Opinión Nacional

Guerras de amor

Atenas, sostiene Nigel Spivey, autor de un iluminador libro sobre los juegos olímpicos de la Antigüedad, no era un hábitat criminal, dominado por el miedo o castigado por el terror de algún gobernante empeñado en vengarse de alguna innombrable ofensa. Atenas fue una comunidad basada en la confianza, esa virtud social asociada, tal como escribió Francis Fuyama en su mejor libro, a la prosperidad de cualquier nación. Justamente lo que no tiene Venezuela.

La violencia del deporte, tal como era practicado en la Grecia Antigua, no estaba relacionada con una educación del malandraje o el crimen. La crueldad y el dolor de la tragedia griega no deleitaban a los espectadores porque luego intentarían reproducirla en sus vidas personales. La tragedia sigue estando ahí para contemplarla desde nuestra condición, para reconocer que es posible llegar a esos extremos, para educar nuestra sensibilidad y nunca para terminar en los pozos de la muerte. Ir hoy en día a la puesta en escena de una ópera contemporánea inspirada en los trágicos griegos, como Electra por ejemplo, escrita por el compositor alemán Richard Strauss en base al libreto de uno de los mejores escritores del género, Hugo von Hofmannsthal, agota. La obra explora los laberintos de la venganza y la locura, hasta el agotamiento, hasta un cansancio psicológico difícil de explicar. La música, inspirada en la tragedia de Sófocles no induce al asesinato o el parricidio, nos muestra más bien el clima mental de una familia poseída por la destrucción y el odio. Quizás los Juegos Olímpicos tuvieron una función semejante: contener, canalizar, transformar los instintos criminales de los atletas más agresivos, que de no ser así, estarían empeñados en crear guerras civiles. Los asesinos siempre destacan en el combate, que Boves diga lo contrario. La agresividad del deporte, en cambio, contiene la violencia. El Sensei Gerardo Marazzo, nos contaba que los atletas con la más fuerte carga de violencia son los nadadores. No luchan contra nada: el agua cede, se aparta, se desplaza. El judoka, por el contrario, debe enfrentar cuerpo a cuerpo y derrotar en combate a un ser humano, con inteligencia, astucia y fuerza, pero siempre a través de un choque violento. Los judokas son gente pacífica, transmutaron la agresividad en el tatami.

Venezuela no necesita un tatami: tiene la calle. 14.589 homicidios fueron cometidos el año pasado. Este año llevamos 20% más que en el mismo período del 2008 y quizás terminemos el año con cerca de 18.000 asesinatos, superando ampliamente el índice de 60 homicidios por cada 100.000 habitantes. El índice en 1998 era de 20, muy superior al de Chile o Uruguay, que ronda los 4, pero nunca la pesadilla que nos acosa. Quizás por eso no destaquemos en deporte: la violencia es innata al proceso chavista y al daño que le ha hecho al país. La palabra griega palaistra, utilizada para designar a las escuelas de lucha, hay que estar claros, no se refería a una máquina para crear asesinos. El gimnasio era más bien un lugar que permitía un descanso del ajetreo de la vida civil, tal como se daba en la polis griega y en la urbs romana. Era un antídoto frente a la violencia política asociada a las actividades comerciales y militares típicas de la Antigüedad. Quien iba al gimnasio hace dos mil quinientos años, lo hacía para distraerse de los negocios o la guerra. Ahí podía frecuentar la conversación de filósofos amantes del deporte y aprender no sólo a fortalecer su cuerpo, sino su inteligencia, fortalecer la psique y a veces, cortejar el erotismo, tal como ocurre hoy en casi todos los gimnasios venezolanos. Guerras de amor, dirán los psicoanalistas.

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