Opinión Nacional

Hacia una redefinición de la izquierda

El acontecer político latinoamericano ha puesto de nuevo en el tapete del debate político varios problemas a los cuales es perentorio dar respuestas; entre ellos, y sobre cualquier otro, repetidamente, el de la “enfermedad latinoamericana”, la tan discutida “ingobernabilidad” de los países de nuestra región -allí están, por si fuere necesario ejemplos, los del Ecuador, Bolivia y Guatemala, para no hablar de otros-, y su “viabilidad” (ó no, con el perdón del feo neologismo) en tanto que sociedades en tránsito hacia el “desarrollo” y el “progreso”. La vigencia de estos temas en el debate teórico y político responde, bien se sabe, a la presencia y permanencia de realidades sumamente concretas, precisas, determinantes y dolorosas de nuestra convulsionada historia. Por otra parte, es de señalar que el problema ha recibido, a lo largo de los años, una muy variada cantidad y calidad de respuestas.

I.– Una de las cosas que más impresiona, en la historia de este continente, es el peso que tiene el ciclo de la ilusión, el fracaso y la desilusión, a partir del momento mismo del “nacimiento” de nuestros países como sociedades independientes, al separarse del imperio español. Se dirá, seguramente con alguna dosis de razón, que en todas partes la gente se ilusiona, fracasa y se desilusiona, y las cosas resultan mucho más difíciles y trabajosas que lo que uno sueña y planifica; pero esa afirmación general, bastante vaga y poco comprometedora, no tiene utilidad explicativa alguna: porque es un hecho que, en otras latitudes y longitudes, existen sociedades que disfrutan de niveles de vida envidiables, en lo material y en lo espiritual, a las cuales tan sólo mediante argumentaciones retorcidas, rayanas en la falsedad, podría calificárseles como “fracasos” históricos.

Por otra parte, de lo que intento hablar en este momento es de Venezuela. Y, para comenzar a hablar, piénsese: si hoy la desilusión es amarga, a pesar de todo lo que hemos avanzado, ¿cómo no sería la de quienes pelearon por la Independencia, convencidos como estaban de que la «tiranía española» era el obstáculo mayor, casi el único, para que «la América», como ellos decían, alcanzara la prosperidad, y de que, una vez apartado ese obstáculo, el futuro sería irremisiblemente maravilloso? Piénsese, por ejemplo, en la sensación de fracaso de los «libertadores» empeñados en fundar una República, que no podían comprender por qué los pardos, los indios y los negros, bastante desconfiados frente a su «sacrificio», y bastante reacios a sacrificarse ellos mismos, al principio no sólo no los seguían, sino que los enfrentaban violentamente. He aquí lo que escribía el Gral. Urdaneta, en 1814, en su Parte al Congreso de Nueva Granada:

“Los pueblos se oponen a su bien. El soldado republicano es mirado con horror; no hay un hombre que no sea enemigo nuestro; voluntariamente se reúnen en los campos a hacernos la guerra; nuestras tropas transitan por los países más abundantes y no encuentran qué comer; los pueblos quedan desiertos al acercarse nuestras tropas y sus habitantes se van a los montes, nos alejan los ganados y toda clase de víveres; y el soldado infeliz que se separa de sus camaradas, tal vez a buscar el alimento, es sacrificado. El país no presenta sino la imagen de la desolación. Las poblaciones incendiadas, los campos incultos, cadáveres por donde quiera, y el resto de los hombres reunidos por todas partes para destruir al patriota….”

He aquí otros textos de la época, citados por un historiador de hoy, Miguel Izard:

«Ya en junio de 1814 el realista José Manuel Oropeza escribía al superintendente de Hacienda: ‘No hay ya provincias; las poblaciones de millares de almas han quedado reducidas unas a centenares, otras a decenas, y de otras no quedan más que los vestigios de que allí vivieron racionales […] Los caminos y los campos cubiertos de cadáveres insepultos, abrasadas las poblaciones, familias enteras que ya no existen sino en la memoria, y tal vez sin más delito que haber tenido una rica fortuna de que vivir honradamente. La agricultura enteramente abandonada, y así es que ya no se encuentra en las ciudades ni grano ni frutos de primera necesidad…’ Dos años más tarde, el Director de (la provincia de) Buenos Aires, en un despacho al Jefe Supremo de la República de Venezuela, escribía: ‘…la invicta Venezuela, sembrada de escombros y cadáveres, se presenta como un monumento solitario para recordar a la América el precio de la libertad’… «

Conocida es la desengañada frase de Bolívar en sus últimos años, después de tanto batallar: “la América es ingobernable”. Citemos más largamente el texto de la carta al Gral. Juan José Flores (9 de Noviembre de 1.830):

“Mi querido Gral.:

Vd. sabe que yo he mandado veinte años, y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1º., que la América es ingobernable para nosotros; 2º., el que sirve una revolución ara en el mar; 3º., la única cosa que se puede hacer en América es emigrar; 4º., este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas; 5º., devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán a conquistarnos; 6º., si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último período de la América.

(…) Vd. verá que todo el mundo va a entregarse al torrente de la demagogia, y ¡desgraciados de los pueblos, desgraciados de los gobiernos!”

Sobre la desilusión de Bolívar ya se ha hablado mucho, quién sabe si hasta demasiado; sobre todo, porque casi nunca se señala sus propia responsabilidad en lo sucedido –por ejemplo, el Decreto de Guerra a Muerte-, y hasta insinuarlo resulta algo así como un pecado. En todo caso, así escribió en una carta dirigida a un tío:

“Mi querido tío:

(…) Vd. ha vuelto de entre los muertos a ver los estragos del tiempo inexorable, de la guerra cruel, de los hombres feroces. Vd. se encontrará en Caracas como un duende que viene de otra vida, y observará que nada es lo que fue.

