaba señales de fatiga y, en forma cordial y hasta campechana, fue saludando a cada uno de los presentes. Lo que estaba previsto como una simple participación de cortesía, fue convirtiéndose, gracias al impulso del Presidente, en más de una hora de intercambio de ideas sobre temas universitarios y problemas de índole estudiantil. Al responder a cada una de las cuestiones planteadas, el Presidente daba demostración no sólo de estar debidamente informado, sino de su deseo de oír las opiniones de todos sus interlocutores. Es revelador este hecho. En un momento en que el compañero Tarre-Murzi estaba exponiendo el problema de la duplicidad de becas que —con perjuicio de otros— recibían algunos estudiantes, una del gobierno nacional y otra del gobierno de su Estado nativo, hubo una involuntaria interrupción por parte del compañero Brillenbourg, a quien el Presidente oyó también con toda atención. Pero seguidamente solicitó del compañero Tarre-Murzi continuara su exposición. Quedó claro entonces que la cuestión no era novedosa para el Presidente, quien expresó que había consultado ya una vez a su Ministro de Educación, el Profesor Fuenmayor, y éste le había manifestado que el Gobierno nacional no podía interferir las decisiones de los Gobiernos regionales y que él había acatado ese criterio. Sin embargo, que estaba dispuesto a reconsiderar la situación si nosotros le presentábamos alguna propuesta distinta.

A mí no me sorprendió ni el conocimiento ni la preocupación del Presidente ni su actitud respetuosa de la ley y de la opinión de sus colaboradores. Para esa misma época era yo funcionario del Ministerio de Hacienda, como Jefe de Servicio de la Sección de Economía de la Dirección de Economía y Finanzas, cargo que habían ejercido con anterioridad los doctores Arturo Uslar Pietri, Laureano Vallenilla y Miguel Herrera Romero. El Ministro de Hacienda, doctor Alfredo Machado Hernández, al ofrecerme ese destino me dijo que su propósito era principalmente el que yo me fuera familiarizando con el proyecto de Ley de Impuesto sobre la Renta cuyo articulado era preparado y discutido por un distinguido grupo de juristas, entre los que recuerdo a Manuel Egaña y Rafael Pizani. Así mismo me manifestó —como efectivamente ocurrió— que una vez aprobada la proyectada Ley y se creara la Administración correspondiente, pasaría yo a desempeñar el cargo de Secretario de la misma. La Dirección la ejerció el doctor Manuel María Márquez.

Fueron diversas las ocasiones en que se recibían en la Dirección de Economía y Finanzas telegramas del Presidente Medina recabando urgente información acerca de cuestiones económicas planteadas en publicaciones de la prensa nacional o regional. Se trataba de otra actitud absolutamente democrática del Presidente, que evidenciaba su cuidado por no dejar sin respuesta adecuada cualquier crítica o inquietud que expresaran sus conciudadanos.

Pareciera lo expuesto como títulos poco significativos para la justa calificación de demócrata que debe atribuirse al Presidente Medina, si no fuera que es un añadido más a sus ejecutorias de mandatario respetuoso de los derechos humanos y de las libertades públicas, y que bien podía ufanarse de no haber enviado al exilio a ningún compatriota ni que en las cárceles del país se mantuviera a algún preso político.

II.- Otro militar que fue ejemplo de nobles sentimientos y de absoluto civismo fue el Vicealmirante Wolfgang Larrazábal. Siento orgullo de haber colaborado con él, primero como Ministro de Justicia y luego como Ministro de Relaciones Exteriores, durante el período 1958-1959. Lo conocí personalmente el propio 23 de enero cuando me lo presentaron quienes —Arturo Uslar Pietri, Edgard Sanabria e Isaac Pardo— auspiciaban mi candidatura para integrar el primer Gabinete Ejecutivo de la democracia reconquistada. Desde el mismo instante de ese primer contacto, empecé a darme cuenta de su elevada condición humana. Como Canciller me reunía en privado con él cada vez que debíamos recibir las cartas credenciales de algún representante de diplomacia extranjero. En una de esas oportunidades le hablé de la situación poco regular de nuestras relaciones con los Estados Unidos, ya que habían transcurrido más de seis meses de la instalación de la Junta de Gobierno sin que se hubiera cubierto la vacante de Embajador. Entonces me permití proponer a Marcos Falcón Briceño, quien por haber vivido varios años de exilio en aquel país, tenía muy buenas vinculaciones con importantes personalidades, lo que sería ventajoso para el desempeño de su misión. Terminado el acto protocolar, el Presidente Larrazábal y yo pasamos a reunirnos con otros dos miembros de la Junta de Gobierno —que hacían mayoría—, y fui autorizado por todos para iniciar el procedimiento de estilo.

Trabajaba yo en altas horas de la noche en la Casa Amarilla, cuando recibo una llamada del Presidente Larrazábal, quien me pregunta si existía alguna clase de impedimento para el retiro de una solicitud de plácet. Ni jurídica ni técnicamente —le contesté— había obstáculo alguno, pero también le advertí la necesidad de considerar en cada caso la conveniencia política de una decisión de tal naturaleza, y que en tal sentido, me reservaba mi criterio y posterior actitud. Sin darme ninguna precisión adicional, el Presidente se despidió de mí en la forma cordial que le era habitual. Yo quedé, sin embargo, algo intrigado y no sé por qué tuve la intuición de que Washington tenía que ver con el asunto. De inmediato llamé a nuestro Encargado de Negocios para indagar si podía darme alguna razón de la demora de respuesta a nuestra solicitud de plácet. Grande fue mi molestia cuando me respondió que no la había presentado porque el Secretario de la Junta le había pedido esperar nuevas instrucciones. Ante tamaña irregularidad, le hice presente que su responsabilidad de funcionario era con la Cancillería y que, por tanto, tan pronto abriese la Secretaría de Estado, debía proceder a la entrega de la petición. Apenas a las 10 a.m. del día siguiente, el atribulado funcionario me informó haber cumplido puntualmente la orden que yo le había dado.

