Opinión Nacional

Goodbye, Mister Simpson

En una pieza suya titulada «Ladrones de palabras»(Letras Libres, Madrid, junio de 2004), la periodista española Maite Rico se desfoga, con razón, contra al generalizado afán de censurar todo pensamiento crítico, o sencillamente disidente, sirviéndose para ello de la llamada corrección política:
«El día que leí que a Bugs Bunny lo habían censurado por llamar ‘tonto’ a un esquimal comprendí que estábamos perdidos. ‘Contenido racial ofensivo’, esgrimió la cadena de dibujos animados Cartoon Network para cargarse un episodio y una docena más. Ignoro cuántos esquimales se sentirán ultrajados por las bromas de un conejo idiota. Ignoro igualmente continúa si la empresa secuestraría los capítulos donde los burlados son hombres blancos: Bugs Bunny no solía hacer distingos.

Generaciones de todos los colores crecimos con sus aventuras sin manifestar traumas emocionales ni crisis de identidad.

Pero los guardianes de la corrección política se multiplican y nos acechan. El oscuro manto del fundamentalismo bienpensante se cierne sobre nosotros, amén.»
Por el tiempo en que Maite Rico publicó esta pieza, hacía poco que un europarlamentario de ascendencia africana denunciaba enérgicamente el uso burocrático y periodístico de la palabra «inmigrante» por todo lo que, según él, enmascara esa voz del diccionario.

Este caballero, que se llama Sami Naïr, recurrió a un manido argumento de la izquierda posmoderna: «el lenguaje es totalitario, fascista y tramposo por definición», tronó Naïr quien además piensa que «las palabras sólo perpetúan la relaciones de poder que laten en la vida social.»
Hasta ahí, bien. Muy discutible, por histérico y especioso, pero se puede admitir provisionalmente esa hipótesis en aras del debate. Lástima que monsieur Naïr se colocase en inmarcesible ridículo al concluir que la palabra «inmigrante», impresa en un diario francés, ya no significa » trabajador extranjero», sino «persona de raza inferior.»
Naïr no puede darse cuenta –o tal vez sí, y le da lo mismo de que la corrección política es un fullero juego malabar semántico que puede exculpar a una banda terrorista y narcotraficante como las FARC llamando a sus sicarios «actores armados» y «retenidos» a sus rehenes.

Toda esta vaina de la corrección política trae consigo más de una paradoja, pues se supone que ella debe estar al servicio, por ejemplo, de las libertades individuales. Pues bien, los intolerantes de todo signo, como muy bien señala Maite Rico, han sido los primeros en aprender sus mañas.

Tal fue el caso de los manifestantes integristas musulmanes que, hace algún tiempo, protestaban en toda Francia la aprobación de la llamada «ley del velo» que proscribe el uso del mismo en las escuelas públicas.

La aprobación de esa ley fue gran un triunfo, compartido por los colectivos feministas franceses en especial los que agrupan a mujeres musulmanas y el estado liberal laico.

Una organización de mujeres que luchan por lo derechos de sus hermanas magrebíes, agobiadas en los guetos por el fundamentalismo de sus machos integristas, se movilizó en aquella ocasión con una consigna que es, a la vez, el nombre del grupo: «Ni putas ni sumisas».

¿Cómo respondieron los fundamentalistas? Con iracundas manifestaciones cuyas consignas habrían podido acompañar a las mejores causas progresistas: «Por una escuela para todos y para todas». ¡Ja!. «Contra una sociedad de exclusión.» ¡Dos veces ja ja ja!
Rico advertía de que, en estos tiempos de rebaños dispersos y confusión de lengua, los bienpensantes de izquierda, los reaccionarios de derecha y los fundamentalistas religiosos de cualquier credo comparten sólo la intolerancia.

«Empiezan robando palabras, chistes, dibujos animados y terminan resucitando el delito de opinión y la quema de libros.» ¡Pensar que Maite Rico escribía esto mucho antes del sangriento episodio de las caricaturas de Mahoma!
El gobierno venezolano, en plan de escamotear mecanismos productores de significado que sus burócratas juzgan peligrosos, ha obligado a Televen a sacar del aire la serie «Los Simpson».

No voy a glosar in extenso las simplezas «comunicológicas» que esgrime el organismo competente, salvo las de mayor bulto, como esa de que «Los Simpson», al ser una disfuncional familia de clase media americana, propalan valores dañinos para nuestra juventud.

«Los Simpson», al igual que algunas otras series que la dinámica del mercado de entretenimiento global han hecho inmensamente populares en todo el planeta, es un envidiable ejemplo de cómo la sangrienta sátira de los tópicos más caros al hipócrita conservadurismo estadounidense pone un espejo ante su propia sociedad y suscita una oleada de pensamiento crítico sobre la misma. Y, no sólo eso: tiene éxito y rating.

Nadie en su sano juicio puede pensar que los creadores y libretistas de «Los Simpson» valoran tan positivamente la mediocridad de Bart y el filistesísmo y la codicia del señor Barnes que nos los ofrecen como modelos.

Si quienes concibieron la medida tuviesen siquiera un poquitín de perspicacia, entenderían que «Los Simpson», en cierto modo, están de su lado en la denuncia de los peores atributos de la sociedad estadodunidense actual: la hipócrita codicia de sus sectores dominantes y el conformismo de sus mayorías.

«Los Simpsons» no es un bobalicón espectáculo seriado de asunto familiar, como en los años 50 pudieron serlo «Papá lo sabe todo» o » Lassie». Por vía de la parodia descarnada, «Los Simpsons» resulta todo lo contrario.

No es exagerado decir que la aprobación de que gozaron, desde sus primeras entregas, ya pronto hará una década, «Los Simpson» auguraban la ruptura con la desaprensión, el hedonismo y la avaricia contra los que insurge Barack Obama, hallando eco en los sectores más críticos, desprendidos y valerosos de la admirable sociedad americana: los jóvenes, los intelectuales y los creadores.

Lo irónico del caso es que el interdicto que no permitirá ver más a «Los Simpson» ocurre en un país cuyo gobierno es, en verdad, el único que ejerce una tiranía mediática (al menos en cuanto al número de medios, si bien no a su penetración) que ofrece, con el beneplácito de Hugo Chávez y el concurso de «intelectuales» como Roberto Hernández Montoya, programas que modelan el escarnio y la intolerancia no sólo como géneros televisivos, sino como doctrina política.

Si de familias disfuncionales que ofrecen mal ejemplo a «niños, niñas y adolescentes», como reza la risible fórmula gubernamental, ¿qué me dicen de la familia Chávez?.

Y ni hablemos de los Hernández Montoya.

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