Vd. dejó una dilatada y hermosa familia; ella ha sido segada por una hoz sanguinaria; Vd. dejó una patria naciente que desenvolvía los primeros gérmenes de la creación y los primeros elementos de la sociedad; Vd. lo encuentra todo en escombros… todo en memorias. Los vivientes han desaparecido: las obras de los hombres, las casas de Dios y hasta los campos han sentido el estrago formidable del estremecimiento de la naturaleza. Vd. se preguntará a sí mismo: ¿dónde están mis padres, dónde mis hermanos, dónde mis sobrinos?… Los más felices fueron sepultados dentro del asilo de sus mansiones domésticas; los más han cubierto los campos de Venezuela con sus huesos, después de haberlos regado con su sangre, por el solo delito de haber amado la justicia.

Los campos regados por el sudor de trescientos años han sido agostados por una fatal combinación de los meteoros y de los crímenes. ¿Dónde está Caracas?, se preguntará Vd. Caracas ya no existe; pero sus cenizas, sus monumentos, la tierra que la tuvo, han quedado resplandecientes de libertad, y están cubiertas de la gloria del martirio. Este consuelo repara todas las pérdidas; a los menos, es el mío, y deseo que sea el de Vd….”

La “gloria del martirio” y el “sacrificio por la libertad” parecían bastarle como consuelo, como si nunca se preguntara por qué y cómo llegaron hasta donde llegaron, por qué el martirio y por qué la ruina…

Se puede encontrar mil textos como éstos; uno de los más duros es una carta que escribió Antonio José de Sucre poco antes de que lo asesinaran:

«…todo va a la diabla, como siempre, en nuestra Colombia. Esta Colombia está condenada a ser un caos y un barullo. Cae uno del porrazo de un militar y, si tiene fuerzas para levantarse, lo espera un fraile con su excomunión; si por casualidad guarda uno alguna bendición apostólica de reserva para escaparse, le espera un demagogo con su cuchilla popular; y, si es tan afortunado que evade todos los peligros, lo aguarda en el término un rentista que lo lleva a vender en un estanco. Entre tanto, se hace todo en nombre de la libertad y de las leyes…»

Díaz Sánchez, en su biografía de Antonio Leocadio Guzmán, aprecia tal vez con mayor lucidez lo sucedido; el tiempo permite una buena perspectiva:

«La situación del país es alarmante y cada día se agrava más a causa del deplorable estado de la economía. Los campos han dejado de producir y aquellos abundantes rebaños que formaron la riqueza de las tierras llanas merman de manera increíble. La guerra arrebató a los hombres de sus labranzas para convertirlos en soldados; la paz los devuelve a los campos convertidos en salteadores. La mísera producción agrícola va a parar a manos de los acaparadores, cuya avaricia es más fuerte que la desordenada administración de justicia, y la hacienda pública toca ya los extremos de la exhaustez: no hay dinero para pagar la copiosa burocracia, y el producto de los empréstitos internos lo consume la maquinaria bélica creada por Bolívar para poner en práctica sus vastos planes de independencia continental…»

II.– A las razones político-culturales profundas que subyacen bajo esas expresiones de desilusión y profundo “pesimismo” (Augusto Mijares dixit), otros políticos y pensadores añadieron luego componentes de corte intelectual distinto: de carácter institucional, étnico-racial, económico-social, y hasta geográfico. El resultado, por supuesto, es muy variado; pero puede decirse que se trata, en conjunto, de una “actitud” profundamente crítica frente a nuestro acontecer histórico. Sin embargo, hay que reconocer que, a pesar de innegables coincidencias –al menos en cuanto a la angustia al momento de reconocer la existencia y la gravedad de los problemas, aunque no en el de darles respuestas-, los distintos aportes surgen de posiciones teóricas diferentes y hasta contradictorias entre sí. Esto ha producido corrientes de pensamiento distintas, dotadas de diversos niveles de profundidad y rigor, elaboradas por toda una multitud de historiadores, teóricos políticos, historiadores de la cultura y de las ideas políticas, entre los que destacan nombres como –por citar algunos- los de Sarmiento, Bello, Reyes, Zea, Vasconcelos, Mariátegui, Octavio Paz, etc.; y, en nuestro país, Vallenilla Lanz, Augusto Mijares, y, más recientemente, Ángel Bernardo Viso.

El acercamiento teórico al problema que tuvo mayor impacto en la vida intelectual y política venezolana y latinoamericana en general, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, antes de la irrupción del marxismo, fue, sin duda, el preconizado por los llamados “positivistas criollos”. Tan fuerte fue este impacto, que todavía permanece en el ambiente, aún si no siempre nos damos cuenta de ello; véase, por ejemplo, como todavía hace apenas pocos años, Álvaro Mutis, en su cuento El último rostro, hizo hablar a Bolívar como si fuera un positivista avant la lettre:

“¡Qué poco han valido todos los años de batallar, ordenar, sufrir, gobernar, construir, para terminar acosados por los mismos imbéciles de siempre, los astutos políticos con alma de peluquero y trucos de notario que saben matar y seguir sonriendo y adulando! Nadie ha entendido aquí nada. La muerte se llevó a los mejores, todo queda en manos de los más listos, los más sinuosos, que ahora derrochan la herencia ganada con tanto dolor y tanta muerte… (…) Aquí se frustra toda empresa humana. El desorden vertiginoso del paisaje, los ríos inmensos, el caos de los elementos, la vastedad de las selvas, el clima implacable, trabajan la voluntad y minan las razones profundas, esenciales, para vivir… En el camino nos perdemos en la hueca retórica y en la sanguinaria violencia que todo lo arrasa. Queda una conciencia de lo que debimos hacer y no hicimos, y que sigue trabajando allá adentro, haciéndonos inconformes, astutos, frustrados, ruidosos, inconstantes. Los que hemos enterrado en estos montes lo mejor de nuestras vidas conocemos demasiado bien los extremos a los que conduce esa inconformidad estéril y retorcida…”

