Opinión Nacional

¡Impotencia!

Esta semana, por segunda vez, uno de mis hijos sufrió un atraco. Fue un buhonero. Uno de esos que el gobierno llama de la economía informal. De los que se colocan en la autopista en medio de los carros cuando hay tráfico, que es siempre. Yo también he sido asaltada dos veces. No vale que la ventana del carro esté arriba. Igual te golpean el vidrio con una pistola y ya eres presa de pánico y objeto fácil del hampón. Donde vivo, en quince días, han entrado a cuatro viviendas. Afortunadamente no ha habido víctimas fatales, por ahora.

Se hace difícil encontrar una familia venezolana en la que al menos uno de sus miembros no haya sido víctima de un asalto a mano armada, un secuestro exprés, un robo a su vivienda, a su negocio, en fin, que no haya sufrido el ataque de la delincuencia. Adicionalmente encontramos en la prensa diaria los asesinatos que ocurren en todas partes y que no son solo homicidios cometidos entre bandas delincuenciales. No. Encontramos también asesinatos cometidos por robar un celular, un par de zapatos, un reloj. Por resistirse a entregar el carro que aún se está pagando, obtenido mediante un crédito, fruto del trabajo de un ciudadano común.

Para hacer frente a tal situación, _la de vivir en medio de una guerra donde el riesgo a salir de casa es tan grande como el de quedarse en ella_, decidimos no usar prendas de joyería, si es que aún tenemos alguna. Intentamos vestirnos de una manera discreta como para no llamar la atención, guardamos el celular en la cartera, depositamos el cheque en la taquilla del banco en lugar de cobrar la quincena, no vaya a ser que al salir nos estén esperando para quitarnos lo ganado con el sudor de nuestra frente. Ya no vale guardarse el sueldo en zonas íntimas. Frente a un revólver o un cuchillo, más vale la vida que los bolívares fuertes.

Hay que salir ‘volando’ del trabajo. Hay zonas donde no se puede circular después de las cinco de la tarde porque los ladrones, los homicidas, esperan la llegada de la gente para quitarle lo suyo. No importa la clase social. Sucede en los barrios, en los autobuses, en el metro, en los centros comerciales, en la calle. Sucede al salir de la misa del domingo. A plena luz del día, un día laboral, un fin de semana. No importa. El caso es que vivimos indefensos, atemorizados, paranoicos. Vivimos en medio de la guerra y nos rompemos la cabeza pensando cómo podremos proteger a nuestros hijos. ¿Como las madres que durante un bombardeo en Afganistán cubren con su cuerpo el de sus hijos para protegerlos?.

La ciudad se llena muros, cercos eléctricos, cámaras de seguridad. Alambres de púas rodean el frente de las casas. Vigilantes armados hacen guardia en los edificios. Hacemos lo imposible por resguardar el hogar. Por preservar la vida y la de los nuestros. Como el padre que defiende con piedras su casa. Piedras contra ametralladoras. Candados contra bazucas. Palos contra sierras que degollan la esperanza y la supervivencia.

Pensamos en ‘salvar a nuestros hijos’. Pero, ¿Cómo, Dios mío? ¿De qué manera se lucha contra la muerte? Apenas podemos consolar a una niña y decirle que ya pasó. Que ya el susto pasó. Que todo está bien, que agradecemos a Dios que apenas fue un robo y que afortunadamente se conserva la vida. Porque, ésa, todavía, es suya.

Aún tenemos la vida que no nos han quitado. Es lo único que no podemos disimular al despertar y salir a la calle. Por ahora, solo nos queda acariciar la cabeza de un hijo que solloza aterrado por la maldad de un bandido y el fantasma de una autoridad policial inexistente. Y escondernos para llorar de impotencia, mientras pronuncio una oración a la Virgencita para que me proteja a los hijos que arroparía con mi propia vida para salvarlos.

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