Opinión Nacional

Hacia el monopartidismo vengador

El actual proceso político no deriva de un debate creador sobre el futuro que merece el país, por muy largo que haya sido, sino del violento oleaje de los acontecimientos que cuida – precisamente – de no darlo. Por ello, sobrevive la enfermiza versión de un pasado que sirve de garante al régimen e, incluso, reconforta a muchos de los que dicen o pretenden adversario.

Indudablemente, el bipartidismo tiene graves responsabilidades en los orígenes del proceso, pero solemos olvidar que no fue un hecho completamente ajeno a la sociedad rentista que hoy apuesta por una modalidad más artera de supervivencia. Y, transcurrida más de una década, nos parece ociosa una polémica que necesita más del terreno histórico para dirimirla que del político, tan interesadamente explotado por el chavezato.

Surgido de los comicios presidenciales de 1973, frente a los extremos representados por Pedro R. Tinoco y José Vicente Rangel, por una manifiesta e inequívoca voluntad popular, el bipartidismo languideció década y media más tarde, enterrado definitivamente en las elecciones parlamentarias de 1998. Oportunidad ésta en la que, además de la descentralización, experimentamos nuevamente el fenómeno del multipartidismo que también explicó la difícil transición post-dictatorial de los sesenta, dato frecuentemente soslayado.

Valga destacar que el bipartidismo no constituyó un modo pacífico, monolítico e incuestionable de composición política, afectado por las intensas vicisitudes internas de las entidades políticas que lo integraban, añadidas las de las organizaciones sociales que lo concursaron. Por lo demás, compitiendo por el acceso a la renta, todos los sectores sociales incurrieron en dislates, más allá de los partidos-bipartidizados, añadidos los complementarios.

Puede decirse que hubo garantías democráticas mínimas para intentar las correcciones del caso, denunciar e investigar los desafueros, taladrando en la compleja maraña de las complicidades, que no lo hacen grosera imitación del bipartidismo de la primera república española. Es cierto que muchos de los que hicieron grandes y repentinas fortunas al frente de un despacho ministerial o – mostrando la amplitud del fenómeno – defraudaron a la nación con los bonos de exportación, salieron ilesos, pero no menos cierto es que cada vez más se les dificultaba con la denuncia e investigación de un parlamento irreprimiblemente plural, camino al perfeccionamiento de la jurisdicción de salvaguarda del patrimonio público que bien dibujó el caso de Carlos Andrés Pérez. Sin embargo, el problema no reside en el cuestionamiento del bipartidismo, sino de la institucionalidad partidista misma.

El país que votó mayoritariamente por Hugo Chávez Frías, lo hizo por un militar, con todo lo que sugiere al imaginario popular; un desconocido, con el golpe publicitario de 1992 como única seña; y, por si faltara poco, sin compromiso alguno con un partido. El combatiente contra los partidos tradicionales que, por exquisita alquimia, incluye a los de más reciente data, ha militarizado al resto de la sociedad, inoculándole el miedo, la conducta y el lenguaje cuartelario; ha jugado con el destino de los venezolanos, improvisándose constantemente para el mantenimiento del poder; y ha ultrapartidizado al país, despolitizándolo: peor, induce a sus oponentes a liquidar a los partidos como causa universal de todos nuestros males.

Chávez Frías no tuvo atadura con partido político alguno y, únicamente por necesidad, ideó los suyos que no tuvieron ni tienen otra finalidad, doctrina, estructura, militancia y programa que él. Camino al monopartidismo que opera impune y abiertamente en las dependencias oficiales, celebra sus actos en los grandes teatros del Estado y cuenta con emisoras radiales y televisivas muy propias, como no se había visto antes, encarna la mejor venganza contra el bipartidismo que ha estereotipado hasta la saciedad. Empero, hay un detalle: liquida simbólicamente un mal del pasado, pero real y materialmente nos lleva a todos por el medio.

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