Por ello, tal vez valga la pena detenernos un momento a considerar un aspecto de su manera de considerar el tema que nos ocupa. La «respuesta» de los llamados «positivistas criollos» a lo que también ellos percibían como un problema de «ingobernabilidad», está articulada sobre la tesis de que las formas políticas e institucionales de la democracia liberal, que podían ser buenas (ó no) para las sociedades y países de Europa y para los Estados Unidos, ciertamente no lo eran para América Latina, por razones históricas, políticas y culturales; y que, por lo tanto, era necesario diseñar unas «formas autóctonas de la democracia», intento teórico éste que -en el caso de Vallenilla, al menos- resultó en la tesis del «gendarme necesario», aunque es cierto que demasiado a menudo se ha reducido sus tesis a una mera caricatura, destinada simplemente a «jalarle bolas a Gómez», lo que es una burda falsificación de sus propósitos y de su reflexión. Pero, en todo caso, lo que interesa es señalar la insuficiencia y la falla más grave del razonamiento: deducir «mecánicamente» el «deber ser» ético y político del «ser» histórico, que se pretende «científicamente conocido». Esto es, el «así somos» convertido no sólo en mera explicación -bastante cuestionable, por lo demás-, sino, además, en justificación y lema de acción. No es exagerado sostener que se intentaba “explicar” y hasta, en casos, “justificar” el peso del “atraso” y el poder de la “barbarie” mediante el recurso al dato histórico, objetivo e innegable, de la existencia del “atraso” y la “barbarie”: si en el país impera la “barbarie”, ello es así por determinadas razones históricas, de carácter causal; por ende, no puede suceder otra cosa: así somos y a eso estamos condenados; queda así justificado el ejercicio bárbaro del poder. Si las instituciones propias de la democracia liberal son, en nuestra América, sumamente débiles, de existencia precaria, ello es porque nos son “ajenas”, propias de otras sociedades de evolución histórica completamente distinta de la nuestra -los países de Europa occidental y los Estados Unidos-; mientras que entre nosotros su “imposición” no pasaría de ser el intento por forzar artificialmente un ejercicio de voluntad política –loable y bien intencionado, pero ingenuo y fatalmente destinado al fracaso- sobre una herencia social y cultural con la cual sería incompatible. Lo procedente sería, entonces -siempre según esta argumentación-, reconocer “científicamente” los rasgos “reales” de nuestra sociedad y nuestra cultura, y responder a ellos mediante el diseño de unas “formas políticas pertinentes”. Y así, a partir de la premisa innegable y, a todas luces, evidente de que en este país las instituciones no funcionan debidamente, y que dominan el desorden, el bochinche y la corrupción generalizada, se concluye en que es necesaria una “concepción propia de la democracia” que, en esencia, no es otra cosa más que el imperio de la “autoridad fuerte” y de la “mano dura”… Pero esto significa no comprender que si asumiéramos a fondo nuestra propia miseria moral, cultural y política, y nos decidiéramos a superarla, algún día tal vez podríamos llegar a ser al menos un poco mejores de lo que somos. A mi entender, la base del error -amén de las discutibles, por parcializadas y elementales, aunque sin duda inteligentes y pertinentes observaciones históricas que lo sustentan- se encuentra en que las premisas del razonamiento son insuficientes, porque, procediendo de manera fatalista, historicista, entre ellas no se incluye los principios ético-políticos que no dependen “fatalmente” del devenir histórico: en especial, el valor de la libertad como un bien en sí mismo, como objetivo deseable a ser perseguido y conseguido por toda comunidad. En función del reconocimiento –lúcido, doloroso y desesperado, ó, por el contrario, acomodaticio y cínico, según los casos- de la realidad bruta del “así somos”, del ser, se ignora el deber ser, y se acepta resignadamente que lo segundo deriva y depende mecánicamente de lo primero. Lo más inaceptable, tanto desde el punto de vista ético como de la estructura intelectual del razonamiento, es sostener que si se conoce “científicamente” una determinada realidad y unas determinadas y supuestas “tendencias históricas”, a partir de ellas se puede postular un final al cual esas tendencias se dirigirían “fatalmente”; y entonces se invierte el razonamiento y se erige ese “fin” como un ideal que debe ser buscado y alcanzado, ó, en el mejor de los casos, como una desagradable pero ineludible “fatalidad histórica”, política y cultural, que debe ser “lúcidamente aceptada”. Pero la verdad es que nunca, en ninguna parte, ningún régimen autoritario contribuyó a formar conciencia cívica, a estimular la responsabilidad individual y la lucidez crítica. ¿Será entonces que éstos aspectos de la vida social no cuentan entre los fines, objetivos e ideales ético-políticos a ser buscados? ¿Será que se cree posible alcanzar un nivel civilizatorio aceptable sin que tales rasgos estén presentes?

III.– En el marco de este ensayo no es posible, por supuesto, tratar esos temas in extenso, y ni tan siquiera estudiar con cierta propiedad cómo y de qué manera es que ellos se relacionan entre sí. Lo que sí me interesa recordar ahora, en particular, es que durante el siglo XX, en toda América Latina –en Venezuela, a partir, al menos, de 1928 y 1935- adquirió carta de ciudadanía una respuesta al problema que llegó a tener suma relevancia en la cultura política colectiva, en especial en los sectores llamados “intelectuales” (técnicos, científicos, artísticos, académicos), pero también políticos y sindicales: la adelantada desde los predios de la llamada “izquierda”, particularmente la de tendencia marxista, pero también la de raigambre cristiana: que la tal “enfermedad” ha sido producida por la permanencia y “dominio”, durante siglos, de un “sistema” económico, social, político y cultural basado en la “explotación del hombre por el hombre” y en la “exclusión” de los sectores más necesitados, que, por razones “inherentes a la naturaleza” de ese “sistema”, han sido preteridos y excluidos de casi cualquier forma de participación en la gestión de los asuntos públicos, y, por consiguiente, de la posibilidad de defender y adelantar sus propios intereses, y de los beneficios –económicos, sociales, culturales- que el “sistema” haya podido producir. Siempre según este análisis, las limitaciones y hasta el “contenido de clase” del pensamiento “liberal”, así como las graves carencias de la “democracia representativa” en cuanto a su capacidad para dar solución a los más graves males que afectan a las grandes mayorías, ha producido el consiguiente desapego de sectores importantes de la población respecto a las formas políticas y normas institucionales que la caracterizan. En consecuencia, se abren tres caminos: en primer lugar, el demarcado por las proposiciones y regímenes “de izquierda democrática”, como alternativa válida para aliviar los males; en segundo lugar, la involución hacia regímenes despóticos “de derecha” propios del pasado, ó hacia formas más “modernas” (tales como los fascismos chileno y argentino); y, en tercer lugar, la “explosión social” y la “guerra civil revolucionaria”.