Múltiples razones tenía yo para considerar inaceptable el incidente ocurrido. Primero, porque yo hubiera podido quedar en una situación desairada sí, en alguna de las visitas que en el intervalo me hizo el Embajador de Estados Unidos, hubiera indagado algo sobre el curso de la candidatura y aquél me hubiera obviamente respondido que nada había recibido su gobierno. Y luego, porque desde el punto de vista político, yo hubiera objetado una decisión que colocaría al Gobierno venezolano en una posición irreflexiva y de poca seriedad por el hecho de que, después de seis meses de ausencia de representación regular, presentáramos una candidatura y a poco la retiráramos.

Sereno pero con firme resolución, solicité una reunión con la Junta de Gobierno, ante la que respetuosamente objeté la orden dada a mis espaldas, y participé que ahora, presentada como estaba la solicitud, si se quería revocarla, yo presentaría mi renuncia para que fuera otro Canciller quien ejecutara dicha resolución. Fue muy reconfortante para mí que el Presidente Larrazábal tomara de inmediato la palabra para confirmar en su totalidad el tenor de nuestra conversación. Fue la suya una actitud noble y gallarda, que permitió dar por terminado el incidente, que yo continuara de Canciller y que Marcos Falcón Briceño asumiera las funciones de Embajador en Estados Unidos.

Virtud característica de la Junta de Gobierno era dejar amplia libertad a sus Ministros para tomar decisiones en todas las materias de sus respectivas competencias, dejando al criterio de los mismos cuáles eran aquéllas que por su trascendencia debían ser objeto de consulta. Como Canciller de la República, salvo los nombramientos de Embajadores —ya que éstos son representantes personales del Alto Gobierno— todos los demás eran de mi facultad exclusiva. Sobre esta realidad, podría invocar el testimonio del diplomático Rafael A. León Morales, quien inició su carrera con el cargo de Agregado de Prensa de nuestra Embajada en España y quien quedó sorprendido de que yo, sin previa consulta a la Junta, le hubiera ofrecido tal destino y le hubiera manifestado que su confirmación la encontraría esa misma noche en la Gaceta Oficial.

Los miembros del Gabinete Ejecutivo nos sentíamos solidarios con la promesa formulada por la Junta de Gobierno de presidir unas elecciones libres y transparentes en el mes de diciembre de 1958, y no estábamos dispuestos a resignarnos a un sacrificio inútil de nuestra dignidad, si por circunstancias ajenas a nuestra voluntad se enturbiara la realización de aquel proceso.

En sesión de Gabinete del 18 de octubre de 1958, el Contralmirante Larrazábal nos informó que el partido URD venía conversando con él para instarlo a aceptar la presentación de su candidatura a la Presidencia de la República. En razón de que ya antes habían corrido rumores en tal sentido, un grupo mayoritario de Ministros (René De Sola, José Antonio Mayobre, Juan Ernesto Branger, Andrés Sucre, Rafael Pizani, Espíritu Santos Mendoza, Héctor Hernández Carabaño, Raúl Valera, Oscar Machado Zuloaga y Andrés Aguilar) nos habíamos reunido para considerar las implicaciones que esa eventual candidatura podría tener en la seriedad y prestigio del Gobierno, y decidimos : 1) Invitar al Contralmirante a no cambiar el eventual triunfo de su candidatura por la gloria cierta de llevar a buen término su gestión de gobierno, y 2) en caso de que insistiese en aceptarla, señalarle la necesidad de renunciar a la Presidencia de la Junta por incompatibilidad con el deber de observar la mas absoluta objetividad en el proceso comicial.

De acuerdo con lo que habíamos convenido, tan pronto como el Contralmirante nos ofreció su información, el Ministro Hernández Carabaño —previamente autorizado por nosotros— en forma cordial y respetuosa, le comunicó nuestra posición al respecto. Con celeridad y elegante compostura, el Contralmirante reconoció la incompatibilidad entre las funciones que ejercía y la de candidato en la contienda electoral, y solicitó que se le concediera un plazo de quince días para reflexionar y tomar una decisión definitiva.

Apenas pasados tres días, el Contralmirante nos convocó para anunciar su aceptación de la candidatura y conjuntamente presentar su renuncia a la Presidencia de la Junta de Gobierno.

Nunca antes se había visto a un grupo de Ministros hacerle a un Presidente planteamientos de tan delicada naturaleza. Tampoco se había dado el gesto comprensivo con que ese mandatario —militar y con un gigantesco respaldo popular — recibiera la manifestación de sus Ministros y se allanara luego a acoger la más rigurosa de las soluciones propuestas.

III.-Isaías Medina y Wolfgang Larrazábal, ambos militares, se distinguieron por la alta calidad de su sensibilidad humana y dejaron como ejemplo a las nuevas generaciones la honestidad de sus conductas y su comportamiento cívico en todas las circunstancias que les correspondió enfrentar.

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