Como es bien sabido, esta respuesta se escindió, desde un inicio –en las primeras décadas del Siglo XX-, en dos ramas contrapuestas, y hasta enemigas, reproduciendo, de alguna manera, el enfrentamiento que se daba en el seno de la Iia. Internacional, y que produjo el nacimiento de la IIIa.: por una parte, el ala que se identificaba con el “marxismo-leninismo” puro y duro, cuyo polo de referencia era, precisamente, la IIIa. Internacional dirigida desde Moscú (primero por Lenin y Zinoviev, luego por Bujarin, y por fin, y definitivamente, por Stalin); por la otra, la que tomó como guía las elaboraciones teóricas de los líderes de la IIa. Internacional –Jaurès, Bernstein, Kautsky, Luxemburg, Martov-, y aportes de otras fuentes más o menos relacionadas, tales como el laborismo inglés, y hasta las de fuerzas de un cierto populismo “autóctono” latinoamericano (el PRI mexicano, el APRA peruano), y se mantuvo en una esfera más ó menos cercana, según los casos, a la definida por la social-democracia europea. Pero ésta es historia demasiado conocida como para insistir en ella; lo que interesa, ahora, es que en estos años iniciales del siglo XXI, esta visión “de izquierda” ha vuelto a adquirir empuje e importancia, después de años de repetidos “fracasos” -más o menos profundos y frustrantes de las expectativas populares, según los casos- de gobiernos identificados con la “democracia representativa”, en diversos países de un continente en el cual, por lo demás, se ha convertido en moneda corriente explicar todos los males sociales por vía de una supuesta dominación de tesis y gobiernos “neo-liberales”, de “derecha”, sometidos a los dictados del “imperialismo norteamericano”. Lo que más impacta, a primera vista, es el surgimiento (en algunos casos, re-surgimiento) y desarrollo vigoroso –que, en varios casos, incluye la toma del poder- de movimientos que se auto-denominan de “izquierda”, ó que son vistos como tales por observadores de muy diverso signo.

IV.– Intentaré entonces una primera aproximación tentativa al tema: ¿tiene, en verdad, vigencia la “izquierda” en el panorama político actual de América Latina?; y, sobre todo, ¿qué es aquello – el “universo” ideológico-intelectual, el conjunto de actitudes y ejecutorias políticas prácticas- que es lícito calificar de “izquierda”?

IV.1.– Se impone, creo, una triple operación de análisis:

a) En primer lugar, conocer -más allá de generalizaciones inaceptables, por superficiales hasta el punto de ser irresponsables- cuáles son las proyectos económicos, sociales, políticos y culturales que tales movimientos enarbolan, proponiéndolos a las sociedades de sus respectivos países como vías a la solución de los graves problemas, de todo tipo, que las agobian.

b) En segundo lugar, analizar si dichos proyectos, y las proposiciones que de allí derivan, pueden (ó no) ser, en verdad, capaces de servir a tan nobles propósitos.

c) Y, en tercer lugar, las razones por las cuales pueden (ó no) ser calificados como “de izquierda”; asunto éste que dista mucho de tener un carácter ó contenido meramente teorético, y que, por el contrario, tiene un sentido político práctico en un continente en el cual el término “izquierda” conserva no sólo un enorme caudal de simpatía ideológica, sino que también se vincula con un indudable potencial de análisis de los problemas sociales y de formulación de propuestas políticas.

Dadas la extensión y la complejidad del tema, debo centrarme en el tercer aspecto señalado: es decir, el de la vigencia (ó no) de la “izquierda” como posible vector político aglutinador de un movimiento social que encauce a nuestros países por la vía del progreso. En este sentido, las preguntas que vienen a la mente son: ¿qué es la “izquierda”?; y, ¿a cuáles movimientos políticos se puede calificar, con justicia, como pertenecientes a esa corriente de pensamiento?

IV.2.– Procediendo, primero, por vía “negativa” –es decir, delimitar qué cosa no es “de izquierda”-, habría que decir que, en muchos de los casos de los movimientos políticos latinoamericanos que se auto-califican ó son calificados como tales, esa calificación sólo sería aceptable si, obedeciendo a una cierta inercia intelectual, histórica y política, aceptáramos que el término “izquierda” fuera definido de acuerdo con la permanencia (ó no) de un conjunto de referencias teórico-políticas propias de la convulsa historia del siglo XX, en especial, aquéllas que suponen la asimilación –más ó menos exacta y coherente, más ó menos dudosa y aproximativa, y a menudo rebajadas al nivel de fórmulas rituales ó de simples recursos retóricos- de los postulados e “ideas-guía” que caracterizaron a los movimientos socialistas de los siglos XIX y XX, y articularon el conjunto de sus proposiciones: de manera especial, la marcada preocupación por los problemas sociales que aquejan a las mayorías populares, y la proclamada disposición a alcanzar los ideales de la igualdad y justicia sociales. Esto sucede, en particular, en el caso de los movimientos que conservan alguna inspiración marxista, así fuere sumamente lejana y mal digerida.

Un problema grave al que puede conducir la utilización acrítica y unilateral de este criterio, es el de que bastaría con que un movimiento político, ó un equipo en el poder, se autocalificara de “defensor de las mayorías populares” y de “izquierda”, como para que ésto, a los ojos de un presunto “izquierdista”, confiriera automáticamente una connotación “positiva” a su programa y ejecutorias que no sólo podría explicar, sino hasta justificar, la adhesión a ellos. Pero sucede, entonces, que casi cualquier régimen populista de nuestros días –con excepción de algunos de corte nacionalista-integrista, cuyo surgimiento, por más anacrónico que pueda parecer en nuestros días, es siempre posible, tal y como lo demuestran los procesos del Medio Oriente- podría reclamar tal adhesión, por el mero hecho de proclamar tales propósitos… lo que dejaría de lado la obligación ética y política –en la que estamos todos, pero, se podría suponer, de manera particular los auto-proclamados “observadores políticos”- de someter a examen y al análisis las razones del inocultable fracaso de los regímenes populistas (de cualquier signo) de la historia, su incapacidad de enrumbar a la sociedad en un sentido de verdadero progreso, y su también inocultable tendencia al ejercicio autoritario del poder, contrario a toda noción moderna de democracia. ¿Podría, entonces, un régimen que tenga tales “defectos” –la palabra es demasiado débil- consustanciales ser calificado como verdaderamente de “izquierda”?

IV.3.– Pero si, procediendo de manera diferente, se identifica el término “izquierda” con una cierta carga social, política, cultural y moral que se ha convenido –desde los tiempos de la Revolución Francesa- en considerar como “progresista” (aún aceptando que este último término es, a su vez, vago, y precisa de definiciones), entonces no cabe calificar como relacionados con la “izquierda” a conjuntos intelectuales-ideológicos y a regímenes políticos que han significado y significan un profundo y terrible atraso. Tal es el caso –para citar los ejemplos más importantes- de los regímenes de Stalin y Mao, por más que se hayan auto-proclamado como seguidores de los viejos ideales del socialismo. En efecto, asumieron, de manera preeminente, permanente y sistemática, no sólo ideas y conceptos, sino también prácticas de neto corte autoritario y totalitario -ciertamente compatibles con aspectos importantes del pensamiento de Marx, de Lenin y de Trotsky, pero no así con el de otros relevantes pensadores socialistas: Kautsky, Bernstein, Rosa Luxemburg, etc.-, que los acercaron a (y hasta, en buena medida, los identificaron con) la esfera de los movimientos pre-fascistas, para-fascistas, fascistoides, ó, simplemente, fascistas: estatismo económico y político en beneficio no de la “clase trabajadora” y mucho menos de “todo el pueblo”, como gustaban decir tanto Stalin como Jruschov, sino de una casta política, una nomenklatura, verdadera “nueva clase explotadora”, como bien la definiera Milovan Djilas (coincidiendo, en cierta medida, tanto con las advertencias tempranas de la visionaria Rosa Luxemburg, como con las amargas reflexiones del Trostky tardío, ya apartado del poder, y crítico del “stalinismo”); populismo y estatismo exacerbados, dispendiosos e ineficientes; identificación de las instituciones del Estado con los intereses, organizaciones y hasta individualidades del “Partido único”; centralización absoluta del poder y su ejercicio arbitrario y despótico, ausencia de control del poder por parte de la sociedad, total ausencia de cualquier mecanismo de alternabilidad de distintas fuerzas políticas en el poder, inexistencia de la división de poderes y de mecanismos de check & balances, mesianismo y caudillismo; tutelaje y opresión del conjunto de la sociedad por parte del aparato del Estado, negación de la autonomía sindical, y la de otros gremios sociales; violencia generalizada contra el individuo y la sociedad en su conjunto, crímenes y asesinatos como política “de Estado”, regímenes militar-policiales con preeminencia de la policía política secreta, campos de concentración y exterminio; ultra-nacionalismo extremo y excluyente, racismo (anti-semitismo virulento) y continuación de la política etno-céntrica, imperialismo (y hasta colonialismo) zarista en Polonia, los países bálticos, los del Caúcaso y los de Asia central, en el caso de Stalin; política etno-céntrica, imperialista, de conquista y opresión en Tibet, Mongolia interior, Manchuria, Sinkiang, y las zonas lindantes con Viet Nam y otros países del Sud-Este asiático, en el de Mao; discriminación por motivos religiosos, políticos y sexuales; y un muy largo etcétera que incluye, en ambos casos, el saldo terrible de millones y millones de muertos, tanto asesinados como, literalmente, muertos de hambre… No será ni siquiera necesario considerar casos como los de Kim Il-Sung, Pol Pot, ó Fidel Castro.

IV.4.– Frente a ese terrible panorama, al que apenas hemos echado un vistazo que resbala sobre dimensiones casi inimaginables de sufrimiento humano, cabe formular cinco grupos de interrogantes:

a) ¿Es deseable, ó no lo es, que los rasgos políticos, económicos, sociales y culturales enumerados en el párrafo anterior, estén presentes en una proposición “de izquierda”?

b) Más aún: tales rasgos, ¿son propios de, y/ó consustanciales a la “izquierda”? En caso de que se responda afirmativamente a esa pregunta, ¿se puede seguir considerando –como irresponsablemente se consideró durante tanto tiempo- que “eso” es “izquierda”, ó una forma política tan cercana y semejante al fascismo, que es casi su hermana gemela? Ó, si se acepta que –gústenos ó no-, “eso” ha sido, en la realidad histórica, la “izquierda”, y que ningún esfuerzo teórico o práctico será capaz, en un futuro previsible, de cambiar significativamente esa percepción, ¿se podrá entonces seguir confiriendo a este término una carga ética y política “positiva”, ó su uso debe quedar limitado a denotar una descripción “topográfica”, por decirlo de alguna manera, del terreno donde transcurre el debate político?

c) Más precisamente: ¿es justo plantear esa reflexión crítica respecto a toda proposición político-filosófica y a todos, ó al menos, al conjunto de los movimientos que históricamente se han vinculado ó han sido vinculados con la “izquierda”, ó tan sólo a una parte –sin duda importante- de ese espectro? ¿Es justo proceder al mismo análisis crítico al momento de considerar la experiencia histórica de, por ejemplo, la social democracia europea (aún la de inspiración “marxista”), que cuando se considera y analiza la historia del sector identificado con el marxismo-leninismo?

Porque no es posible ignorar que en el “universo” intelectual del socialismo “marxiano” (es decir, el del propio Carlos Marx, para diferenciarlo del movimiento “marxista”) coexistían incómodamente motivaciones y rasgos de corte democrático y libertario, con otros de naturaleza claramente autoritaria y utópico-totalitaria, explicables -al menos, desde un punto de vista estrictamente teórico- por su raigambre hegeliana, rousseauniana y jacobina; rasgos que fueron combatidos, ya en su época, por revolucionarios como Proudhomme y Bakunin. Así como no es posible ignorar, tampoco, que, en el seno de la IIa. Internacional, Lenin y Trotsky desarrollaron unilateralmente estos aspectos autoritarios hasta identificar la idea “marxiana” de la “dictadura del proletariado” (véase: Crítica del Programa de Gotha) con la dictadura de la “vanguardia revolucionaria”; mientras que teóricos socialistas no menos importantes –Kautsky, Luxemburg, Martov, entre otros- consideraban que tales supuestos “desarrollos” eran, en esencia, una involución autoritaria hacia un “jacobinismo” y un “blanquismo” profundamente atrasados y trasnochados, y que, al ser contrarios a los “intereses democráticos del pueblo y del proletariado”, significaban, de hecho, la más completa negación de toda proposición verdaderamente “progresista”, “revolucionaria”, de “izquierda”.

d) Entonces, ¿será posible y aceptable seguir con la práctica de subsumir en el seno de una misma categoría teórica vaga, mal definida –la “izquierda”- a personalidades, fuerzas y organizaciones que sostienen tales propósitos, que, a su vez, suponen necesariamente tales procederes, ó que, al menos, son compatibles y coherentes con ellos, junto con otras que se les oponen vivamente y los combaten, porque los consideran radicalmente opuestos a, y negadores de cualquier idea de progreso social y político, y de respeto de la condición humana? ¿Será posible, por ejemplo, sostener con un mínimo de seriedad, de rigor y, sobre todo, de credibilidad que personalidades tan disímiles como Olöf Palme, Willy Brandt, Felipe González, Enrico Berlinguer y Romano Prodi forman parte de la misma comunidad intelectual y política en la que viven Kim Il-Jong, Evo Morales, Felipe Quispe, Hugo Chávez y Fidel Castro? De la misma manera, ¿se podrá meter en el mismo saco a organizaciones tan distintas como son los partidos socialistas y social-demócratas alemán, francés, sueco, español e italiano, por una parte, y, por la otra, los Partidos Comunistas chino, cubano y coreano? Parece evidente que no es aceptable seguir utilizando un mismo término -en este caso, el de «izquierda»- para calificar corrientes políticas tan disímiles y opuestas entre sí, a menos que se acepte que el término en cuestión sea usado como un mero comodín, como una especie de «chicle» que se puede estirar hasta el infinito, y con el que se pretende denotar tantas cosas, y tan disímiles, que se termina por no denotar ninguna de ellas con precisión.

e) Y, por último: ¿se puede y se debe (ó no) postular hoy, en América Latina, la necesidad de existencia, la vigencia y la operatividad de una “izquierda” que, al negar y combatir esos rasgos, y su pesada herencia, y al considerarlos como extraños a sus propios fines, se proponga a sí misma como depositaria y heredera de las mejores tradiciones democráticas y libertarias de la social-democracia?
IV.5.– Por otra parte, si es cierto que, a partir de las Revoluciones Americana y Francesa, se considera al conjunto de la sociedad (el “pueblo”) como el depositario de la soberanía política, y que la defensa a ultranza de esta soberanía popular es un rasgo definitorio de cualquier posición de “izquierda”, pues entonces debe considerarse que todos los regímenes políticos autoritarios y, por supuesto, más aún los abiertamente totalitarios y los integristas-fundamentalistas, del signo que fueren, al ser proclives a la centralización incontrolada del poder, y, con ello, a confiscar un elemento fundamental de la soberanía popular, así profesen lo contrario, van en dirección abiertamente contraria a lo que cabe calificar como el “sentido del progreso”: es decir, la ampliación y profundización de la democracia, que incluye, por supuesto, la descentralización del ejercicio del poder y el acercamiento de éste a todos los niveles de la población. Consiguientemente, tales regímenes no pueden ser considerados “de izquierda”.

Siguiendo este mismo hilo de razonamiento y argumentación, no es tampoco posible aceptar en nuestros días, dentro de una definición de la “izquierda”, a cualquier conjunto intelectual-político que identifique el concepto de “democracia” meramente con su significado primitivo: es decir, el simple “poder” –kratos, término éste que inicialmente tuvo, en griego antiguo, un significado de fuerza bruta, de ejercicio más ó menos brutal de ese poder, aunque luego fué adquiriendo connotaciones menos omnimosas y amenazantes, hasta llegar a ser, en muchos casos, «positivas»- de la mayoría; se puede sostener, por el contrario, que toda y cualquier idea de “izquierda” debe incorporar en su seno, necesariamente, los avances que caracterizan al concepto moderno de democracia. Esa concepción “moderna” se nutre no sólo de la preocupación social por la representación y la defensa de los intereses de las mayorías populares -rasgo tradicional, propio y distintivo de los movimientos socialistas de distinto signo-, sino, además, de distintos aportes teórico-políticos que provienen de fuentes tales como el liberalismo clásico, y, en particular, de un cierto liberalismo “de izquierda” (véanse, p. ej., las elaboraciones de Norberto Bobbio), así como también de la “social-democracia” europea, en especial a partir la décadas inmediatamente posteriores a la IIa. Guerra Mundial, y también de otras fuentes (como, por ejemplo, y en rol preponderante, el mundo intelectual y político norteamericano). De lo que se trata, obviamente, es del conjunto de bien conocidos rasgos que definen eso que hoy se conoce por “democracia”: límites establecidos al poder ejecutivo, separación de poderes, alternabilidad de gobierno, salvaguardia y florecimiento de las libertades y los derechos individuales y colectivos; rechazo a cualquier pretendida “justificación” de un régimen político mediante operaciones intelectuales previas ó, en todo caso, externas a lo político –sean éstas de carácter religioso ó filosófico-, con la consiguiente aceptación de que no existen ni pueden existir supuestas “verdades” políticas a priori respecto al debate político, y que, por ende, el libre debate político es el único mecanismo aceptable para la toma de decisiones, así como para formular, diseñar, desarrollar y evaluar políticas públicas en torno a las cuales puedan generarse <i.consensos operativos –necesariamente abiertos, a su vez, a la consideración crítica y al debate- que garanticen el progreso social a largo plazo; presencia de una completa trama institucional política –el aparato del Estado– y la vida vigorosa y autónoma, sin tutelaje estatal, de formas institucionales de “intermediación” –partidos políticos y otras organizaciones políticas y sociales: gremios, sindicatos, ONGs, etc.– que expresen, de la manera más directa, los intereses parciales y colectivos, en especial de los sectores más necesitados de la sociedad, y la vigencia y riqueza del debate de las distintas proposiciones que tales organizaciones tengan a bien formular; por último, a la vez como consecuencia, base y garantía de todo lo anterior, el imperio de, y el respeto a un conjunto de normas legales libremente aceptadas por el conjunto social.

Tales preocupaciones, repito, no podrían ser ajenas a ninguna idea de “izquierda”. Por lo tanto, seguir calificando como de “izquierda” a proposiciones y regímenes políticos que no sólo no las incorporan, sino que las niegan por completo, no es otra cosa que obedecer ciegamente a la inercia histórico-intelectual de la cual hablábamos inicialmente. Es, además, un serio y grave error político, porque arropa inmerecidamente a esas proposiciones y esos regímenes bajo el manto de las connotaciones “positivas” y “progresistas” (no siempre conscientes y racionales) que, para determinados sectores sociales y políticos (en determinados casos, mayoritarios), conserva el término “izquierda” en nuestros días.

V.- Estas consideraciones se basan, obviamente, en la convicción -que no es del caso demostrar aquí- de la superioridad epistemológica, ética y política, operacional y funcional, de los mecanismos propios de la democracia “moderna” sobre cualesquiera otros tipos de mecanismos en el difícil proceso de consideración de alternativas y de toma de decisiones útiles y apropiadas para enrumbar a la sociedad por el camino del “progreso”, y conseguir los más altos niveles de calidad de vida para las mayorías.

VI.– Queda claro entonces que enfrentamos no uno, sino cuatro problemas:

VI.1.- El primero: si el término “izquierda” sigue denotando un “objeto teórico” y político específico –una visión filosófico-política del mundo y de la sociedad, y un conjunto de proposiciones y actuaciones político-económicas que de allí derivan-, ó si, por el contrario, al hablar de los valores de una “izquierda democrática” capaz de incorporar los criterios progresistas y “de avanzada” que hemos señalado, no nos estamos refiriendo a un conjunto que –aún con las “lógicas”, comprensibles y hasta necesarias diferencias de estilos y matices- bien podría formar parte del “núcleo duro” de concepciones básicas y fundamentales compartidas, en nuestros días, por formaciones a las que se califica de “centro-izquierda”, de “centro”, y “centro derecha”.

VI.2.– El segundo: si es aceptable, ó no, seguir usando el mismo término -“izquierda”- para denotar a pensamientos y organizaciones tan disímiles como las pertenecientes a, ó vinculadas con la esfera leninista-comunista, por una parte, y, por la otra, aquellas vinculadas ó cercanas a la social-democracia; bien sea porque desde el punto de vista teórico es erróneo, en tanto que poco riguroso, bien sea porque es inútil, en tanto que, al denotar cosas tan distintas, termina por no denotar ninguna específicamente, y por quedar vacío de significación.

VI.3.– Claro está que cabe la opción de aceptar que vale la pena conservar el término, tratando de conferirle un nuevo contenido. Porque cuando se habla de “izquierda”, en la mayoría de los casos, se alude a una particular disposición –de la que ya tanto hemos hablado- a trabajar por la igualdad y la justicia social, y adelantar soluciones a los problemas sociales que aquejan a las grandes mayorías. En este sentido, conservar el uso del término “izquierda” tal vez podría ser conveniente, en la medida en la que puede ayudar a definir los elementos, los “polos” y los enfrentamientos en el campo del debate político.

Pero bien podría pensarse que esa sería una operación política demasiado costosa y cuesta arriba, en tanto que tendría que luchar con una herencia y una inercia históricas demasiado pesadas, ó, simplemente, inútil e innecesaria, en tanto que otra, mucho menos difícil y onerosa, sería calificar y clasificar a las fuerzas políticas, según la naturaleza de sus proposiciones, como “reaccionarias” ó “atrasadas”, ó “progresistas” y “de avanzada” -aún admitiendo que estos términos también necesitan de definiciones acertadas, limitativas y, hasta cierto punto, unívocas-; ó, simplemente, presentando las diversas proposiciones económicas, sociales, políticas y culturales, permitiendo que ellas sean juzgadas por su propio valor intrínseco –en este caso, su capacidad de enfrentar y “curar” lo que se ha dado en llamar la “enfermedad latinoamericana”-, sin necesidad de acompañarlas de algún “apellido ideológico”.

IV.4.– Sean cuales fueren las respuestas que se diere a los problemas señalados, debe quedar claro que éste no es un asunto meramente retórico, ni tampoco simplemente pragmático, sino que tiene entidad ético-política, por dos razones:

a) la primera, porque toca un asunto tan importante como el de la veracidad de las proposiciones que las distintas fuerzas formulan al conjunto de la sociedad, y en torno a las cuales llaman a agruparse y a tomar decisiones;

b) la segunda, porque incide sobre la “viabilidad” de la puesta en práctica de tales proposiciones: en efecto, si todos coincidimos en que la “enfermedad latinoamericana” es grave, pues entonces estamos en el deber ético (valga la redundancia) de preguntarnos hasta qué punto colocar un ropaje político que recubra y califique a las “medicinas” políticas que proponemos facilita ó, por el contrario, dificulta que éstas sean aceptadas, adoptadas y “digeridas” por la sociedad; y, por lo tanto, puedan servir de guía ó, al menos, de ayuda en la consecución de los objetivos propuestos. Pero no es esta última cuestión una que pueda ser respondida in abstracto, y mucho menos adoptando una actitud dogmática, sino en el contexto de las realidades históricas, políticas y culturales de cada país y de cada momento.

VII.– Teniendo en cuenta lo dicho, y, en caso de que se concluya en que – bien sea en términos generales, bien sea en casos específicos- vale la pena mantener el uso del término “izquierda” , se puede intentar ahora una primera aproximación “positiva” al tema: es decir, tratar de definir cuáles deben ser los rasgos y las componentes intelectuales que permitirían considerar válidamente a determinadas proposiciones políticas como de “izquierda” en el contexto del Siglo XXI. Un intento de este tipo tendrá que resultar, necesariamente, en una definición en cierta medida arbitraria; a la par que, para que pueda tener alguna utilidad denotativa –es decir, para que no designe tantas cosas, que acabe por ser inútil, al no denotar ninguna de ellas con precisión-, restringida y restrictiva, y, al mismo tiempo, abierta a debate: es decir, una simple proposición que debe formar parte del debate mismo. Por otra parte, se trata de un tema de tan enorme complejidad y magnitud, que no es aconsejable adelantar más que un primer postulado a priori, una verdadera “petición de principio” , reconociendo, por supuesto, que hay y puede haber otras que legítimamente se le contraponen y se le contrapongan.

Propongo, entonces, que en las condiciones actuales, de seguir haciéndose uso del término “izquierda”, éste sea un uso restringido y, en la medida de lo posible, unívoco y preciso. Se trata, como se podrá apreciar, de una simple proposición inicial, abierta al debate, no dirigida a otra cosa más que trazar un marco de referencia, una formulación cuyo propósito es, simplemente, trazar unos criterios de carácter sumamente general, aunque restrictivo, que puedan servir como delimitación de un «campo» relativamente y suficientemente amplio como para que en él se inscriban, quepan y sean discutibles proposiciones específicas distintas. Pretende trazar líneas divisorias que deslinden con toda claridad y deslastren del peso muerto de un pasado y de un presente que bien merecen ser rechazados y repudiados no sólo el quehacer teórico, sino también la práctica política de esa nueva “izquierda”. En ese sentido, excluye de manera arbitraria, como también se dijo, pero también radical y “automática”, a buena parte de los movimientos, regímenes y personalidades que todavía hoy -bien sea por inercia, ó por falta de rigor intelectual, ó por inaceptable compromiso con sus también inaceptables propósitos- se suele considerar “de izquierda”; entre otras cosas, porque tal proposición implica que toda y cualquier proposición política digna de tal cognomento, en las condiciones actuales, debe integrar necesariamente entre sus postulados básicos los siguientes criterios de carácter general:

V.1.– El primero y el segundo, la búsqueda del ideal de justicia social, con atención privilegiada a las necesidades de los sectores más necesitados, juntamente con la convicción profunda de que marchar por el camino de esa búsqueda sólo será posible si se la conjuga con el compromiso indeclinable –que nunca podrá ser abandonado por supuestas exigencias de “eficacia y eficiencia”, y del tipo de las que se suele considerar “pragmáticas”- con el adelanto de la ampliación y profundización de la democracia política, el rechazo a toda y cualquier forma de discriminación y exclusión (por razones políticas, ideológicas, filosóficas, religiosas, étnicas, sexuales, de todo tipo), y el máximo respeto por las libertades y los derechos individuales y colectivos. El propósito de conciliar ambas esferas –la búsqueda de la igualdad y justicia social, con el respeto de las libertades individuales y colectivas, y la promoción de los derechos humanos- ha sido siempre uno de los nortes de a social-democracia; y aún si se acepta, con Isaiah Berlin, que tal propósito nunca podrá alcanzar satisfacción completa, porque ambos conjuntos de valores no son enteramente conciliables, y siempre y en todo caso el respeto a las libertades conllevará aceptar algún grado de desigualdad, aún en ese caso, digo, perseguir ese norte inalcanzable seguirá siendo uno de los más altos que se ha trazado la actividad política.

V.2.– El tercero, íntimamente vinculado con los dos primeros, hasta convertirse en una condición sine qua non de ellos: la comprensión de fondo, sin ambages y sin esguinces, del hecho, suficientemente demostrado por la historia contemporánea, de que la democracia –social y política – sólo puede ser funcionar si está sostenida y articulada en un sólido y complejo, y a la vez, ágil y funcional, eficaz y eficiente tejido institucional, que es lo único que puede garantizar no sólo su ampliación y profundización, sino hasta su existencia misma.

V.3.– El cuarto: la decisión de integrar la defensa de los intereses –económicos, sociales, políticos- nacionales con la apertura decidida a la inserción exitosa en el nuevo marco internacional “globalizado”.

V.4.- Y hasta un quinto: la capacidad de aunar, en un único y coherente haz de preocupaciones e iniciativas, el cultivo de los aspectos positivos de la tradición y la “identidad” cultural-nacional, y con la afanosa persecución de un acelerado desarrollo educacional, técnico y científico.

V.5.– Cabe agregar otros criterios que atañen a aspectos de naturaleza tal vez más específica y menos general; entre éstos, en lugar destacado, uno históricamente vinculado con lo que se ha dado en llamar la “tercera vía”: la redefinición del papel del Estado y de su relación con la inversión y la propiedad privadas, de manera tal que pueda asegurar un campo propicio para éstas, como elemento dinamizador indispensable para el desarrollo económico, al mismo tiempo que salvaguardar y reforzar sus propias funciones sociales –haciéndolas, entre otras cosas, no sólo más eficaces y eficientes, sino también económicamente viables-, en particular aquéllas que tienen que ver con la defensa y promoción de los intereses y derechos de los sectores más preteridos y necesitados de la sociedad. Pero cualquier intento de tratar estos temas con el rigor y la atención que merecen, así fuera en una primera aproximación, sobrepasaría ampliamente los límites y de los propósitos del presente artículo.

Notas

1 Véase, al respecto: PLAZA, Elena: La tragedia de una amarga convicción. Historia y política en el pensamiento de Laureano Vallenilla Lanz. Ed. Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1996.

2 También existió y existe, por supuesto, otra corriente política distinta, a la que se podría calificar, en términos generales y aproximativos, como de “centro derecha”, y cuyo avatar más reciente en las pasadas décadas fuera la calificada –a menudo, abusivamente- como “neo-liberal” thatcheriana; pero, por el momento, no tocaré este tema.

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